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– Después de invitarlo a unas cuantas copas, el pobre médico empezó a hablar, supongo que más de lo conveniente para él y algunos más. Me dijo que, hasta el día de su muerte, al conde no le pasaba nada, al contrario, gozaba de muy buena salud, y que su deceso había sido totalmente inesperado. Tal vez eso no habría despertado mis recelos, pero luego Svoboda me contó que había intentado practicarle la autopsia y usted se lo había impedido. Entonces comprendí, señora, que usted tenía algo que ocultar.

– A partir de ese momento -dijo Sarah quedamente-, sospeché la verdad, aunque continué abrigando la esperanza de equivocarme. Lo deseaba de todo corazón, puesto que creía haber encontrado en usted a una aliada, a una correligionaria, tal vez incluso a una amiga. Pero la esperanza se ha truncado.

– Así pues, ¿has… has estado fingiendo? -preguntó Ludmilla de Czerny, sin poder contener más el desconcierto-. ¿Todo el tiempo?

– Todo el tiempo -confirmó Sarah-. Exceptuando al señor Hingis, nadie sabía nada, ni siquiera le confié la verdad a mi diario, por miedo a que pudieran leerlo y me delatara.

– Pero ¿por qué?

– ¿Qué alternativa tenía? -preguntó a su vez Sarah-. Si le hubiera dicho que la había descubierto, una falsa aliada se habría convertido en una enemiga declarada, con consecuencias impredecibles. Habría cambiado una magnitud conocida por una desconocida y habría complicado innecesariamente la ecuación.

– ¿Tan fácil es descubrirme?

– No sabía qué posición ocupaba dentro de la organización y no pensé en la posibilidad de que fuera la sucesora de Laydon -admitió Sarah-. Pero tenía claro que resultaría menos peligrosa si aparentemente hacía lo que exigían de mí.

– ¿Que sería…?

– Conseguir el agua de la vida -contestó Sarah con voz firme-. Es eso lo que ustedes quieren sin falta, ¿no?

– Más que cualquier otra cosa -corroboró la condesa.

– ¿Por qué? ¿Qué esconde para que realicen semejante despliegue por ella?

– Lo sabes de sobra.

– ¿La inmortalidad? -A Sarah casi le resultó ridículo pronunciar la palabra-. ¿Es eso lo que ansían usted y su banda de criminales? Entonces han perdido la razón tanto como Laydon.

– No sabes lo que dices. No tienes la más remota idea y no eres digna de tu nombre ni de tu título.

– ¿Qué quiere decir?

– Puede que te haya subestimado -masculló la condesa-. Puede que el viejo Gardiner te enseñara algunos trucos. Pero te sigue faltando una visión de conjunto. Correteas como una cría y te ilusiona todo lo que encuentras. Pero quien bebe un trago de agua no intuye en absoluto la inmensidad del océano.

– Muy poético, en serio -gruñó Sarah.

– ¿Creías que te saldrías con la tuya? ¿Que yo no habría pensado que podía suceder algo así, que podrías haber descubierto nuestros planes? ¿Que no estaríamos preparados si llegara el caso? Yo también soy de origen noble, Sarah Kincaid, y mi maestro no era menos avispado que el tuyo.

– ¿Adonde quiere ir a parar?

– Has ganado una batalla, pero otros ganarán la guerra -gruñó la condesa-. Olvidas que tu amadísimo príncipe del desierto está en nuestras manos.

– No, en absoluto -contestó Sarah, cuyo semblante se había transformado en una máscara que no permitía reconocer qué sentía-. Pero no le harán nada mientras yo no haya encontrado el agua de la vida. Porque saben perfectamente que asumo todo esto por él.

– Eso es verdad -admitió Ludmilla-. Pero no hacerle nada a tu amado no quiere decir que debamos esperar sumisamente a que regreses.

– ¿Qué significa eso?

– Significa que cambiaremos nuestra parte del acuerdo y mantendremos a Kamal en un lugar secreto mientras dure la expedición. Con ello anularemos cualquier plan para liberarlo.

– ¡No! -exclamó Sarah, aterrorizada-. ¡No pueden hacer eso! Kamal está muy débil, no resistirá otro viaje.

– El doctor Cranston se ocupará muy bien de él, estoy convencida -replicó la condesa.

– Cranston es un hombre de honor -aseguró Sarah, convencida-. Jamás aceptará hacer algo que pudiera poner en peligro la vida de su paciente.

– Oh, sí que lo hará -dijo alguien a sus espaldas.

Sarah se dio la vuelta, alarmada, y vio al médico delante de la puerta del compartimiento del enfermo, con un revólver en la mano que apuntaba hacia Hingis y hacia ella.

– ¡Cranston! -exclamó espantada.

– Lo siento, lady Kincaid -dijo el médico, con una sonrisa irónica que desmentía sus palabras-, pero me temo que, a pesar del supuesto parecido entre ambas, la condesa de Czerny la supera de largo.

– Miserable traidor -masculló Hingis con desprecio.

– «Traición» es una fea palabra -comentó Cranston, chasqueando despectivamente la lengua-. Llamémoslo «astucia», igual que en la cacería, ¿no? Tally-ho.

– Cerdo -fue lo único que se le ocurrió decir a Sarah.

De repente comprendió por qué el doctor había ofrecido tan solícitamente su ayuda y casi había impuesto su compañía en el viaje: formaba parte del plan desde el principio…

– Ha abusado usted de mi confianza -masculló Sarah con una furia desvalida-. Todo lo que le ha hecho adrede a Kamal…

– ¿Y? ¿Piensa dispararme? -El médico miró divertido las armas que todos empuñaban-. Evidentemente podemos apretar el gatillo y provocar una masacre, cosa que, teniendo en cuenta la situación, sería bastante absurda. O podemos comportarnos como personas civilizadas y reconocer que hemos terminado en tablas, aunque la ventaja podría volver a estar de parte de la condesa.

– Muchas gracias, doctor -dijo Ludmilla de Czerny-. Bueno, ¿tú qué dices, hermana? ¿Quieres desencadenar un baño de sangre y entregar a tu Kamal a una muerte segura? ¿O vas a seguir ciñéndote a las reglas del juego?

En Sarah se desató una pugna interna.

Una parte de ella, que había estallado en ira, habría preferido apretar el gatillo para castigar a Cranston por su hipocresía y su crueldad, y a la condesa por sus intrigas. Sin embargo, el sentido común la contuvo, porque habría sido una acción absurda y a la vez suicida. Su propia suerte le era indiferente, pero, recordando lo que el viejo Gardiner le había enseñado, se reprendió diciéndose que también era responsable de otras personas. De Friedrich Hingis, el amigo que la había acompañado hasta allí y que le había demostrado una lealtad inquebrantable; y, naturalmente, de Kamal, cuyo final quedaría sellado si ella daba rienda suelta a su rabia y a su agresividad.

El conflicto que se dirimía en el interior de Sarah duró apenas unos instantes. Luego bajó resignada el Derringer. Hingis la imitó y Cranston también hizo desaparecer su revólver.

– No te aflijas -le comentó la condesa con cierta malicia-, tú tienes la culpa. Si te hubieras sometido a la Hermandad cuando llegó el momento…

– Jamás -masculló Sarah.

– Entonces tienes que estar dispuesta a soportar las consecuencias, igual que el pobre Gardiner.

– Deje de pronunciar su nombre -estalló Sarah-. ¿Qué sabrá usted de él?

– Lo suficiente para comprender que fue un estúpido. En vez de seguirnos y ayudar al Uniojo a conseguir poder y reconocimiento, decidió enfrentarse a nosotros.

– Una sabia decisión -dijo Sarah, convencida.

– Que le costó la vida y ha estado a punto de borrar para siempre todo lo que quedaba de él en este mundo.

– ¿A qué se refiere?

– Permíteme que te enseñe una cosa -dijo la condesa haciéndole una seña a Cranston, que fue a buscar algo a su compartimiento y se lo alcanzó a Sarah: eran los restos carbonizados de un libro.

La cubierta de piel estaba quemada y el papel, ennegrecido por los tres cantos. Sarah, que no sabía qué quería que hiciera con él, lo abrió. El papel reseco crujió, la piel quemada se rompió y el aliento amargo de un humo frío salió de las hojas, que solo eran legibles y seguían siendo blancas hacia la parte del lomo. Sarah echó inconscientemente una ojeada a un par de líneas y se quedó petrificada.