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Le quemaba la garganta y tenía la lengua hinchada, con lo cual le costaba hablar, aunque estaba en condiciones de decir algo.

– ¡Está bien! -exclamó Hingis, y en un gesto que solo podía disculparse por la desbordante alegría, se inclinó sobre ella y le dio un beso en la mejilla-. ¡Está bien…!

Sarah cerró los ojos.

Fue volviendo en sí paulatinamente y los recuerdos regresaron poco a poco a su mente. El oráculo de Efira…, el pozo hacia las profundidades…, la entrada al otro mundo…

– He… he visto a Cerbero -murmuró, y en el semblante de Hingis volvió a reflejarse la preocupación.

– ¿A Cerbero? -preguntó, temiendo que Sarah hubiera perdido el juicio.

– Un espejismo -afirmó la joven, y entonces se le iluminó el rostro-. He encontrado la fuente de la vida…

– Lo sé -aseguró el suizo.

– El agua, ¿dónde…?

– Aquí -la tranquilizó Hingis señalando la cantimplora que estaba junto al camastro-. No se preocupe, todo está en orden.

– Pero… ¿cómo he llegado hasta aquí?

Sarah miró asombrada a su alrededor y vio unas paredes toscas de piedra y un techo sencillo. La puerta y las contraventanas estaban cerradas. Un farol emitía una luz macilenta.

Lo último que Sarah recordaba era el lago subterráneo. Se acordaba de que se había arrodillado para llenar la cantimplora; luego, sus recuerdos se tornaban imprecisos y vagos. Sabía que, probablemente a consecuencia de los vapores tóxicos que impregnaban el aire, había tenido visiones y había sido incapaz de distinguir lo real de lo irreal. Pero si intentaba evocar detalles, el martilleo aumentaba en su cabeza hasta el punto de interrumpir cualquier razonamiento. Era como si su conciencia se defendiera con todas sus fuerzas para no volver a ver aquellas ilusiones ópticas. Sarah gimió y se tocó las sienes.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó Hingis.

Sarah asintió y el suizo le acercó a los labios una cantimplora con agua fresca.

– Beba -le ordenó-. Tiene que eliminar el veneno de su cuerpo.

Sarah obedeció y, aunque no le apetecía, bebió. Sin embargo, los ánimos parecieron despertar un poco con aquel trago. Seguro que se había desmayado a causa de los vapores y Hingis la había salvado.

– Gracias -susurró.

– De nada -contestó el suizo sonriendo.

De pronto se dio cuenta de que la presencia de Hingis debería sorprenderla tanto como el hecho de seguir viva. Al fin y al cabo, lo habían perdido en la huida y, si era sincera consigo misma, no había albergado muchas esperanzas de volver a verlo con vida.

– Y usted ¿cómo…? Quiero decir…

– Aquella noche, me rozó una bala cuando huíamos -explicó Hingis, señalando una venda improvisada que llevaba en el brazo derecho-. Una bala perdida.

– ¿Por qué no dijo nada? -murmuró Sarah-. O gritó al menos…

– Porque quería que usted se pusiera a salvo -contestó simplemente el suizo.

– Muy noble por su parte.

– Tal vez, pero probablemente también bastante estúpido. -En su semblante pálido se dibujó una sonrisa-. Pasé el resto de la noche en la oquedad de un árbol muerto, donde estuve a punto de morir de frío. Gracias a Dios, pronto recibí ayuda.

– Pericles, ¿verdad? -preguntó Sarah.

– No -dijo Hingis meneando la cabeza, y una sombra se deslizó por su semblante y le borró la sonrisa-. Pericles está muerto.

– ¿Qué? -se sobresaltó Sarah.

– Encontramos su cadáver al regresar del oráculo. Tenía la cara y el cuerpo plagado de quemaduras. Alguien lo torturó atrozmente antes de pegarle un tiro.

Sarah cerró los ojos y evocó mentalmente la imagen del valiente macedonio que la había ayudado tan lealmente. Sarah le había ordenado regresar para no poner en peligro su vida y, por lo visto, con ello había sellado su destino. Su esposa y sus hijos lo esperarían en vano…

Tenía ganas de llorar, pero no podía. Era como si se le hubieran secado las lágrimas por todas las atrocidades de las que habían sido testigos y las penalidades que habían sufrido. En cambio, la invadió una ira indescriptible.

– ¿Quién? -inquirió-. ¿Quién lo ha hecho? ¿Turcos o griegos?

– Turcos -contestó Hingis-. Por eso hemos decidido escondernos en este mísero cobijo hasta que caiga la noche. Nos pisan los talones.

Sarah se dio cuenta de que Hingis hablaba en plural.

– ¿Hemos?… -preguntó enarcando las cejas.

– No estaba solo -reconoció Hingis con franqueza-. Ni cuando encontré a Pericles ni al salvarla a usted. El mérito de sacarla de aquella gruta sombría y de salvarle la vida le corresponde a otro.

– ¿A quién?

– Fui yo.

La respuesta llegó desde el otro lado del farol. Una silueta oscura y robusta se acercó al lecho de Sarah, que de improviso vio el rostro desfigurado por las quemaduras de su misterioso aliado con un solo ojo.

– Está vivo -constató aliviada-. Ha sobrevivido al salto del tren.

– Así es -asintió el cíclope, que tenía que agachar la cabeza para poder estar de pie en la cabaña-. Sin embargo, no es fácil seguirle el rastro, lady Kincaid. Más de una vez pensé que le había perdido la pista. Pero finalmente he llegado hasta usted.

– Gracias -dijo Sarah sonriendo.

– No se precipite en dármelas. No la seguía únicamente para salvarla, sino también para hacer algo que usted no hubiera querido o no hubiera podido hacer.

– ¿A qué se refiere?

– Me he encargado de secar para siempre la fuente de la vida, lady Kincaid -contestó el cíclope quedamente-. He volado el pozo.

– ¿Qué? -Sarah lo miró aterrorizada-. ¡Pero si acababa de descubrirla! Escondía una gran fuerza, grandes secretos…

– … que el otro bando podía usar en su provecho -añadió Hingis, que parecía aliviado con aquel desenlace-. ¿Recuerda la conversación que tuvimos en el tren?

– Pues claro que la recuerdo -aseguró Sarah-. Pero si destruimos todos los logros del pasado, no seremos mejores que la condesa y sus compinches.

– La Hermandad trata de apoderarse del saber de tiempos antiguos para su propio beneficio -explicó el cíclope-. Nosotros, en cambio, nos encargamos de que no caiga en las manos equivocadas.

– Pero Kamal…

– Hay suficiente para que Kamal se restablezca -aseguró Hingis señalando la cantimplora que estaba junto al lecho de Sarah-. Nunca quisimos más, ¿o ya lo ha olvidado? ¿Se ha apoderado de usted también la ambición?

Sarah negó con la cabeza.

Sus compañeros tenían razón. Era mejor cerrar para siempre el acceso a la fuente de la vida que arriesgarse a que se convirtiera en un medio de destrucción en manos de la Hermandad…

– Entonces -dijo dirigiéndose de nuevo a su misterioso protector- me ha salvado la vida por segunda vez. Y ni siquiera sé cómo se llama.

– Polifemo.

– ¿Bromea?

– Yo nunca bromeo, lady Kincaid -respondió el cíclope.

Sarah pudo examinar por primera vez detalladamente el rostro del titán. En su semblante creyó vislumbrar cierta tristeza, la mirada de su único ojo revelaba un dolor muy profundo…

– Entonces, Polifemo, le doy las gracias de todo corazón -dijo Sarah quedamente-. Y también le pido perdón por lo que le hice.

– No importa.

– ¿Cómo puede decir eso? Yo soy la responsable de esas cicatrices y, en vez de guardarme rencor, me salva varias veces la vida y me protege.

– Es mi misión -se limitó a contestar el cíclope-. Nací para eso.

– ¿Para protegerme? -Sarah frunció el ceño.

– A usted y a los suyos -confirmó Polifemo.

– Pero… ¿quién le ha encargado esa misión? -preguntó Sarah con asombro.