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El ambiente a bordo es tenso. La condesa y yo nos evitamos, y con Cranston solo hablo lo necesario sobre cuestiones médicas. Solo Friedrich sigue fiel a mi lado, pero debemos ser precavidos porque las paredes oyen…

17 de octubre de 1884

Belgrado ha quedado atrás, y ante nosotros se extienden los inhóspitos Balcanes, con precipicios y barrancos cubiertos parcialmente de nieve. Si había criticado el estado de las vías húngaras, ahora sé lo que es bueno: aquí, los raíles son viejos y algunos están en un estado tan lamentable que el tren avanza con suma lentitud. Circulan rumores de asaltos armados, que en esta región están a la orden del día, pero curiosamente estoy segura de que por ese lado no nos amenaza ningún peligro.

El vagón en que viajamos es un coche cama de primera generación, de dos ejes y en nada comparable a los del Orient-Express. Debido al poco espacio de que disponemos, he tenido que instalarme en el mismo compartimiento que la doncella de Ludmilla de Czerny, que no parece saber nada de las maquinaciones de su señora. De todos modos, me mantengo alerta y llevo día y noche conmigo el revólver.

Después de pasar por Nis y Vanja, cruzaremos la frontera del Imperio otomano. Los funcionarios turcos tienen la mala fama de trabajar lo justo para cubrir el expediente y de hacerlo con una lentitud mortificante, y temo que no nos dejen pasar. Con dinero se puede resolver todo, pero una mujer no puede acometer el intento de sobornar a un efendi [5].

Así pues, mucho me temo que esa tarea poco agradecida recaerá en mi valeroso Friedrich…

20 de octubre de 1884

Hemos cruzado la frontera…

Una vez más me he visto obligada a presenciar conmocionada cómo el Imperio otomano cruje por todos los resquicios, afligido por el lastre de una Administración corrupta, y una vez más no me extraña que la prensa occidental se refiera a él con la expresión «el hombre enfermo de Europa».

En Uskub desengancharon de nuevo nuestro vagón, y ahora nos encontramos en la recta final hacia Salónica. En esta estación tardía del año, el paisaje pedregoso y escabroso se muestra árido y desolador. Apenas hay poblaciones y, si las hay, tan solo son aldeas pequeñas o granjas cuyos habitantes tienen el mismo aspecto árido y mísero que el paraje. Me cuesta creer que nos acercamos a Grecia, la cuna de la cultura europea, pero al final de este trayecto nos espera la extensa superficie azul del Egeo como un premio lejano que hay que conseguir.

24 de octubre de 1884, anotación posterior

A última hora de la tarde hemos llegado a Salónica, una ciudad portuaria con todas las de la ley. Son incontables las casas que parecen crecer en las laderas situadas alrededor del muelle, superadas en altura por las torres de las iglesias y los minaretes que se elevan a partes iguales en el frío cielo azul y atestiguan el pasado lleno de vicisitudes de la ciudad bajo el dominio de sus distintos gobernantes. En el puerto hay barcos anclados de todos los países: cargueros del Pireo, de Alejandría, de Venecia y de lugares aún más lejanos; barcos de pasajeros que navegan hacia Constantinopla y que pasan por el Bósforo hacia el Mar Negro para llegar a la lejana Crimea; y también fragatas de acero con las que el hombre enfermo del Bósforo intenta mantener su imperio, a punto de caer en el ocaso.

Aunque todavía nos encontramos dentro de las fronteras otomanas, noto la agitación que se ha adueñado de esta zona. La llama de la revuelta, que prendió en Atenas y desde entonces ha sido llevada cada vez más al norte, también parece hallar aquí un terreno abonado, y el domino de los invasores turcos parece tan quebradizo como la muralla que se levantó hace más de cuatrocientos años alrededor de la ciudad y de la que apenas queda nada, excepto la gran torre blanca que mira como un guardián solitario sobre el puerto.

Nuestro guía lleva el característico nombre de Pericles. Es un griego de unos treinta años que me parece experto en la materia y bastante digno de confianza, aunque solo sea porque la Czerny no lo soporta. He despedido a todos los porteadores que ella contrató desde Praga y he buscado a mi propia gente con la ayuda de Pericles. Lo último que desearía sería tener a un espía en mis filas.

El día de la partida ha quedado fijado: el 26 de octubre. El peor momento de este viaje es inminente: la despedida de Kamal…

Hotel Atos, Salónica, tarde del 25 de octubre de 1884

– ¿Kamal?

Como tantas veces en los días y semanas que habían pasado desde aquel fatídico día en Newgate, Sarah se inclinó sobre su amado para besarle la frente y los ojos, y reafirmarle así su cariño. Igual que otros días, esta vez tampoco supo si podía oírla, pero nunca antes lo había deseado tan encarecidamente como en ese momento…

– ¿Entiendes lo que te digo, amor mío? -susurró Sarah para que solo pudiera oírla Kamal y no el doctor Cranston, que se encontraba a su lado en la habitación de hotel y la examinaba con cien ojos.

Un auténtico caballero se habría alejado hasta la ventana y le habría permitido un último instante de privacidad antes de que sus caminos se separaran quizá para siempre. Pero el médico de Bedlam estaba muy lejos de ser un caballero, tal como había constatado Sarah. Por si no bastaba con que no le quitara ojo de encima, en su rostro enjuto se dibujaba una odiosa sonrisa.

Sarah procuró ignorarlo y no dejarse arrebatar a ningún precio ese último instante de intimidad. Las arrugas de enojo desaparecieron de su frente y cedieron paso a una tierna sonrisa mientras contemplaba el rostro de su amado. ¿Se equivocaba o Kamal tenía mejor aspecto que los días anteriores? Sarah se dijo que tal vez se debía a la brisa marina.

Los rasgos de Kamal parecían relajados y menos enrojecidos, y la joven tuvo la sensación de que podía volver a notarle claramente el pulso. Observó amorosa sus rasgos proporcionados y le acarició las mejillas y la frente húmeda antes de volver a besarlo.

– Ahora tengo que irme, amor mío -susurró-, pero nunca te abandonaré, nunca, ¿me oyes? Pase lo que pase; te amo y te prometo que volveré. Encontraré un remedio para tu fiebre y te salvarás. Confía en mí, Kamal, amor mío…

Miró atentamente, casi llena de esperanza, su semblante inmóvil, pero no hubo ninguna reacción. Si tenía que ser sincera consigo misma, había esperado al menos una pequeña señaclass="underline" una aceleración en el pulso, una contracción en los párpados, una perla de sudor o lo que fuera. No exactamente porque quisiera saber si Kamal la había entendido, sino más bien porque se preguntaba si la había perdonado.

En ese aspecto al menos ya no cabía la menor duda: ella y nadie más que ella era el motivo por el que Kamal se encontraba en aquel deplorable estado. Lo habían envenenado únicamente por ella, y por ella tendría que emprender ahora otro viaje a cuyas fatigas quizá no sobreviviría. Quizá, y esa posibilidad le parecía horriblemente real, no volverían a verse nunca…

– Tienes que resistir, ¿me oyes? -lo urgió-. Tienes que resistir y esperar mi regreso, y si es necesario que dé mi vida para salvar la tuya, lo haré. ¿Me has entendido, amor mío?

De nuevo posó una mirada esperanzada en su rostro inmóvil. Las lágrimas le asomaron a los ojos cuando comprendió lo definitivo del momento, se inclinó hacia Kamal y lo besó en la boca entreabierta. Y por un breve instante (¿o tal vez no fue más que una quimera, una fugaz ilusión?), tuvo la impresión de que él respondía a su caricia.