– Eso es una locura, Témoin. Es evidente que tenemos un problema con el ERS, pero se trata de algo estrictamente técnico que no es de la incumbencia de nuestro cliente. El resto de factores que usted apunta no obedecen más que a un curioso cúmulo de coincidencias, condicionadas por lecturas que, créame, no debería hacer alguien de su talla.
– Como usted diga, señor. Pero insisto que…
– Basta, Témoin -le atajó secamente el profesor-. Sus especulaciones han llegado demasiado lejos. Si en las próximas horas no tengo sobre mi mesa una explicación racional a estos errores, me veré obligado a depurar responsabilidades. Lo ha comprendido, ¿verdad?
– Desde luego, señor.
SUSPENSIÓN
Pasaba del mediodía cuando el teléfono del despacho de Michel Témoin tronó junto a su oído. El ingeniero lo escuchó sin inmutarse, y rendido como estaba sobre un montón anárquico de papeles, fotografías y libros, dejó que sonara un par de veces más antes de descolgarlo con desgana. Sólo cuando el tercer timbrazo se le clavó entre las sienes, el ingeniero se dio cuenta de que había pasado toda la maldita noche trabajando en las fotos del ERS-1.
– Allò?-su saludo sonó poco convincente. Era evidente que, al otro lado, el anónimo interlocutor se lo estaba pensando dos veces antes de continuar.
– ¿Es usted el señor Témoin? -dijo por fin.
– Sí, soy yo. ¿Quién es?
– ¿Michel Témoin Graffin? -insistió.
– Sí.
La voz tosió levemente, como si aclarara su garganta para transmitir algo importante.
– Le llamo de parte del profesor Jacques Monnerie -dijo-. Soy Pierre D’Orcet, abogado laboralista y representante legal de la empresa para la que usted trabaja. Tengo sobre mi mesa la copia de un expediente que el director del CNES ha cursado contra usted esta misma mañana. ¿Sabe de lo que le estoy hablando?
Témoin tragó saliva.
– No, no tengo ni la menor idea.
– Está bien, se lo explicaré. Según la carta que obra en nuestro poder, se le acusa de haber cometido una serie de negligencias graves en el transcurso de la supervisión del programa European Remote Sensing Satellite. También dice que sus ideas extravagantes sobre la causa de los errores cometidos han impedido al equipo técnico del proyecto solventarlos con la rapidez necesaria. Le llamo, pues, para informarle de que se le va a convocar a una vista oral ante el Consejo de Administración del CNES en breve. Va a tener que dar explicaciones convincentes de su trabajo si no quiere verse metido en un buen lío.
«¡Será cabrón!» La noticia despertó de golpe al ingeniero, y como si acabara de recordar un mal sueño, pronto lo vio todo claro: meteor man le había lanzado a los leones para proteger su propia piel. «Me quiere como cabeza de turco, el muy hijo de…»
– También debo informarle -continuó D’Orcet con su acento impecable y su estudiada prosa jurídica- de que debe usted desalojar su despacho en las próximas horas y no incorporarse a su puesto de trabajo en tanto no se determinen sus responsabilidades. Esta misma mañana recibirá un sobre con la confirmación por escrito de lo que le acabo de comunicar, con instrucciones precisas para su inmediato cumplimiento.
– ¿Debo dejar mi puesto de trabajo hoy mismo? -titubeó.
– Es lo más conveniente para usted, señor Témoin. Créame.
El ingeniero no replicó. Con una frialdad que le costó fingir, tanteó al abogado acerca del tiempo que tardaría el mensajero en traerle aquel sobre y colgó con suavidad el teléfono. Atónito, descompuesto, permaneció unos instantes sin saber qué hacer. La sola posibilidad de quedarse sin trabajo y tener que llevar sobre sus hombros el peso de un expediente laboral le paralizaba de terror.
Y además, D’Orcet. Témoin, como todo el personal del CNES, había oído hablar alguna vez de él. Sabía, como todos, lo mucho que le gustaba aplicar a sus adversarios técnicas de cazador, y era consciente de que aquel picapleitos siempre se las ingeniaba para quedarse con la mejor pieza de la «montería». Era un maestro de las leyes. Astuto, ágil y despiadado, echarle encima a semejante bestia de la abogacía era lo más parecido a condenarle de antemano a perder hasta la camisa.
«Explicaciones, pero ¿qué explicaciones voy a dar al Consejo?», se lamentó en voz baja, hundiendo el rostro entre sus manos regordetas.
Lo primero que le pasó por la mente en cuanto se serenó fue llamar al teléfono directo de Monnerie, pero se contuvo. Aunque era probable que aquella rata pretenciosa no estuviera esa mañana detrás de su mesa de caoba -era un cobarde reconocido-, enseguida se percató de que enfrentarse directamente a él contribuiría a aportar nuevos y contundentes argumentos legales contra su causa. Después, hizo un cálculo aproximado del tiempo y la forma en la que podría atrincherarse en su despacho, resistiendo la orden de desahucio provisional que le llegaría de un momento a otro. Tras meditarlo mejor, también desechó esa idea. Por último, y una vez con los requerimientos de D’Orcet en sus manos, donde se le daba un plazo de diez días para presentar sus alegaciones ante el Consejo, decidió que lo mejor sería tomarse un respiro y pensar bien cómo podría convencer a sus superiores de que él no tuvo nada que ver en los «fallos» del satélite.
Así pues, al filo de las tres de la tarde, antes de que la mayor parte de sus compañeros regresaran del almuerzo, Michel Témoin abandonó el Edificio C del Centro Espacial de Toulouse rumbo a ninguna parte. Sólo se llevó consigo una caja de cartón con algunos papeles personales, su agenda y la correspondencia de los últimos días.
Una escueta nota a su secretaria lo decía todo: «Volveré más tarde». La nota quedó pegada en el monitor de su ordenador.
También dejó las carpetas con asuntos pendientes cuidadosamente apiladas en una bandejita de alambre, recogió lo poco que tenía encima de su escritorio -fotos del ERS incluidas-, y tras poner algo de orden en su cartera de mano y en la caja, bajó hasta el aparcamiento y se dispuso a atravesar el complejo de seguridad de la agencia espacial rumbo al exterior.
Por supuesto, Témoin no se dio cuenta del monovolumen gris plateado con matrícula de Barcelona que se colocó inmediatamente tras él, siguiendo su ruta a través de la amplia avenida de Edouard Belin.
TABULAE
A las afueras de Orléans, 1128
El campamento parecía completamente dormido.
Desde su posición, acurrucado junto a una espesa mata de juncos al otro lado del Loire, Rodrigo tomó buena nota de dónde estaban los rescoldos de las hogueras y calculó, haciendo un serio esfuerzo, cuánto tardaría en atravesar el río antes de alcanzar el centro del asentamiento.
No iba a ser fácil, concluyó. El puente más cercano estaba a más de dos millas de allí, y aun abusando de la oscuridad total de una noche sin luna como aquella, era muy probable que hubiera guardias armados hasta los dientes vigilando el perímetro del campamento. Los rumores en la ciudad no dejaban lugar a dudas: aquél era un convoy recién llegado de Tierra Santa, que debía de estar protegiendo alguna reliquia muy valiosa, propiedad de algún noble señor. Un vasallo del rey que había organizado la protección de la caravana a manos de cinco caballeros y su nutrido y bien armado séquito de hombres.
Cualquier riesgo merecía la pena.
La caravana era, por otra parte, todo un misterio: el contenido exacto del cargamento y la identidad de su propietario no habían trascendido aún, y las fuerzas vivas de la ciudad no sabían ya qué hacer para satisfacer su curiosidad. Dos días llevaba el contable del señor feudal recaudando cada vez más altos tributos de paso que los caballeros, para su pasmo y el del conde, pagaban sin chistar. Los peajes en cada uno de los puentes atravesados fueron abonados en oro e incluso habían tenido el piadoso gesto de hacer una espléndida donación para las obras de la catedral del burgo. ¿Qué raro tesoro merecía tantos dispendios? El obispo de la ciudad, Raimundo de Peñafort, no podía soportar tanto misterio.