– ¿De verdad no lo sabe?
– ¿Lo preguntaría si lo supiera?
– Lady Kincaid -contestó el cíclope, acercándose más a ella para que solo le hiciera falta susurrar la respuesta-. Fue usted misma.
– ¿Yo?
– Así es.
– Pero ¿cómo…? Quiero decir…
Las miradas de Sarah oscilaban confusas entre el cíclope y Friedrich Hingis, que parecía tan sorprendido como ella por aquella revelación. ¿Decía la verdad el titán? Al fin y al cabo le había salvado la vida dos veces, con lo que no había motivo para dudar de sus palabras. Pero, si era como él decía, ¿por qué ella no sabía nada?
Solo existía una respuesta posible.
La época oscura…
– ¿Cuántos años tenía entonces? -preguntó Sarah con cautela.
– No muchos -contestó Polifemo, confirmando con ello su suposición-. Aún era una niña.
– Pero, entonces… ¿Cómo…?
Sarah no sabía qué decir. Millones de preguntas se agolparon en su mente. Toda la vida había intentado descorrer la cortina del olvido y averiguar qué había ocurrido en su pasado. Ahora estaba por primera vez ante alguien que había sido testigo de aquellos primeros años.
Aunque el viejo Gardiner le había hablado de su niñez, ella siempre había tenido la sensación de que le ocultaba algo. Ahora le surgía la oportunidad de obtener respuestas a algunas preguntas que, en su fuero interno, siempre se había hecho, sobre todo la que Mortimer Laydon también le había planteado en Newgate. Incluso arrastrado por la locura, Laydon había sabido que esa era la cuestión que más conmocionaba a Sarah.
La cuestión de su identidad…
– ¿De verdad no lo recuerda? -preguntó Polifemo, y en su voz se percibía el desencanto, como si se acabara de frustrar una esperanza que había albergado hasta el final.
– No -admitió Sarah en un susurro.
– Entonces es cierto lo que dicen.
– ¿Quién dice qué? -preguntó Sarah-. ¿De quién habla? ¿Qué significa todo esto?
– Descanse un poco más -dijo el cíclope cambiando de tema-. Partiremos tan pronto como se haga de noche. ¿Se siente con fuerzas para proseguir el viaje?
– Por supuesto -aseguró Sarah, que se incorporó en su lecho provisional, que consistía en una manta de lana y un jergón de paja. Silenció a propósito el hecho de que se sentía completamente agotada y que le daba la impresión de que la cabeza le estallaría-. Pero no ha contestado a mi pregunta. ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué está usted aquí? ¿Qué significa todo esto?
– ¿Usted qué cree?
Sarah soltó un resoplido.
– Como si importara algo lo que yo crea o deje de creer…
– Las creencias siempre importan, lady Kincaid. Junto con el amor, forman el poder más fuerte sobre la Tierra. Sus enemigos lo saben y han sacado partido de ese conocimiento. Se ha orquestado una conspiración cuyas raíces se remontan a milenios atrás y, sin quererlo o incluso sin saberlo, usted se ha convertido en el centro de interés.
– ¿Yo? -preguntó Sarah, que había dejado de poner en duda las palabras del cíclope. No obtendría respuestas si no estaba dispuesta a darles crédito-. ¿Por qué yo precisamente?
– Porque era la única capaz de encontrar la fuente de la vida y conseguir el elixir.
– Tonterías -descartó Sarah-. Tampoco ha sido tan difícil.
– Porque la intuición le ha señalado el camino -afirmó convencido Polifemo-. Hubo otros que buscaron la fuente de la vida y no la encontraron nunca porque no tenían sus conocimientos ni su experiencia.
Sarah meditó. ¿Había sabido realmente en su fuero interno dónde se encontraba el pozo oculto? Al menos, eso explicaría la aparición de aquel enigmático monje que le había señalado el camino.
– Pero eso significaría que… que yo ya había estado en la fuente de la vida -concluyó.
– ¿Conoce la historia de Inanna y Tammuz? -preguntó el cíclope.
– No mucho -admitió Sarah-. Sé que eran dioses del panteón sumerio, pero…
– Tammuz era el amante de Inanna -intervino Hingis, a ojos vista más experto que ella en mitología oriental-. Inanna era la diosa de la fertilidad y de la guerra, y Tammuz, dios de la tierra y de la naturaleza, velaba los bosques y los campos. Por motivos que no recuerdo, Inanna emprendió un viaje a los infiernos del que estuvo a punto de no regresar. Tammuz ocupó su lugar para salvarla.
– Cierto -confirmó Polifemo. Mientras Hingis hablaba, había mantenido el ojo cerrado como si pudiera verlo todo mentalmente-. Para salvar a Inanna, Tammuz le dio el agua de la vida y la diosa pudo regresar a su mundo.
– Una bonita historia -afirmó Sarah-. ¿Y qué tiene que ver conmigo?
– Esa historia -contestó el cíclope- es la respuesta a su pregunta. El raciocinio y sus conocimientos le han indicado el camino hacia la fuente de la vida. Pero el último paso, el decisivo, lo han dado por usted sus recuerdos.
– ¿Y eso significa…? -preguntó Sarah, aunque intuía que la respuesta la aterraría.
– Hace mucho que lo sabe -dijo el cíclope quedamente, y le dirigió una mirada penetrante desde su único ojo-. Usted es Inanna.
Sarah no tuvo tiempo de alterarse por esa revelación, irracional a más no poder, ni siquiera de sorprenderse, porque, cuando Polifemo acababa de pronunciarla, los acontecimientos se precipitaron.
La tranca carcomida que cerraba la cabaña se partió estrepitosamente y la puerta se abrió con violencia. Irrumpieron varios hombres que llevaban el fez rojo y el uniforme azul de las tropas otomanas y les apuntaron con sus fusiles Remington.
– ¡Quietos!
A pesar de la advertencia, Sarah se incorporó, y Polifemo y Hingis se volvieron. El cíclope se llevó la mano a la capa, debajo de la cual guardaba el puñal en forma de hoz, pero desistió al verse encañonado por los fusiles, que parecían ansiosos por escupir su plomo. Lo desarmaron rápidamente, prendieron a sus compañeros y los empujaron fuera de la cabaña, también a Sarah, a la que habían obligado a levantarse y a quien le costó lo suyo mantenerse en pie al dar los primeros pasos.
Fuera hacía un frío atroz. A juzgar por el rumor que se oía, estaban cerca del río. Por lo visto, Polifemo había cargado un buen trecho a Sarah mientras estaba inconsciente.
Aún no había caído la noche, pero ya oscurecía. En el cielo se divisaban algunas franjas rojizas y violáceas que amenazaban lluvia inminente. Una espesa arboleda rodeaba la sencilla morada de pastores que había hecho las veces de refugio a Sarah y sus compañeros. Delante se habían apostado dos docenas de soldados turcos, todos a caballo. Su visión descorazonó a la joven. No tenían la menor posibilidad frente a semejante superioridad numérica…
Les ordenaron alinearse delante de la cabaña y Sarah temió que quisieran establecer ejemplo con ellos y los fusilaran aplicando la ley marcial. Sin embargo, los soldados se hicieron entonces a un lado y abrieron paso a su oficial, un coronel otomano que llevaba una casaca azul que no solo mostraba los típicos arabescos, sino que también lucía unas charreteras doradas.
– Tally-ho! Por fin hemos dado caza al zorro…
Sarah se quedó pasmada al oír aquella voz, que no hablaba en turco, sino en un inglés sin acento y que le resultaba muy familiar. Llena de incredulidad, levantó la vista y, detrás de la barba postiza y del falso color de aquella tez, reconoció el conocidísimo rostro de…
– Cranston -masculló.
– Muy bien -asintió el médico-. Me ha reconocido a pesar del disfraz.
– El hedor a podrido le ha delatado.
– Qué encantadora -dijo él, sonriendo con ironía.
– ¿Por qué ha venido? -le preguntó Hingis, airado-. ¿Qué hace aquí? ¿Por qué no está cuidando a su paciente en vez de montar estúpidas mascaradas?