Conocía aquel libro, igual que había conocido al hombre que lo había escrito…
– La biblioteca desaparecida de Asiria -pronunció el título de la maltrecha obra.
– Así es -corroboró Ludmilla de Czerny-, escrito por Gardiner Kincaid en persona. Se supone que no hay ninguna biblioteca universitaria en la que no se pueda encontrar ese libro. No obstante, este es un ejemplar muy especial, como sin duda podrás comprobar…
Durante un instante, Sarah no supo cómo interpretar el comentario. Luego se apoderó de ella una terrible sospecha.
Con manos de repente temblorosas, abrió las primeras páginas del libro y buscó rápidamente con la mirada algo que, para su espanto, encontró enseguida. Era el sello de la familia Kincaid, lo que significaba ni más ni menos que aquel libro, casi enteramente destrozado, procedía de la biblioteca de Kincaid Manor…
– No -dijo Sarah con voz queda-. No es verdad…
– Kincaid Manor ya no existe -anunció la condesa gélidamente-. Lo único que queda son los restos de muros calcinados.
En la mente de Sarah se formó la imagen de su finca natal devastada y en ruinas, pero su primer pensamiento no se dirigió a los bienes materiales.
– ¿Y mis sirvientes? -preguntó-. ¿El bueno de Trevor…?
– Muertos -aclaró impasible la condesa-. Los que opusieron resistencia, tuvieron que ser eliminados. Por desgracia, todos tus criados se mostraron extremadamente reacios.
– Comprendo -dijo Sarah, que no pudo seguir luchando contra las lágrimas que asomaban a sus ojos-. Algún día pagará por ello -sollozó-, igual que por lo que le ha hecho a Kamal. Si no es en esta vida, será ante el Juez supremo.
– ¿Quién sabe? -replicó la condesa glacialmente y encogiéndose de hombros-. Aquí, en este mundo, cada cual es su propio juez, ¿no?
– ¿Qué pasó con la biblioteca? -preguntó Sarah, contemplando las hojas carbonizadas que tenía en las manos.
– Devorada por las llamas -fue la respuesta lapidaria-. Ese es el destino de las grandes bibliotecas, ¿no lo sabías?
La condesa soltó una sonora carcajada y su voz aguda, casi chillona, embistió como una gran ola a Sarah y amenazó con ahogarla.
Kincaid Manor era lo único que le quedaba: el legado del hombre al que ella había querido más que a nada y al que se lo debía todo. Aunque ya no sabía con certeza si podía llamar padre a Gardiner Kincaid, pensar en aquellos venerables muros y en el saber que se cobijaba entre ellos siempre la había colmado de seguridad y le había brindado consuelo. Ahora, eso también se lo habían arrebatado…
– ¿Por qué? -preguntó, y no se avergonzó de que las lágrimas le rodaran imparables por las mejillas. La proximidad de Hingis, que se le había acercado y le había puesto la mano sobre el hombro para tranquilizarla, tampoco consiguió apaciguarla.
– Para enseñarte con quién estás tratando -dijo la condesa, en un tono sibilante que semejaba el de una víbora-. No existe ningún lugar donde puedas sentirte a salvo, ningún refugio, ninguna escapatoria. O colaboras con nosotros o perderás lo último que significa algo para ti en este mundo.
– Kamal -susurró.
– Exacto. Ya lo ves, nosotros también nos hemos cubierto las espaldas, y a ti no te queda más remedio que cooperar o sufrirás la misma suerte que el viejo Gardiner y perderás la vida absurdamente, como se apaga una vela al viento.
– Eso no me importa. -Sarah se irguió y se mantuvo así con todas sus fuerzas para no concederle también ese triunfo a su adversaria-. Solo quiero tener a Kamal. Le doy mi palabra de que no haré nada que…
– ¿Me tomas por tonta?
– No quiero que le pase nada a Kamal -aseguró Sarah-, y un nuevo viaje lo debilitaría más aún.
– ¿Y qué? -dijo simplemente la condesa.
– Por favor -suplicó Sarah-, no es necesario que lo esconda de mí. Tiene mi palabra de que no haré nada que pudiera perjudicarla a usted ni a sus planes. Sea clemente esta vez…
Para espanto de Friedrich Hingis, Sarah se arrodilló delante de su enemiga y se humilló agachando la cabeza.
– ¡Sarah! -musitó perplejo el suizo. Acababa de ocurrir lo que temía…
– Ya ves -se burló gozosamente la condesa, que había malinterpretado la observación del erudito-, ni siquiera el señor Hingis te cree. Por lo tanto, el juego continúa, y según nuestras reglas.
– No, por favor, no…
– Partirás de expedición desde Salónica para buscar el agua de la vida y traérnosla. Tu pobre Kamal permanecerá mientras tanto en un lugar desconocido, al que no tendrás acceso. ¿Entendido?
– ¿Por qué todo esto? -preguntó Sarah, poniéndose de pie y temblando interiormente de rabia impotente-. ¿Y por qué precisamente yo?
La respuesta de Ludmilla de Czerny fue un nuevo enigma.
– Qué poco sabes -dijo en voz baja- y cuánto te sobreestimas…
Libro Tercero La Hélade
Capítulo 1
Diario de viaje de Sarah Kincaid, anotación posterior
La decisión está tomada. El juego del escondite, que tan difícil se me hacía, ha acabado. Tal vez debería sentirme aliviada, pero no es así. Porque, aunque he planeado cuidadosamente todos los pasos y, como en una partida de ajedrez, he intentado prever el siguiente movimiento de mi contrincante, tengo la sensación de que han vuelto a aprovecharse de mí. No porque mis reflexiones fueran en principio erróneas, sino porque, partiendo de mis propias facultades y posibilidades, no he sido capaz de calibrar ni por asomo la maldad y la determinación de mi contrincante.
A diferencia de la época en que Mortimer Laydon movía los hilos en la sombra y yo no sospechaba lo más mínimo, esta vez estaba preparada para la traición. Al menos intuía que mi supuesta hermana de espíritu no era la aliada que simulaba ser, y aproveché las oportunidades que derivaban de esa suposición. Al seguir los indicios que habían puesto para mí, siendo al mismo tiempo consciente de que algunos podían ser un señuelo para atraerme y obligarme a hacer lo que mis enemigos querían, me creí ilusamente segura, un autoengaño del que he despertado súbitamente y que no puedo sino reprocharme.
¿Realmente creía que podría plantar cara a una organización que lleva miles de años cometiendo excesos? ¿En cuyas redes han caído hombres como Alejandro, César, Napoleón y, no lo olvidemos, también Gardiner Kincaid? ¿Cómo he podido suponer que mi astucia y mi refinamiento podrían medirse ni por asomo con los de esa gente?
Mi plan de utilizar las pistas de la Hermandad para encontrar el remedio para Kamal y luego, tal era mi esperanza, liberarlo de las garras de sus verdugos con la ayuda de Cranston, se ha truncado. Aún más, con Friedrich Hingis, que sigue conmigo como único aliado, me veo expuesta a un poder inconmensurable e invencible. Comienzo a imaginar cómo se sintieron el rey Leónidas y sus hombres en el paso de las Termopilas, en aquel fatídico año 480, la víspera de aquella batalla cuyo desenlace es harto conocido…
16 de octubre de 1884
Hemos dejado atrás Budapest, donde una vez más han desenganchado el vagón de la condesa y lo han acoplado al tren que se dirige al sur; de este modo, el cuerpo mortificado de Kamal tiene un día de prórroga. No obstante, la parte confortable de nuestro viaje finalizará en Semlin, puesto que la falta de un puente eme cruce el Danubio obligará a todos los viajeros a apearse del tren y a cruzar el río en trasbordador para subir luego a otro tren en Belgrado.