– En efecto -asintió Sarah.
– Probablemente -prosiguió la condesa-, nada habría cambiado si no hubiera sido porque un agente interpretó el papel de Golem, un agente que simulaba sernos leal, pero había sucumbido a la doctrina errónea. Al darte el codicubus, echó por tierra nuestro plan y hemos tenido que seguir otra táctica. A partir de entonces, nuestro interés no se centraba tan solo en el agua de la vida, sino también en el codicubus.
– Comprendo -dijo simplemente Sarah-. Por eso el ataque, ¿no? Y por eso los desperfectos en las vías y la interrupción en el viaje…
– Teníamos que ganar algo de tiempo para poner en orden las cosas -confirmó la condesa.
– ¿Y ahora están en orden?
– Por lo que respecta al codicubus, lamentablemente no. Aunque pronto habremos resuelto también ese problema. En cuanto a tu búsqueda, no ha cambiado nada.
– ¿De verdad lo cree? -preguntó Sarah-. Me subestima, condesa. Me subestima realmente demasiado.
– ¿En qué sentido?
– En todos los sentidos.
– ¿Pretendes decirme que me habías descubierto? ¿Que sospechabas de parte de quién estaba realmente? -Echó la cabeza hacia atrás y soltó una sonora carcajada-. Qué fácil es calarte, Sarah Kincaid.
– ¿Por qué?
– Si fuera como dices, seguramente no habrías esperado con tanta calma ni habrías participado en nuestro juego. Me habrías pedido explicaciones para saber qué le habíamos hecho a tu querido Kamal y cómo podía salvarse.
– No exactamente -la contradijo Sarah.
– ¿Ah, no?
– Por un lado -explicó-, de una fanática de su ralea era de esperar que preferiría morir antes que revelarme una sola palabra. Por otro, después de todo lo que había averiguado, no cabía sino deducir que me encontraba en el camino correcto. Desde el principio he sabido que ustedes no tienen el remedio, sino que eso es lo que yo tengo que buscar para ustedes. Así pues, querida, ¿qué tendría que haberle preguntado?
Entonces fueron las palabras de Sarah las que esparcieron veneno, y el efecto se mostró en el semblante de su adversaria.
– Touché -dijo la condesa-, eso no se me había ocurrido. Empiezo a comprender por qué eres tan peligrosa como afirman…
– ¿Quién lo afirma? -inquirió Sarah.
– … Pero, aun así, no estabas preparada para este giro inesperado -insistió la condesa, haciendo caso omiso de la pregunta.
– Con su permiso, señora mía, eso no es del todo cierto -se oyó decir de repente a una voz que hablaba alemán con el mejor acento suizo y que a Sarah le sonó a música.
Sigilosamente y sin que la condesa se hubiera dado cuenta, Friedrich Hingis había aparecido desde el fondo del pasillo empuñando en la mano derecha un revólver de la nueva marca Webbley.
– Suelte el arma -dijo quedamente- o me veré obligado a apretar el gatillo.
Si la condesa estaba sorprendida, no lo demostró.
– Señor Hingis -dijo indignada, y se dio lentamente la vuelta hacia él-, debo confesar que no aprecio este tipo de sorpresas. Sobre todo porque pensaba que había cerrado cuidadosamente la puerta de su compartimiento…
– Y lo hizo -confirmó impasible el suizo-. Sin embargo, olvidó que hay una ventana, con un cristal que se puede romper, y un techo al que se puede trepar… aunque con cierto apuro y peligro de muerte.
La luz de la lámpara del techo caía sobre Hingis y dejaba ver su desaliñado aspecto, lo cual confirmaba sus palabras: tenía los pantalones desgarrados y la camisa sucia, por no hablar del rostro tiznado de hollín y de unas cuantas magulladuras que se había hecho.
– Bah -exclamó la condesa con desdén-. Están hechos el uno para el otro.
– Cierto -replicó Hingis con cierto orgullo, y se apartó el cabello alborotado de la cara-. Y ahora, haga usted el favor de darme el arma, condesa. No puedo tolerar que siga amenazando a lady Kincaid.
– Vaya. -Ludmilla de Czerny frunció despectivamente los labios-. La rata de biblioteca saca los dientes. ¿Quién lo habría dicho?
– Si he de ser sincero -contestó el suizo mirando el arma que sostenía en la mano-, odio estos trastos, pero mi último viaje en compañía de lady Kincaid me enseñó que uno puede vérselas con todo tipo de chusma y que hay que ser capaz de defenderse en todo momento.
– Ha equivocado el tono, Hingis -masculló la condesa.
– No creo, señora -comentó fríamente-. Y ahora suelte el arma.
– Lo mismo podría exigirle yo.
– Perdone, pero no puede dispararnos a los dos al mismo tiempo. Haga lo que haga, lleva las de perder.
En el semblante de la condesa, blanco como un cadáver excepto en las mejillas enrojecidas por la ira, se dibujó una mueca fácilmente interpretable. Se notaba cuánto le disgustaba aquel cambio de rumbo inesperado y, al mismo tiempo, el revólver que Hingis sostenía en la mano parecía infundirle cierto respeto.
– De acuerdo -dijo finalmente, esforzándose por parecer lo más digna posible-. Usted gana.
Se agachó y dejó su arma en el suelo.
– Retroceda -ordenó Hingis, y Sarah se apresuró a acercarse y coger el Derringer.
– ¿Cómo te diste cuenta? -preguntó la condesa mirando a los cañones de las dos pistolas que la apuntaban.
– ¿De verdad quiere saberlo?
– Por supuesto. -La condesa había recuperado la compostura y en su semblante se dibujaba una sonrisa arrogante-. Me interesa formarme una idea de cómo piensa mi estimada hermana.
Sarah consideró el comentario tan inadecuado como petulante, pero lo pasó por alto.
– El anillo -dijo señalando la mano de Ludmilla, donde lucía el sello de su difunto esposo-. Me costaba creer que una mujer tan fuerte y segura de sí misma le diera tanta importancia a esa sencilla alhaja. Y aún me pareció más imposible que no supiera nada sobre su significado cuando poco antes me había asegurado que usted, igual que yo, se había consagrado al estudio del pasado y que la historia de Egipto era su fuerte.
– ¿En serio? -preguntó tranquilamente la condesa-. ¿Y si te equivocas?
– ¿Va a decirme que no sabía que ese es el emblema de la Liga Egipcia? ¿Una asociación que ha sido prohibida porque el objetivo que se había fijado era derrocar a la Casa Real británica y también el Parlamento y situarse a la cabeza del imperio?
– Mi esposo era miembro de muchas sociedades académicas -replicó la condesa-. Eso no es una prueba.
– Puesto que tenía muy claro que afirmaría algo semejante -prosiguió Sarah-, renuncié a echarle en cara esos reproches y encargué que se realizaran algunas investigaciones sobre su difunto esposo.
– En este punto -intervino Hingis-, entro yo en juego. Lady Kincaid me encomendó que buscara información.
– ¿Sobre qué?
– Sobre las circunstancias en que el infortunado conde de Czerny se despidió de la vida -contestó el suizo secamente-. Lamentablemente, al principio me resultó imposible encontrar pistas. Alguien se había tomado muchas molestias para que desaparecieran los documentos en cuestión. Sin embargo, más tarde conseguí encontrar al médico que había certificado la muerte, un tal doctor Svoboda, y descubrí que era mucho más dado a la absenta que a la vara de Esculapio.
– ¿Y? -preguntó la condesa, que había entornado los ojos hasta casi cerrarlos. Parecía intuir lo que vendría a continuación.