¡El cronómetro de Gardiner Kincaid!
Sarah se esforzó en que no se le notara cuánto la contrariaba aquello. El reloj era la última posesión material que le quedaba del viejo Gardiner. Kincaid Manor había sido destruido y, con él, todos sus enseres y los tesoros del saber. Solo le quedaba aquella pieza, pero si ayudaba a salvar a Kamal, Sarah también se desprendería de ella…
– ¿Hay trato? -inquirió la joven, que estaba segura de que la pregunta se entendería sin necesidad de traducción.
El oficial examinó el reloj por todas partes, lo abrió y se lo acercó al oído. Asintiendo satisfecho con la cabeza, lo hizo desaparecer en el bolsillo de su abrigo y murmuró algo.
– Dice vale para liberación pronto, pero nos lleva -tradujo Pericles.
– ¡Ese no era el trato! -resolló Sarah cerrando los puños. Ante la rabia que de repente le corría por las venas, se olvidó por un momento de los fusiles.
– No trato de usted -puntualizó Pericles con un tono de voz que indicaba que él no había esperado otra cosa-, pero trato de él. Yo avisar, lady Kincaid.
– ¡Pero yo no quiero ir a Ioánnina! -bramó Sarah-. Estoy llevando a cabo una misión urgente y no tengo tiempo para bobadas. Soy ciudadana británica y no tengo nada que ver con esta desventurada guerra. Vamos, ¡díselo a ese estafador codicioso!
Pericles le dirigió una mirada plagada de dudas, como si quisiera cerciorarse de que realmente hablaba en serio. Luego hizo la traducción. El hecho de que el capitán abriera cada vez más los ojos y su semblante enrojeciera permitía deducir que el macedonio repetía textualmente lo que Sarah le había encargado traducir. El oficial se volvió bruscamente y, en vez de enfrascarse en una discusión, dio una serie de órdenes con voz ronca a sus subordinados, que estos ejecutaron prestos.
– Kakó -gritó Pericles repetidamente-. Kakó…
Mientras algunos soldados apuntaban a los prisioneros, los demás se les acercaron para atarlos con gruesas cuerdas. Sarah y Hingis se quejaron a voces y fueron amordazados. Sarah sintió náuseas cuando le pusieron en la boca una astilla podrida y se la anudaron con un pañuelo sucio. Entonces enmudeció y, a partir de ese momento, lo único que se oyó en el claro del bosque fue el chisporroteo del fuego y las risas jactanciosas del oficial, que contemplaba a la luz de las llamas su nuevo reloj de bolsillo y disfrutaba del brillo del oro.
Capítulo 4
Diario de viaje de Sarah Kincaid, anotación posterior
Recuerdo perfectamente el día en que mi vida iba a tomar un nuevo rumbo.
Después de que lo hubiera acompañado durante unos años en sus viajes de investigación por todo el globo, Gardiner Kincaid decidió que había llegado la hora de que yo recibiera una educación conforme a mi condición social, como él la llamaba, y de que me instruyeran en todas las cosas que se esperaban de una joven de casa buena. La inevitable consecuencia de esa decisión fue que me inscribió en la Escuela Kingsley para señoritas de Londres.
Yo me rebelé en contra desde lo más profundo de mi ser. No quería quedarme en Inglaterra ni aprender cosas que no me serían útiles en una vida como la que imaginaba, que transcurriría en lugares lejanos y remotos. Si el viejo Gardiner me había concedido hasta entonces casi todos mis deseos, aquella vez se mantuvo inflexible, firmemente convencido de que actuaba por mi bien.
Las palabras que pronunció vuelven a resonar en mis oídos ante los recientes sucesos: «Sarah -dijo- algún día comprenderás que a veces es mejor someterse que rebelarse. Una rama que se empeña en oponerse al viento se romperá. En cambio, la hierba flexible resistirá la tormenta más intensa».
A veces desearía haber hecho caso más a menudo de ese consejo…
Los soldados no se habían tomado la molestia de plantar su propio campamento y utilizaban el de la expedición. En tanto que el capitán y su sargento se refugiaban en las tiendas donde antes se albergaban Sarah y Hingis, los prisioneros tuvieron que pasar la noche al aire libre como los soldados rasos. Sin embargo, en tanto que estos últimos tenían al menos mantas de lana para protegerse del frío de la noche, los prisioneros pronto empezaron a sentirse helados, y el único medio para combatir el frío consistió en arrimarse como solían hacer los rebaños en las noches de niebla en el lejano Yorkshire.
Puesto que la mordaza le impedía hablar, Friedrich Hingis se disculpó con una mirada avergonzada al pegarse más a Sarah. La joven le indicó con un movimiento de cabeza que no le diera más vueltas. Probablemente, ninguno de ellos sobreviviría la noche que se avecinaba si no renunciaban a alguna que otra formalidad…
Solo dos soldados vigilaban el campamento. Los demás estaban sentados junto al fuego, jugando a los dados y zampándose el guiso de Alexis. Sarah fue dándose cuenta paulatinamente de por qué los habían apresado. Seguramente en ningún momento se había tratado de arrestarlos por espionaje, sino de encontrar una excusa para incautarles los bienes y las provisiones.
Qué glorioso, pensó con acritud mientras notaba que la humedad del suelo le subía por debajo de la ropa y se le metía en los huesos.
A la luz trémula del fuego, se examinó por enésima vez las muñecas atadas. Intentó aflojar las cuerdas retorciendo las palmas de las manos: en vano. Al menos en ese aspecto, los soldados conocían su oficio.
¿Qué ocurriría?
Probablemente los encerrarían en la prisión de la fortaleza de Ioánnina. Sarah ya había disfrutado de las bendiciones de las mazmorras otomanas en Alejandría y no sentía ningún deseo de repetir la experiencia. Posiblemente accederían en algún momento a su exigencia de extender un escrito a la embajada británica de Constantinopla y, al cabo de un tiempo, quizá incluso se mostrarían dispuestos a liberarla a ella y a sus acompañantes. Sin embargo, una cosa era más que segura…
Kamal ya no seguiría con vida…
La desesperación se apoderó de Sarah y le anegó los ojos de lágrimas. Pero su tristeza no se debía solo a Kamal, sino también a los que la acompañaban en aquella expedición. Estaba harta de que la gente sufriera por su culpa y maldijo a la condesa y a aquella hermandad criminal que la habían vuelto a obligar a asumir aquel papel. Pero ni su desesperación ni su rabia desvalida podían cambiar el hecho de que eran prisioneros y tenían las manos atadas, esto último, en el sentido literal de la expresión.
Imaginó a Kamal inmóvil en su litera y recordó la promesa que le había hecho. Tal como estaban las cosas, no podría cumplirla. Quizá su destino era defraudar y herir a aquellos a quienes amaba.
Sarah estaba tan absorta en sus pensamientos que no se dio cuenta de que alguien se había acercado a ella. No fue hasta después que vio las botas sucias y el uniforme oscuro y, al levantar la vista, el rostro barbudo de un sargento turco.
El suboficial dijo unas palabras después de plantarse desparracado delante de ella. Incluso sin la traducción de Pericles, Sarah percibió que estaban cargadas de burla y de indecencia.
Se quedó sin saber qué había dicho exactamente aquel tipo, pero la reacción de sus subordinados, que, sentados junto al fuego, contestaron a aquellas palabras con groseras risotadas, fue más que elocuente. Sarah intentó ignorar al sargento, pero este no pensaba conformarse con eso.