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– En absoluto -negó el médico meneando la cabeza-. Pero he comprendido algo de lo que usted no parece ser consciente a pesar de su célebre sagacidad.

– ¿Y qué es? -preguntó Sarah resollando.

– Que esa gente tiene mucho más poder del que podamos imaginar. Muy pronto dominarán el orbe entero, Sarah, y no se puede regatear con los futuros amos del mundo.

Dicho esto, hizo girar a su caballo y lo espoleó.

Sarah se quedó atrás en silencio. Y dio las gracias porque en ese momento se puso a llover y las gotas que le caían en la cara disimularon las lágrimas amargas que le rodaban por las mejillas formando un reguero zigzagueante.

Capítulo 11

Diario de viaje de Sarah Kincaid, anotación posterior

El viaje continúa. Nuestros verdugos espolean a los caballos y solo descansan lo justo para que se recuperen los animales o ellos mismos. Sigue lloviendo y el camino de tierra se ha convertido en un lodazal, por lo que avanzamos más despacio que ayer.

Con todo, proseguimos la marcha hacia el este entre las cumbres blancas del Lakmos, al norte, y las de los Atamanes, al sur. Cruzando un puerto de montaña que secciona como un cuchillo la cordillera, hemos llegado a la vasta llanura de Tesalia, que se extiende ante nosotros a la pálida luz del atardecer. A la izquierda, limita con unas paredes de roca enormes que se elevan centenares de metros y parecen haber sido esculpidas en la montaña por la mano de un titán.

A los pies de esos colosos de piedra se arropa una espesa arboleda, que ya ha adoptado los tonos otoñales. Sin embargo, contra todas las leyes de la naturaleza, pueden verse unos muros de color ocre y unos tejados rojos en lo alto de las cúspides peladas: unos edificios suspendidos en el aire que fueron construidos hace mucho tiempo.

Los monasterios de Meteora…

Al mirar el semblante de Cranston, veo una sonrisa de confianza y empiezo a sospechar cuál es el destino de nuestro viaje…

Meteoro, Tesalia, 9 de noviembre de 1884

– ¿Y bien?

El semblante pálido de Ludmilla de Czerny estaba tenso. Miraba fijamente el rostro inmóvil y consumido por la fiebre de Kamal Ben Nara, y esperaba una reacción.

El mensajero había llegado hacía rato y le había entregado la cantimplora con el agua. Costaba creer que aquella sustancia poco llamativa y turbia tuviera propiedades extraordinarias, pero la condesa había aprendido a relegar las dudas. Para ella era creíble lo que hacía justicia a sus derechos.

Y tenía más de un derecho que reclamar…

Sus dedos cubiertos de anillos volvieron a acercar a los labios de Kamal el tubo de ensayo que había llenado con parte del agua y vertieron las últimas gotas en su garganta, esperando impaciente un cambio.

Y se produjo.

Cuando el tórax de Kamal Ben Nara se hinchó y, por primera vez después de muchas semanas, no respiró débil y apagadamente, sino profunda y sonoramente, la condesa supo que su superior no se había equivocado. En un gesto silencioso de triunfo, cerró el puño con tanta fuerza que el tubo de ensayo se rompió y los añicos causaron cortes en la palma de su blanca mano.

Ludmilla de Czerny apenas se dio cuenta.

Miraba hechizada el rostro de Kamal, al que de pronto pareció volver la vida. No fue, como la condesa esperaba, una curación milagrosa que lo sanara instantáneamente, pero se notaba que la fiebre había comenzado a remitir. El semblante de Kamal se relajó y su tórax subía y bajaba con una respiración regular. Abrió la boca y se humedeció los labios con la lengua. De manera inexplicable, ya no parecía un moribundo, sino alguien que se encontraba en fase de mejoría. Los músculos de su rostro se movían, y ya no se trataba de contracciones involuntarias, sino de la gesticulación de alguien que despierta paulatinamente de un profundo sueño.

La condesa no se apartó de su lado.

Si hubiera sido por Cranston, él también habría presenciado ese proceso memorable, por interés científico, había dicho. Pero ella no juzgó necesario tener al medicastro a su lado. A sus ojos, Cranston era un criado, una herramienta útil, nada más. Si él contaba con que tenía perspectivas de ascender en la jerarquía de la organización, era cosa suya. Ella, Ludmilla de Czerny, tenía un puesto fijo en el nuevo orden…

Una sonrisa cargada de dulzura se deslizó por su semblante pálido y la condesa se quitó las dos horquillas que le recogían el cabello. La melena rubia y suelta le ondeó sobre los hombros y la hizo resplandecer de belleza juvenil. Se inclinó sobre Kamal y lo besó suavemente, primero en la frente, luego en los ojos y, finalmente, en los labios.

– Despierta -le susurró, y el rostro del durmiente se movió de nuevo.

Le acarició cariñosamente el semblante barbudo y le apartó un mechón de pelo de la frente, y fue ese contacto lo que lo hizo volver en sí. Kamal Ben Nara regresó igual que un náufrago que ha pasado semanas en el mar y ya ha perdido la esperanza de ver de nuevo la costa de su tierra.

Respirando profundamente, abrió los ojos y vio el rostro encantador de Ludmilla de Czerny. La sonrisa de aquella mujer parecía prometer la felicidad absoluta, sus lágrimas, todo el gozo del mundo, y su belleza, toda la seducción.

– Bienvenido, amor mío -susurró la condesa.

– Ya hemos llegado.

Fue al atardecer del segundo día cuando Horace Cranston hizo la señal liberadora. Hacía horas que Sarah sabía adonde conducía el viaje, pero, casi inexplicablemente, le daba lo mismo.

¿Qué importaba adonde la llevaban? Todo, lo había perdido todo; ya no vislumbraba ninguna esperanza. Solo le quedaba la rabia, una ira irrefrenable que se le concentraba en el abdomen y que casi creía notar físicamente. Seguía teniendo náuseas, pero apenas les hacía caso. Lo poco que los hombres de Cranston le habían dado de comer los dos días anteriores, básicamente pan duro, lo había vomitado enseguida, para regocijo de la jauría.

Se sentía miserable de un modo que jamás había experimentado. El dolor por la muerte de Hingis y la pérdida del agua de la vida, que significaba la última esperanza para Kamal, habían sido demasiado para ella. Montaba hundida a lomos de su caballo y no le importaba lo que le ocurriera.

El convoy se detuvo a los pies de un imponente farallón que se alzaba en la llanura. Sobre sus cabezas, en lo alto de las rocas de color ceniciento que se estiraban en el cielo encapotado y atravesado por vetas de un rojo candente, se distinguían las adustas siluetas de unas cuantas torres: se trataba de uno de aquellos monasterios que se habían construido suspendidos en el aire en el siglo XIV y a los que la gente de los alrededores habían bautizado con el nombre de meteora.

Rocas colgantes…

Existían un total de veintitrés monasterios semejantes, que abarcaban aquellas tierras desde las cimas peladas de las montañas. Para no ser molestados y poder dedicarse con toda el alma a la contemplación, algunos monjes habían optado por ese exilio voluntario que les permitía estar más cerca del cielo. Pero, evidentemente, los monasterios de Meteora también habían sido un escondite ideal.

Después de que los monjes fueran abandonando sus solitarias residencias, se habían convertido en refugio de fugitivos de la justicia y de salteadores de caminos, y los guerrilleros griegos los habían utilizado de base durante las luchas por Tesalia. Por lo visto, la Hermandad del Uniojo también había descubierto las ventajas que ofrecía un lugar tan retirado y prácticamente inexpugnable.

– Está impresionada -señaló con una sonrisa burlona Cranston, que había detenido su caballo junto a ella.

Sarah negó con la cabeza.

– Espere y verá -le recomendó displicente el médico-. Pronto estará muy impresionada…