Sarah tuvo que reprimir un grito triunfal. ¡Seguro que aquello era la verdadera entrada a los infiernos!
Se metió sin vacilar en el pozo, que también disponía de peldaños labrados en la pared, y comenzó el descenso. Calculó que aquel pozo era unas dos veces más profundo que el primero. Desembocaba en un pasadizo que bajaba en diagonal. La mano del hombre había colaborado solo en parte en arrancarlo de la roca; básicamente parecía de origen natural.
Sujetando la antorcha con cuidado para que la luz no la cegara, Sarah recorrió la galería, que solo en algunos puntos era lo bastante alta para caminar de pie. Incluso agachada debía tener cuidado para no chocar con la cabeza contra las numerosas irregularidades del techo.
Al entrar en aquella construcción subterránea, Sarah se había desorientado y no sabía qué dirección seguía la galería. Se metió la mano en el bolsillo, sacó la brújula que había recogido en el campamento y esperó a que la aguja se estabilizara. Si el indicador era fiable y la roca circundante no contenía vetas de hierro, la galería conducía hacia el norte, lo cual significaba que pasaba por debajo de la laguna que se nutría del Aqueronte. Sarah no sabía si aquello significaba algo, pero ardía en deseos de averiguar el misterio que en aquellos momentos estaba más cerca de ella que nunca.
Continuó adentrándose en la galería, que describía una ligera curva hacia la izquierda y cuyo final seguía sin verse a la luz trémula de la antorcha. Prosiguió valerosa la marcha hasta que, de repente, oyó un ruido. Sarah no alcanzó a distinguir de que se trataba, pero sonaba a chirridos y rozaduras, acompañados por ligeros chasquidos.
Siguió avanzando con cautela y de pronto tuvo la sensación de que las paredes de la galería se movían. La luz de la antorcha alumbró algo tornasolado que pululaba por allí a miles y no solo cubría las paredes, sino también el techo y el suelo.
Eran bichos de unos cinco centímetros de largo, que se movían sobre ocho patas, tenían unas pinzas de aspecto amenazador y una cola encorvada en cuyo extremo destacaba un peligroso aguijón.
Escorpiones.
No unos cuantos, sino cientos.
Sarah reprimió el asco que la embargó. Cuanto más se acercaba, más claramente podía ver los pequeños cuerpos de coraza negra que se arrastraban a diestro y siniestro y parecían salir de una hendidura que había en la roca y las escupía a centenares. No paraban de caer bichos del techo, que luego se disolvían en el nutrido ejército que pululaba por el suelo y volvían a trepar por las paredes a modo extravagante telón que subía y bajaba sin cesar: un cortinaje macabro…
Pericles avanzaba lentamente a causa de la corriente. Cerca del lugar donde el Aqueronte confluía en la laguna, puso rumbo hacia la orilla y saltó a tierra. Escondió el bote debajo de unas ramas que colgaban bajas, subió por el terraplén y se dirigió hacia el noroeste a través del bosque. Si seguía el curso del río, regresaría a la zona donde se había perdido el rastro del suizo.
Estaba pensando de nuevo en su casa cuando los chillidos y el aleteo de algunos pájaros lo arrancaron súbitamente de sus pensamientos. Pericles se detuvo en seco y vio que los animales levantaban el vuelo nerviosos por encima de los árboles. Algo los había espantado…
El macedonio permaneció inmóvil y aguzó el oído un momento. Al no oír ningún ruido sospechoso, continuó avanzando lentamente y mirando atento a su alrededor.
De repente, una rotura de ramas por encima de él, un gruñido y una sombra fugaz. Pericles se volvió rápidamente y se vio frente a un personaje con uniforme azul que lo apuntaba con un fusil. Con una maldición en los labios, el macedonio se dispuso a dar media vuelta para huir, pero no consumó el movimiento porque de pronto salieron más hombres uniformados de la espesura, que lo amenazaban con sus armas cargadas y hacían que cualquier tentativa de huida fuera absurda. Levantó las manos para indicar que no ofrecería resistencia.
La maleza volvió a abrirse y apareció un hombre alto vestido con el uniforme lleno de adornos de un coronel turco. Con el ceño fruncido, examinó a Pericles de la cabeza a los pies.
– ¿Dónde está? -preguntó en mal turco.
– ¿Quién? -preguntó a su vez Pericles.
– Sarah Kincaid -contestó el oficial, y el macedonio supo que nunca más volvería a ver a su esposa y a sus hijos.
Sarah se preguntó estremecida si también había habido escorpiones allí en la época clásica.
Probablemente los habían llevado para espantar a cualquiera que se hubiera adentrado en la galería sin mucho entusiasmo. La joven tenía muy claro que debía superar aquella barrera si quería descubrir el misterio y se consoló pensando en las botas resistentes y en la pelliza de piel de equino con que iba equipada. No quiso ni imaginarse lo que aquello había significado para los habitantes de la antigua Grecia, que raras veces llevaban algo más que una túnica y sandalias. Por el momento, procuró no pensar en el veneno de los escorpiones.
Intentó apartar los escorpiones sosteniendo la antorcha muy cerca del suelo, pero los bichos ni se inmutaron. Así pues, no le quedaba más remedio que hacer de tripas corazón, encoger la cabeza entre los hombros y correr.
Le costó horrores. Se obligó a pensar en Kamal y en los errores que había cometido y que no quería repetir de ningún modo, y echó a correr.
Fue terrible.
Durante unos instantes no vio más que bichos arrastrándose y oyó cómo algunos acababan aplastados por las suelas de sus botas. Un escorpión cayó del techo y fue a parar al cuello de su pelliza; Sarah lo agarró con un rápido movimiento de mano y lo arrojó lejos.
Un instante después, todo había pasado.
Estremecida por el miedo y el asco, Sarah corrió unos pasos más mientras daba manotazos a su alrededor. Se descubrió dos escorpiones en la pernera derecha, se los sacudió y los pisó. Cuando estuvo segura de que no tenía más bichos encima, se tranquilizó y su respiración entrecortada volvió a normalizarse.
Echando una última ojeada a aquella barrera, que Sarah se vio obligada a reconocer que había sido más mental que física, siguió su camino a través de la galería. Mientras se preguntaba con temor qué sería lo próximo que la esperaba, sus pies toparon con un obstáculo. Se detuvo y sujetó la antorcha de modo que iluminara el suelo.
Sarah tuvo que controlarse para no proferir un grito. Ya había visto restos mortales humanos en muchas ocasiones, pero aquellos presentaban un estado terrorífico. El esqueleto, que Sarah identificó como el de un hombre por el tamaño y la corpulencia, se había conservado entero y yacía boca abajo en el suelo, con la cabeza mirando hacia la salida: teniendo en cuenta la postura de las extremidades, se habría podido conjeturar que aquel hombre había intentado salir de la galería arrastrándose a gatas. ¿Qué le habría ocurrido? Sarah pensó que tal vez se había herido. O tal vez había encontrado al final de la galería algo que…
Un sonido sordo le llegó de repente desde la oscuridad incierta que reinaba más allá de la luz de la antorcha.
Sonaba como los gruñidos de los chuchos que rondaban por el barrio londinense de East End y que, hambrientos como estaban, incluso atacaban a la gente: mendigos, borrachos o niños, a los que consideraban presas fáciles. Un instante después, Sarah creyó ver realmente un par de ojos amarillentos y brillantes en la oscuridad.
¿Era posible? ¡Pues claro que no! Solo podía ser una ilusión óptica, un reflejo de la luz de la antorcha, un…
¡Los ojos se movían!
Oscilaban a un lado y a otro, se abrían como platos por un momento y, al momento siguiente, se entornaban hasta casi cerrarse. Súbitamente se les añadió otro par de ojos, acompañado por un nuevo gruñido hostil y, luego, ¡un tercero!