– ¿No? ¿Y por qué no?
– Puede que la época oscura impida que Kamal se acuerde de mí -dijo convencida Sarah-, pero recordará lo que sentía.
– Claro -admitió la condesa-. Pero el pobre Kamal, cómo lo diría, curiosamente se ha dejado llevar por la idea de que yo soy la mujer por la que alberga toda esa pasión.
– ¿Qué? -gimió Sarah.
– Muy sencillo, hermana -la informó, mirándola con desdén-. Kamal ya no es tu amante, sino el mío. Y gracias al elixir que tú has conseguido, cree que siempre ha sido así.
– ¡No! -exclamó Sarah, horrorizada, sacudiendo la cabeza y tirando con furia de sus ataduras-. ¡No es verdad! No puede ser…
– ¿Ya lo has olvidado? Cuando tú despertaste de la fiebre oscura, tampoco recordabas nada. Atemorizada e insegura, estuviste dispuesta a reconocer a tu padre en el primer desconocido que te abrió su corazón, y el viejo Gardiner Kincaid era tanto tu padre como Kamal mi amor. Pero ¿a quién le interesa la verdad cuando hay sentimientos en juego? La gente cree lo que quiere creer, así ha sido siempre, ¿no?
La condesa echó atrás la cabeza y soltó una carcajada tan sonora que retumbó en el techo de baja altura. Sarah, en cambio, notó que la sangre le bajaba a los talones y de repente le costó horrores mantenerse en pie. Luchó con todas sus fuerzas contra el desvanecimiento que amenazaba con apoderarse de ella.
A una orden de Ludmilla de Czerny, los guardianes se acercaron, agarraron a los dos prisioneros y se los llevaron hacia un destino incierto.
Capítulo 12
Diario de viaje de Sarah Kincaid
Tercer día de encierro.
La espera se me hace insoportable. Me han dejado el diario, aunque seguramente no por magnanimidad. Mis enemigos aspiran a humillarme una vez más. Dejándome el diario, me obligan a enfrentarme a la situación, y puedo afirmar con toda la razón que jamás en la vida me he sentido tan miserable y vacía como estos días.
Me lo han quitado todo.
A mi padre, y en dos sentidos: no solo arrebatándole la vida a Gardiner Kincaid, sino también sembrando en mi corazón las odiosas dudas que no quieren verlo como padre amoroso, sino como un mentiroso descarado.
Mis posesiones, destruyendo Kincaid Manor y todo lo que se encontraba entre sus muros.
Mi trabajo, porque sin el tesoro del saber reunido en la biblioteca de los Kincaid no me siento en condiciones de seguir con mis investigaciones arqueológicas.
Y, finalmente, también a mi amado…
Lo que siento en lo más hondo de mi ser no se puede definir con sentimientos como el dolor y la pena. Es un vacío tan profundo y terrible que me horroriza. Todo parece carecer de sentido, me han arrebatado cualquier motivo para vivir. Mi derrota es absoluta, en tanto que mis enemigos celebran su triunfo, y no dejo de preguntarme cómo han podido llegar tan lejos las cosas.
Al principio creí controlarlo todo; me mentí a mí misma al pensar que podía utilizar al otro bando con la misma habilidad y falta de escrúpulos con que ellos me habían utilizado a mí antes… Y todo para acabar teniendo que admitir decepcionada que me estaba engañando. He jugado con fuego y he obrado contra mis convicciones; he hecho caso omiso de advertencias que me hacían por mi bien, y ahora pago por ello…
Meteora, madrugada del 11 de noviembre de 1884
Su calabozo era oscuro, frío y había corriente de aire.
En la época de esplendor del monasterio, el pequeño edificio coronado por una cúpula y adosado al refectorio por la cara oeste había sido una capilla dedicada al patrón del convento, donde se celebraban sencillas misas. Esa época quedaba muy atrás.
Los objetos de valor habían desaparecido de la capilla y los frescos del ábside y de la cúpula estaban destruidos, igual que los ventanales, cegados con tablas de madera clavadas de cualquier manera. Las ranuras, algunas de un dedo de ancho, que quedaban entre las tablas dejaban entrar un poco la luz del sol, de modo que la cámara estaba parcamente iluminada de día; pero las rendijas tenían la pega de que el viento silbaba por ellas y, de noche, transformaba el calabozo de Sarah en una gélida mazmorra. La joven estaba acurrucada en el suelo, cogiéndose las piernas con los brazos y helada de frío. Los mareos no habían cesado en los tres días anteriores; al contrario, habían ido en aumento. Sarah se sentía débil y extenuada, y le resultaba impensable dormir con aquel frío y los aullidos del viento, mientras no muy lejos de allí su enemiga seducía a su amado. Su único consuelo era que Kamal estaba vivo y se encontraba bien. Prefería saberlo en brazos de otra mujer que verlo postrado en cama, enfermo y agonizante. En ese sentido, y ahí radicaba la ironía de los recientes acontecimientos, la búsqueda de la fuente de la vida había sido coronada por el éxito. ¡A qué precio!
A la mente de Sarah acudían, alternándose, los rostros de Pericles y de Friedrich Hingis, que habían perdido la vida en la búsqueda de aquel último gran misterio que ahora se hallaba en manos del enemigo. Sarah había vuelto a perder y sus enemigos habían triunfado.
¿Era ese su destino?
La joven ansiaba que saliera el sol. Según el almanaque de su diario, era San Martín, patrón de los que practicaban el ascetismo.
Muy adecuado, pensó Sarah con amargura. Entonces un grito rompió el silencio de la noche. Un alarido cargado de dolor y suplicio, que penetró en Sarah hasta las entrañas como si fuera un puñal.
Se levantó horrorizada y se acercó a toda prisa a la puerta de la capilla, que estaba cerrada por fuera. El grito se repitió, esta vez más fuerte, y Sarah creyó saber de qué garganta procedía.
– ¿Polifemo…?
Un nuevo grito, el clamor agudo de alguien que soportaba un martirio indescriptible, y Sarah se convenció de que se trataba del cíclope. Por lo visto, le había llegado la hora del castigo con que Ludmilla de Czerny lo había amenazado y que debía pasarle cuentas por su traición…
Sarah calculó que serían las tres de la madrugada. No entendía por qué la condesa lo torturaba precisamente a esas horas. ¿O tal vez la tortura venía durando toda la noche? ¿Acaso el cíclope no había flaqueado hasta entonces frente al dolor y ahora rugía por el sufrimiento y el martirio?
Un nuevo alarido rompió el silencio, seguido por unas risas groseras, y Sarah no lo soportó más.
– ¡Basta! -bramó, y golpeó con los puños atados la puerta de su encierro-. ¡Basta ya!
Nadie atendió a sus gritos, pero se oyó un nuevo alarido que pareció no tener fin. Oír aullar de sufrimiento a quien le había salvado la vida y saber que ella era el motivo descompuso a Sarah. Aquello iba en contra de todo lo que el viejo Gardiner le había enseñado sobre sus deberes y obligaciones hacia sus allegados.
– ¡No! -gritó fuera de sí, y volvió a aporrear la puerta-. ¡Dejadlo en paz! ¿Me oís? ¡Dejadlo en paz, canallas…!
Los golpes que daba contra la puerta se fueron debilitando, sus fuerzas se agotaron, igual que su voz. Exhausta, se dejó caer apoyándose en la tosca madera de la puerta y se acurrucó en el suelo sollozando.
Tardó un poco en darse cuenta de que los gritos habían cesado y habían dejado paso a un silencio gélido en el que solo se oía el aullido del viento.
Polifemo había enmudecido…
Sarah, que imaginaba lo que aquello significaba, sintió rabia y pena a partes iguales. Volvió a golpear la puerta con todas sus fuerzas, como si la vieja madera tuviera la culpa de lo que acababa de ocurrir… De repente, fuera se oyó el ruido de unos pasos que se acercaban.
Sarah se apartó de la puerta cuando oyó que descorrían el cerrojo. La puerta se abrió chirriando y en la antigua capilla penetró la luz clara de la luna, que dibujó las siluetas de dos encapuchados armados con revólveres.