Habían partido de madrugada y habían dejado el campamento a los pies del Tomaros para seguir el valle en dirección suroeste. No muy lejos de un pueblo llamado Trikastro, habían torcido hacia el noroeste y habían proseguido por un sendero que atravesaba unos bosques sombríos y acababa estrechándose tanto que no pudieron continuar a caballo. A partir de allí, Sarah y sus acompañantes avanzaron muy lentamente a través de un bosque espeso que no solo se componía de pinos de diversas clases, sino también de agujas de roca gris.
A medida que avanzaban por el bosque, el murmullo se hizo más fuerte y la curiosidad volvió a unirse a la inquietud de Sarah. A Hingis, que iba justo detrás de la joven tirando del caballo por las riendas, parecía ocurrirle lo mismo. Sarah creyó vislumbrar en su mirada la misma ansia de saber que le había notado en Alejandría. Finalmente, el murmullo se intensificó y se convirtió en un rugido frenético. El bosque se aclaró y, al cabo de unos instantes, Sarah y sus compañeros se encontraron delante de un precipicio.
La pared de roca descendía casi en vertical. El barranco, de entre diez y quince metros de profundidad, estaba flanqueado a ambos lados por roca maciza y contenía agua de montaña de color turquesa. Tan pronto se acumulaba en pequeñas pozas que había excavado en la piedra como formaba remolinos espumosos o caía en cascadas, tan pronto desaparecía por completo entre las paredes de roca de la quebrada, que a menudo solo se distanciaban unos pocos metros, como aparecía de nuevo un trecho más abajo y luego desaparecía otra vez.
– Stená Achéronia llamamos a este trozo del río -comentó Pericles-, las gargantas del Aqueronte.
Estaban al borde del barranco, jadeando por la fatigosa ascensión y contemplando el espectáculo natural. Incluso los muleros, que normalmente se mantenían en la retaguardia, se acercaron para ver el origen del imponente murmullo.
– Es increíble -dijo Hingis señalando al fondo, donde el agua levantaba espuma y borbollones-. El agua se ha abierto camino a tanta profundidad entre las rocas que a veces apenas se la ve.
– En efecto -corroboró Sarah-. Por eso en la Antigüedad muchos creían que este barranco era la entrada del Hades.
– Vigilada por Cerbero -añadió Hingis-, un can con tres cabezas que exhalaba azufre, tenía una cola de serpiente letal, garras mortales y cuyas babas eran venenosas.
– Arketá -dijo Pericles, haciendo un gesto de rechazo con la mano-. No quería tanto saber.
– Tranquilo -aseguró Sarah-, solo es una leyenda.
– ¿Ah, sí? -preguntó Hingis, dedicándole una mirada desafiante de reojo-. ¿Quién afirmaba que toda leyenda entraña un fondo de verdad? ¿Era acertada su teoría o no?
– Muy pronto lo averiguaremos -contestó Sarah con determinación, y volvió hacia su caballo para coger la cuerda que llevaba sujeta a la silla.
– ¿Qué va hacer? -preguntó Pericles.
– Bajaré al barranco con la cuerda para inspeccionarlo -anunció Sarah.
– Ni pensar -rehusó el guía sin rodeos-. No arriesga vida sin necesidad. Ahí abajo, nada.
– Entonces, tampoco habrá nada que pueda ser peligroso, ¿no? -preguntó Sarah mientras se disponía a atar un extremo de la cuerda a un árbol cercano.
Sacó de una alforja un frasco pequeño de cristal y tapado con un corcho que pensaba utilizar para recoger una muestra de agua. Solo para ir sobre seguro…
– No buena idea -insistió Pericles.
– Tal vez -admitió Sarah-. Pero tengo que bajar. Tengo que saber qué ocurre con esas cuevas. Y quiero saber si esa agua se diferencia del agua normal de montaña.
– Entonces va otro -propuso el macedonio.
– Por desgracia, yo no puedo -dijo Hingis mirándose la prótesis.
– Está disculpado -aseguró Sarah sonriendo comprensiva-. Ya ha hecho más de lo podía esperar de usted.
– Endáxei -gruñó Pericles-, entonces yo voy.
– No tienes que hacerlo.
– Pero quiero. Yo, responsable de su seguridad, lady Kincaid, por eso usted paga.
– Pero yo…
– Insisto, Sarah -dijo también Hingis-. No me agrada la idea de verla bajar por este precipicio.
Sarah dudó y miró a uno y a otro.
– De acuerdo -aceptó finalmente.
– ¿Espera aquí?
Sarah asintió moviendo la cabeza.
– Muy bien. Pericles no defrauda -aseguró el guía, que empezó a prepararse para el descenso.
Equipado con guantes de cuero, un farol y el frasco para la muestra en el cinturón, inició finalmente el peligroso descenso, que lo conduciría en picado hacia las profundidades después de bajar por el borde del precipicio.
Durante un rato, Sarah y sus acompañantes aún pudieron verlo desde arriba; luego desapareció por debajo de un saliente de roca. Poco después, la tensión de la cuerda aflojó, lo cual debía de significar que Pericles había llegado al fondo del barranco. Inquieta y expectante, Sarah se preguntaba qué encontraría allí…
Intentó comunicarse con él a gritos, pero el murmullo del río lo hacía imposible. Por lo tanto, no le quedó más remedio que esperar a que el guía regresara.
Pasó una hora larga, y Sarah y Hingis estaban cada vez más preocupados. Sin embargo, la cuerda volvió a tensarse entonces de repente y la conocida silueta del macedonio se perfiló en la neblina que flotaba sobre el lecho del río. Pericles trepaba ágilmente por la cuerda. Hingis le tendió la mano ilesa y, poco después, el macedonio se encaramó por el borde del precipicio.
Respiraba agitadamente y tenía la ropa empapada, pero Sarah comprobó con alivio que, aparte de algún rasguño que debía de haberse producido al rozar con la roca áspera, el guía estaba indemne.
– ¿Y bien? -preguntó llena de curiosidad después de que el macedonio hubiera recuperado un poco el aliento.
– Nada -contestó meneando la cabeza-. Canales oscuros por donde agua baja.
– ¿Y no ha notado nada… especial?
De nuevo meneó la cabeza.
– A un lado, agua entra; al otro, sale. Eso es todo.
– Comprendo -dijo Sarah, que no pudo ocultar completamente su decepción-. ¿Y el agua?
Sin decir nada, Pericles le acercó el frasco, frío al tacto y lleno a rebosar de un líquido turbio: agua de montaña que arrastraba arena y otras partículas minúsculas.
– Parece de lo más normal -señaló Hingis.
– En efecto -confirmó abatida Sarah.
Mediante el equipo que llevaba consigo, al atardecer examinaría más exhaustivamente el agua, pero dudaba que descubriera algo más de lo que podía reconocerse a primera vista, es decir, que se trataba de agua totalmente normal. De un río normal…
– ¿Contenta? -preguntó Pericles, cuyas miradas oscilaban entre Sarah y Hingis y estaba claro que no sabía qué pensar del asunto. Sarah se dijo que probablemente pensaba que eran dos europeos chiflados del norte que perseguían una quimera, y posiblemente tenía razón…
– Desgraciadamente, no -replicó-. Tendremos que seguir buscando. Un poco más al sur se encuentran las «fuentes del Aqueronte», fuentes de agua dulce que se creía que nacían en el Hades.
– ¿Y usted piensa que…?
– Espero -Sarah se expresó con cautela- que nuestros indicios no nos hayan engañado y encontremos algo que confirme mi teoría.
– ¿Y si equivoca?
Sarah se mordió los labios.
– Aún no hemos llegado a ese extremo -respondió con evasivas, dio media vuelta y regresó hacia su caballo.
Entonces se dio cuenta de que los muleros cuchicheaban entre ellos en su lengua. Al cabo de unos instantes, se entabló una fuerte discusión que pareció enemistar a los hombres y que no concluyó hasta que Pericles hizo valer a gritos su autoridad.