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Al final del corredor llegaron a una puerta que daba al hueco de una escalera. Subieron al primer piso, donde se hallaba el refectorio del antiguo monasterio, el lugar donde los monjes acudían para celebrar las comidas y las reuniones, y que constituía, junto con la iglesia, el centro de todo el convento.

El refectorio era una sala amplia y de techo bajo, comparativamente, soportado por vigas de madera oscuras. Tenía ventanas en tres laterales, dos de las cuales daban a patios interiores, en tanto que la tercera miraba hacia el abismo que se extendía más allá de los muros del monasterio. Sarah se fijó en que había empezado a llover. La tierra se cubrió con un manto gris y un fuerte viento sacudía el cristal de las ventanas.

El refectorio estaba amueblado con una larga mesa rodeada de sillas, que parecía muy antigua. En un extremo había una silla más alta, adornada con tallas preciosas, que antiguamente ocupaba el abad.

Cuando los prisioneros entraron en el refectorio se sorprendieron al ver sentada en aquella silla a una persona que parecía esperarlos…

– Bienvenidos a Meteora -saludó Ludmilla de Czerny con una sonrisa falsa-. Volvemos a vernos, ¿no?

– Es obvio -contestó únicamente Sarah.

– ¿Qué opinas de nuestro escondite? -preguntó la condesa.

– Diría que encaja muy bien con usted.

– Dicen que los monasterios de Meteora fueron construidos en tiempos remotos con la ayuda de dragones que estaban al servicio de los monjes y los subieron por las paredes de roca -explicó imperturbable la condesa.

– Bueno -dijo Sarah, mordaz-, por lo visto, uno de esos dragones ha sobrevivido todo este tiempo, ¿no?

Aunque el comentario iba por ella, Ludmilla de Czerny soltó una sonora carcajada que, sin embargo, sonó un poco forzada.

– Despotrica cuanto quieras, hermana -replicó-. Eso no cambia el hecho de que yo he ganado.

– ¿Dónde está Kamal? -inquirió Sarah.

– Adivina -dijo la condesa con sarcasmo.

– No tengo ganas de jueguecitos -masculló Sarah-. Habíamos hecho un trato…

– ¡Que tú rompiste al destruir la fuente de la vida! -exclamó Ludmilla, que se levantó enfurecida.

– No fue ella. -Polifemo dejó oír su voz, esforzándose por erguir su cuerpo encorvado-. Fui yo. La culpa es mía.

– De ti ya me ocuparé a su debido tiempo, traidor -le comunicó secamente-. Por si no bastaba con que hubieras engañado a la Hermandad y te hubieras vuelto contra ella, has matado a uno de tus hermanos.

– ¿Y? -replicó Polifemo, con más pena que despecho en la voz-. Para él fue una liberación. Mejor muerto que ser un eterno esclavo.

– Deberías pensar en esas palabras cuando te arrojemos por el precipicio -contestó la condesa hostilmente-. Mereces morir diez veces. El único motivo por el que aún sigues con vida es…

Se interrumpió como si en ese mismo instante hubiera sido consciente de que debía preservar un secreto. Su enfado se esfumó y se transformó en una amplia sonrisa, tan forzada como malévola.

– Habéis hecho todo lo posible por desbaratar nuestros planes, pero no lo habéis conseguido. Y ahora somos nosotros los que tenemos en nuestro poder el agua de la vida.

– El agua de la vida era para Kamal -protestó Sarah-. Es su única esperanza de curación.

– Era su única esperanza de curación -puntualizó la condesa con voz ronca.

– ¿Significa eso que…? -se oyó decir Sarah.

– Vive -contestó Ludmilla de Czerny, aparentemente sin emoción alguna-. Se encuentra en fase de mejoría.

– Pero ¿cómo…?

– Has interpretado mal nuestras intenciones desde el principio -señaló la condesa-. Matar a Kamal nunca formó parte de nuestros planes.

– Vive -murmuró Sarah, que apenas podía contener su dicha en ese momento-. Está bien…

– En efecto.

– ¿Dónde está?

– No muy lejos.

– ¿Aquí? ¿En el monasterio?

– Es posible.

– Quiero verlo -exigió Sarah-. ¡Ahora mismo!

– Después -rehusó la condesa-. Puede que te cueste comprenderlo, pero tú no impones las reglas, las impongo yo. Y yo digo que verás al príncipe de tus sueños cuando yo lo permita.

– Pero yo…

– ¡Después! -vociferó la condesa, ahogándole la voz, y sus ojos esmeralda brillaron como si quisieran fulminarla con la mirada.

– ¡Víbora! -masculló Sarah.

– ¿Tú me llamas víbora? -Ludmilla de Czerny enarcó sus finas cejas-. Precisamente tú, que te has creído con derecho a la mentira y la traición. Pero esta vez tus intrigas no surtirán efecto porque, para llevar a cabo nuestros planes, no necesitamos más elixir de la vida del que contiene la cantimplora.

– ¿Qué planes? -inquirió Sarah-. ¿Qué se proponen hacer con el elixir? ¿Pretenden sacarle partido utilizándolo como pócima mortal, igual que hizo antiguamente Arsínoe?

– Arsínoe -repitió la condesa-. Es divertido lo poco que sabes. Y también es espantoso. Gardiner Kincaid fue un mal maestro.

– Fue el mejor maestro que nadie pueda imaginar -contestó Sarah con determinación.

– Entonces me pregunto por qué no te habló de las cuestiones importantes -comentó la condesa con lengua afilada, y Sarah no conocía la respuesta a esa pregunta-. Es evidente que sigues sin comprender que nunca ha existido más elixir que este, que no hay uno que da la vida y otro que la arrebata.

– ¿Cómo es posible? -preguntó Sarah-. Algunas personas murieron después de haber bebido…

– Cierto. Con la primera toma se cae en una parálisis parecida a la muerte, pero no se pierde la vida. Una fiebre misteriosa se apodera del cuerpo y del espíritu, y solo puede curarse tomando el agua de nuevo.

– ¿Por qué iba nadie a hacer eso?

– Muy sencillo, porque tomar el elixir brinda el don de la profecía. Se empiezan a ver cosas que ocurrieron en el pasado o que podrían ocurrir algún día, en un futuro lejano.

– ¿De eso se trataba? -preguntó incrédula Sarah-. Quieren utilizar el elixir para ver el futuro…

La condesa no dio a entender si la suposición de Sarah era acertada.

– El don tiene un precio -prosiguió impasible-. Porque quien toma el elixir de la vida renace en cierto modo y, como consecuencia, no recuerda nada de lo ocurrido antes de su curación. ¿Te suena?

– La época oscura -dijo inconscientemente Sarah, espantada, pues en ese momento comenzó a intuir por qué no podía recordar nada de su temprana infancia…

– Vaya. -La condesa frunció los labios fingiendo aprobación-. Empiezas a utilizar la cabeza. Tú también caíste en aquella parálisis, Sarah Kincaid, y te curaste al tomar el elixir, con el resultado de que no podías recordar nada de lo que había ocurrido hasta entonces.

– ¿Qué… significa eso? -preguntó confundida Sarah.

Por muy consternada que se sintiera viendo que su enemiga conocía su secreto más íntimo, estaba mucho más espantada por lo que eso podía significar en relación a Kamal…

– ¿Tú qué crees? Yo te lo diré: significa que el príncipe de tus sueños no recuerda nada desde que despertó. No sabe cuál es su origen ni se acuerda de lo que sucedió en La Sombra de Thot… Y tú, hermana, solo eres una desconocida para él.

– ¡No! -gritó Sarah horrorizada.

– No sabe nada de ti ni de lo que ocurrió entre vosotros. Y nos hemos ocupado de que no quedara nada que pudiera refrescarle la memoria.

– ¿Por eso destruyeron Kincaid Manor?

– Exacto.

– Por lo visto -murmuró Sarah, estremecida- han pensado en todo. Pero su plan no saldrá bien -añadió con terquedad.