– Eres muy amable -afirmó Sarah-, pero sé cuidarme…
– Arketá! -resolló el macedonio, y aquello sonó tan definitivo que Sarah no se atrevió a replicar.
De todos modos, las cosas no habían ido como había planeado. La expedición estaba arruinada, tres de sus subordinados habían encontrado la muerte y cabía cuestionarse que Hingis siguiera con vida. Quizá sería mejor hacer caso a Pericles…
– De acuerdo -dijo-. Pero tan pronto como descubramos lo que queremos, volverás a buscar a Hingis.
– Endáxei -replicó encogiéndose de hombros-. Cogemos lo que podemos usar. Luego vamos deprisa.
Sarah asintió y regresaron juntos al lugar del terror. Ni rastro de los caballos ni de las mulas: eran lo que más les interesaba conseguir los salteadores. Entre lo que había quedado, apenas había algo que fuera de utilidad. Aun así, la joven encontró una brújula, unas cuantas hojas de papel en blanco y carboncillos, así como algunas cajas de cerillas que, contra viento y marea, se habían conservado secas. Todos los mapas y los libros que se encontraban en su equipaje eran inservibles y tampoco habían dejado provisiones. Tendrían que aprovisionarse en alguna de las aldeas ribereñas del Aqueronte.
Cuando iban salir del claro, Sarah recordó algo y volvió atrás. No muy lejos de donde los habían atado, encontró el cadáver del capitán. Le habían arrancado el cuchillo del pecho, donde ahora se abría una herida sangrienta. Sarah se arrodilló y registró los bolsillos del abrigo de su uniforme, que estaba empapado en sangre. No tardó mucho en encontrar lo que buscaba. Suspirando aliviada, sacó la cadena de oro de la que colgaba el reloj de bolsillo de Gardiner Kincaid.
Cuando, esbozando una sonrisa torva, se disponía a guardar aquel objeto heredado y marcharse, se fijó en que el reloj se había parado justo a la hora en que habían asaltado el campamento. El entendimiento le dijo que el reloj seguramente se había estropeado al golpear contra el suelo. Pero a su corazón le pareció que el reloj se negaba a seguir ofreciéndole sus servicios. Recordó que el capitán le había robado, pero luego la había protegido de las impertinencias del sargento. Tomando una decisión repentina, separó el cronómetro de la cadena, que quizá podría serle útil como objeto de intercambio, y volvió a meter el reloj en el bolsillo del oficial.
– Gracias -murmuró.
Luego se levantó y fue tras Pericles atravesando la espesa maleza y siguiendo el murmullo del río.
Capítulo 6
Diario de viaje de Sarah Kincaid
Seguimos el curso del Aqueronte. Al otro lado de los profundos despeñaderos que se abren a los pies del Tomaros, el río se ensancha y se dirige hacia terrenos más apacibles y hacia el sector que recibe el nombre de «fuentes del Aqueronte». Si bien, según la leyenda, allí no hay ninguna entrada a los infiernos, el agua que mana procede de afluentes subterráneos del Hades y tiene una composición peculiar.
Qué no daría por disponer todavía de mi laboratorio en miniatura: ¡con su ayuda podría comprobar fácilmente el contenido de verdad que entrañan esas afirmaciones! Sin embargo, puesto que me han despojado de tal posibilidad, no nos queda más remedio que seguir el curso el río y mantener los ojos bien abiertos con todo lo que nos llame en cierto modo la atención. Avanzamos en dirección suroeste y nos acercamos a la llanura que se extiende hasta el mar y donde está situada la laguna Aquerusia…
6 de noviembre
A falta de caballos, hemos hecho de la capa un sayo y le hemos comprado un bote a un pescador que vive en la ribera del río: una barca vieja y carcomida que seguramente no está en condiciones de llevar a su tripulación a alta mar, pero que a nosotros nos rinde un servicio eficaz.
Llevados por la corriente, avanzamos muy deprisa. Ya puedo ver en la lejanía, entre las copas rojizas y anaranjadas de los árboles, la superficie brillante y azul de la laguna, a la que llegaremos antes de que caiga la noche. En su extremo oeste se encuentra el pueblo de Mesopotamos, cerca del cual se supone que se hallan las ruinas de la antigua ciudad de Éfira. Nuestro objetivo es buscar y encontrar el oráculo de los muertos, que quizá nos dará las respuestas que hemos buscado en vano hasta ahora…
Laguna Aquerusia, 7 de noviembre de 1884
Al alba, la quilla de la barca llegó a la orilla oeste de la laguna y tocó fondo entre crujidos.
Sarah y Pericles habían subido a la embarcación con las primeras luces del día y habían cruzado la gran superficie de agua que se extendía en medio de la llanura y parecía un gran espejo reluciente. El tono gris de las nubes y el azul gélido del cielo se reflejaban en la laguna, rodeados por el color marrón salpicado de rojo de los árboles y el blanco lejano de las montañas. Sobre el agua se levantaba la bruma, que avanzaba formando retazos de un blanco lechoso y caía sobre la orilla como un manto lúgubre. Además, reinaba un silencio fantasmagórico; ni siquiera se oía el gorjeo de los pájaros. Sarah pensó que así había imaginado siempre la entrada del Hades…
Recordaba muy bien las historias que su padre le había contado cuando aún era una niña: leyendas de grandes héroes que se habían enfrentado a los horrores de los infiernos para liberar a sus amadas o pedir consejo a las sombras del más allá. Sarah era incapaz de explicar por qué esas historias siempre la habían fascinado tanto. Había algo en ellas que la cautivaba misteriosamente.
Un campo de ruinas, inabarcable con la vista y cubierto de hierbas y maleza, se extendía un buen trecho tierra adentro: los restos de una población antigua. Pocas piedras se mantenían en su sitio; allá se alzaban los miserables escombros de unos muros antaño orgullosos, aquí despuntaba una torre cuadrada con robustas almenas que había sido remozada en la Edad Media y probablemente había servido de atalaya. Aparte de eso, de aquella población antaño admirable solo quedaban sillares y fragmentos de columnas desmoronados y entremezclados.
«Así pues, estas son las ruinas de Éfira», pensó Sarah.
Había leído que en la época clásica la ciudad estaba justo en la orilla. La creciente desecación había provocado que la laguna fuera cada vez más y más pequeña. Probablemente, algún día ni siquiera existiría. Éfira no se contaba entre las ciudades Estado grandes e importantes de la antigua Grecia. Lo que la había dado a conocer a todo el mundo helénico era el oráculo de la muerte, que supuestamente había sido construido por un arquitecto llamado Fidipos, artífice también de la ciudad. Asimismo, se afirmaba que este era descendiente del gran Heracles, el héroe que según la mitología había sido envenenado con agua del Aqueronte.
Esas aparentes casualidades habían despertado el interés de Sarah y la habían llevado a tomar la decisión de buscar en el mundo real lo que otros consideraban una simple leyenda…
– ¿Está segura que este lugar? -preguntó Pericles poco convencido.
Habían dejado la barca en la orilla y subían por la colina a cuyos pies había estado situada la antigua población. La voz del guía se oyó extraña y sorda en la niebla; se notaba que aquel lugar no le agradaba.
– Creo que sí -asintió Sarah. Pero si prefieres dar la vuelta…
– Ochi -dijo meneando la cabeza y agarró con fuerza la cuerda que habían comprado con el bote y que llevaba sobre los hombros-. Yo quedo.
– Como quieras -aceptó Sarah.
– ¿Dónde está antes oráculo de muertos?
– No lo sé.
– ¿No sabe?
El guía se detuvo, atónito.
– No -contestó Sarah meneando la cabeza-. Nunca se han realizado excavaciones por aquí.