– Algo así me imaginaba. En los últimos días se han ido poniendo cada vez más nerviosos.
– Pericles también tiene miedo. Le preocupa que nuestra misión perturbe el equilibrio del cosmos y que los dioses del antiguo mundo se enfurezcan con nosotros.
– ¿No creerá usted en esas supersticiones?
– ¿Quiere saber qué creo realmente?
– Por supuesto.
– Creo que el pobre Pericles ha expresado a su manera las mismas reflexiones que usted me planteó, ¿sabe a qué me refiero?
– Ciertamente -asintió Hingis.
– Es posible que estas gentes sean sencillas y simples, pero, tal vez precisamente por ello, conservan un instinto que yo perdí hace tiempo.
– Sé a qué se refiere -constató Hingis, y Sarah apreció una vez más cuánto había cambiado el suizo. Porque el Friedrich Hingis que ella había conocido hacía más de dos años y medio en la Sorbona de París, aquel que había hecho trizas las teorías de Gardiner Kincaid, habría aprovechado cualquier oportunidad para señalar que él tenía razón desde el principio y ella estaba equivocada…
Durante un buen rato, Sarah contempló pensativa el fuego, de donde le llegaba un calor agradable, mientras que empezaba a sentir frío en la espalda a pesar de la pelliza forrada de piel. Luego desvió la mirada y la dirigió, interrogativa, a Hingis.
– ¿Cree que acometemos una misión perdida? -preguntó-. ¿Tal vez incluso una misión prohibida?
El hecho de que Hingis se tomara un tiempo para replicar demostraba que él también había sopesado la pregunta pero aún no había encontrado una respuesta concluyente.
– Permítame que lo exprese de la siguiente manera, Sarah -dijo finalmente-: desde que la Hermandad del Uniojo se cruzó en su camino, usted ha descifrado enigmas que, no sin razón, habían permanecido ocultos a los ojos de la humanidad durante milenios. No sé qué persiguen esos criminales, pero allí donde había agua de la vida siempre se encontraba cerca el elixir de la muerte. Probablemente no puede obtenerse una cosa sin la otra, y me aterra la idea de lo que la Hermandad podría ocasionar con ello. Soy su amigo, Sarah, y la apoyaré con todas mis fuerzas, pero si en algún momento me da la impresión de este asunto escapa de control, haré todo lo posible por destruir el elixir.
– ¿Es ese el motivo por el que quiso participar sin falta en la expedición? El verdadero motivo, quiero decir.
– Como ya le he dicho, Sarah, soy su amigo. Pero Alejandría me enseñó que a veces no basta con ser un compañero de confianza y un colaborador leal. A veces hay que erigirse en conciencia.
– ¿Y usted quiere ser mi conciencia? -preguntó Sarah.
– Igual que su padre fue la mía -confirmó Hingis sonriendo-. Únicamente pagaré una deuda. Pero, hasta entonces, haré todo lo posible para que usted y Kamal…
Se interrumpió al oír un crujido entre los matorrales. Empuñando el Colt, Sarah miró en la dirección de donde procedía el ruido, pero las llamas que había estado contemplando la habían deslumbrado y no vio más que manchas claras y oscuras.
– ¿Pericles? -preguntó a media voz.
No solo no obtuvo respuesta, sino que de pronto se hizo un silencio total. Incluso las voces apagadas de los muleros, que siempre se quedaban un poco aparte con los animales, habían enmudecido, igual que los bufidos de los caballos. Solo se oía el murmullo del río.
– ¿Pericles? -preguntó Sarah de nuevo mientras apuntaba con el arma y la amartillaba. Hingis también cogió su fusil y lo empuñó-. ¿Eres tú…?
El ruido se repitió, los matorrales se separaron y apareció el macedonio, aunque no como Sarah y Hingis esperaban. Pericles tenía el semblante blanco como la cera y avanzaba con las manos en alto. De la espesura salieron más figuras, todas con un fez rojo y uniforme azul del ejército turco, ¡y lo apuntaban con sus fusiles!
– ¿Qué significa esto? -se acaloró Sarah, que se levantó de inmediato.
Hingis, que también se había puesto en pie, le pidió que se tranquilizara.
En el claro aparecieron aún más hombres de uniforme. Habían cogido también por sorpresa a los muleros y los habían desarmado antes de que pudieran ofrecer ni pizca de resistencia. Y, finalmente, también llevaron al claro a Alexis, que por lo visto había intentado esconderse entre las matas.
El superior de los soldados, un oficial esbelto y de rasgos duros, que llevaba un abrigo largo hasta las rodillas y bordado con cenefas orientales, gritó algo a Sarah y a Hingis. Ninguno de los dos entendió lo que decía, pero el tono era inequívoco.
Los dos intercambiaron una larga mirada y luego bajaron las armas. En vista de la superioridad numérica del enemigo, resistirse habría sido un auténtico suicidio.
Acto seguido, dos soldados se apresuraron a acercárseles, les quitaron las armas y los llevaron con los otros a punta de carabina.
– Kakó -señaló Pericles con mirada afligida.
– ¿Quiénes son? -preguntó Hingis.
– Patrulla fronteriza. Creen que yo colaborador y ustedes espías extranjeros.
– Eso es ridículo. -El suizo, que normalmente siempre se controlaba, se acaloró y se dispuso a sacar de su abrigo el salvoconducto. Media docena de fusiles, que lo apuntaron en posición de tiro, se lo impidieron-. Pericles -dijo Hingis con voz temblorosa-, ¿serías tan amable de explicarles a estos señores…?
El guía pronunció unas palabras en turco y acto seguido el oficial se plantó delante de Hingis y rebuscó en sus bolsillos. Dio con la carpeta forrada en piel que contenía el documento expedido en Salónica. La sacó, la abrió y observó el contenido esbozando una sonrisa irónica.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Sarah.
El capitán le dedicó una mirada despectiva mientras se acariciaba la poblada barba. Luego volvió a cerrar la carpeta… y la tiró sin vacilar al fuego.
– ¡No! -gritó Hingis, espantado-. ¡No puede hacer eso! Usted…
Las carabinas de los soldados lo hicieron callar de inmediato.
– Por lo que parece -comentó Sarah mirando compungida hacia las llamas-, nuestro salvoconducto acaba de ser declarado nulo.
El capitán pronunció unas palabras que Pericles se encargó de traducir.
– Dice no reconoce documento y todos presos. Va a llevarnos a Ioánnina para comprobación.
– No tenemos tiempo para esa tontería -descartó Sarah-. Dígale que se equivoca. Que no somos espías.
Pericles tradujo, pero, evidentemente, el turco no se mostró demasiado impresionado. Repitió lo que había dicho antes, aunque en voz más alta y pertinaz.
– Insiste. Todos presos.
– ¿Con qué pretexto? ¿Porque somos espías?
– Lady Kincaid, hombre como él no necesita pretexto. Manda aquí. Derecho del más fuerte.
– Comprendo. -Sarah se mordió los labios. No podían volver a Ioánnina. Ese rodeo les costaría tres días, por no hablar del tiempo que pasarían en los calabozos turcos. Sarah no quería regresar cuando quizá estaban muy cerca del objetivo…
– Pregúntale qué quiere -le indicó a Pericles.
– ¿Tengo que preguntar que…? -La miró inseguro-. Pero, lady Kincaid, yo ya dije a usted que…
– Ya lo sé -dijo la joven enérgicamente-. Vamos, pregúntale.
El macedonio se volvió titubeando hacia el capitán y tradujo. Las cejas oscuras del oficial casi se unieron al fruncir este el ceño. Sacando pecho y con las manos cruzadas a la espalda, se acercó a Sarah y la examinó entornando los ojos. Luego hizo una sola pregunta, muy breve.
– Quiere saber qué tiene -tradujo Pericles, sorprendido.
– Dile que le daré cien libras británicas -contestó Sarah con voz gélida, aguantando la mirada del capitán-. Es más que suficiente.
Pericles volvió a traducir y el oficial entornó aún más los ojos. Sin perder tiempo, metió la mano derecha, que llevaba enguantada, en los bolsillos de la pelliza y del chaleco de Sarah y los registró. Sarah soportó aquel aborrecible contacto sin parpadear: teniendo en cuenta las armas cargadas que la apuntaban, no le quedaba más remedio. Cuando el capitán retiró la mano, sujetaba una cadena de oro de la que colgaba un reloj de bolsillo.