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– Quiero que averigüéis todo lo que esté en vuestra mano acerca de un cierto Pierre de Blanchefort -le ordenó Bernardo sereno, desde su lecho de reposo.

– ¿Lo conocemos de algo, padre?

El caballero, al que fray Leopoldo había localizado en la fragua de un herrero al que llamaban Jacq, se rascó pensativo el cogote. Nunca, desde su regreso a Francia, había visto así de preocupado al sabio de Claraval.

– Lo único que sé es que Blanchefort fue maestro de obras del obispo Bertrand -aclaró-, y murió hace unos días, justo después de tener una visión extraordinaria en la capilla de la iglesia abacial donde hoy he perdido el conocimiento.

– ¿Que vos habéis perdido…?

– Eso no importa ya, mi buen Jean de Avallon. Lo que os pido encarecidamente ahora, caballero, es que determinéis las causas exactas de la muerte de ese infeliz y me aclaréis qué vino a hacer aquí con el obispo.

– Eso quizá nos lleve algún tiempo, padre -gruñó el de Avallon.

– No importa. Disponed de los medios que estiméis necesarios para la tarea, pero cumplid con la misión que os encomiendo.

El caballero, con el manto recogido sobre su brazo izquierdo, se inclinó ceremoniosamente ante fray Bernardo, y sin darle la espalda, retrocedió hasta la puerta de la alcoba.

– ¿Debo buscar algo en particular del maestro? -dijo antes de desaparecer tras la puerta.

– Ahora que lo decís, sí. Sería bueno que averiguarais si este Pierre de Blanchefort trajo consigo planos de cualquier clase en su equipaje. Quiero saberlo todo de su proyecto: los plazos que se había fijado para las obras, quién iba a financiarlas, en que iban a consistir… ¡todo!

– Haré lo que pueda.

Jean se ajustó el yelmo de hierro sobre su cabeza y, tras renovar su compromiso de fidelidad al abad con un juramento mecánico y secreto aprendido en Jerusalén, abandonó la casona como alma que lleva el diablo. Iniciar una tarea como aquella, en una ciudad que no era la suya, no iba a ser precisamente tarea fácil. Los confidentes escaseaban y sabía lo venturoso que podría ser distinguir a los informadores sensatos de aquellos ávidos de complacer a cambio de unas monedas. Por eso, repasadas rápidamente las opciones, el caballero de los ojos verdes, el «Ignorante» de Tierra Santa, optó por la vía menos comprometida: si el tal Pierre de Blanchefort había muerto hacía apenas unos días, lo más sensato era echar un vistazo a su tumba.

Hasta Felipe le dio la razón.

El capellán de la iglesia de San Leopoldo, un viejo jorobado redimido de las herejías gnósticas que asediaban el sur del país por aquellas fechas, le explicó con todo lujo de detalles que al infeliz maestro de obras se le enterró en el cementerio adjunto a su parroquia hacía sólo dos días. «Vos mismo podréis comprobar que la fosa está aún fresca -le advirtió-. No os será difícil dar con ella sin mi compañía. Gracias a Dios no muere mucha gente de seguido por aquí.»

La siguiente información le costó una pieza de plata. El capellán, al principio algo remiso, terminó explicándole que Pierre de Blanchefort, en efecto, formaba parte de una cofradía de constructores creada en Marsella tras el glorioso regreso de algunos eminentes caballeros de la primera cruzada. Extrañamente obsesionados con la idea de las Madres Sagradas enterradas en tierras de druidas, el buen párroco le escribió cómo aquellos hombres iniciaron su ascenso por toda Francia proponiendo la remodelación de cuantas capillas, oratorios e iglesias veneraran a alguna de estas Madres. Los de su gremio no imponían condiciones demasiado gravosas a las parroquias, por lo que muchos fueron contratados rápidamente. Su beneficio, decían, era puramente espiritual. Les animaba la idea de que con sus obras conseguían que la Tierra se pareciese cada vez más al Cielo. Sus proyectos estaban, pues, imbuidos de un espíritu maravilloso. De factura mucho más ligera que la de las iglesias precedentes, juraban que sus edificios eran capaces de elevar hasta el espíritu del más ruin de los mortales.

– ¿Y sabéis cómo se llamaba el gremio al que perteneció Blanchefort?

La pregunta de Jean de Avallon sorprendió al capellán. Comprometido por el generoso pago de su interlocutor, éste admitió que, en realidad, había oído la filiación del Blanchefort decenas de veces durante su permanencia en Chartres, pero afirmó que no le había prestado atención alguna. La escuchó mientras conversaba con el obispo, incluso cuando el maestro dictaba sus cartas a un joven fraile que el capellán tenía a su servicio. La oyó decenas de veces, ¡pero no la recordaba!

Rascándose el mentón y entornando los ojos, el fraile trató de hacer memoria.

– Sé que empleaban un nombre común, un gremio… -dijo-. Herreros, panaderos, canteros… ¡No! Carpinteros. Eso es, se hacían llamar Les charpentiers.

– ¿Les charpentiers? -murmuró el caballero-. ¿No os parece un título demasiado simple para un colectivo tan ambicioso?

– Sí, eso también me extrañó, pero ¡ya debéis saber lo raros que son los extranjeros!

– ¿Extranjeros?

Aquello puso en guardia al de Avallon.

– Sí, claro. ¿No os lo dije? Pierre de Blanchefort no era de por aquí. Si queréis que os diga la verdad -susurró el capellán con gesto pícaro- no me extrañaría nada si me dijerais que era un maldito converso. Vos sabéis: un hijo de Mahoma bautizado con las aguas de Nuestro Señor, y que debió querer salvar su vida abjurando de su fe.

– ¿Y qué os hace pensar así?

– Lo cierto es que el color de su piel era oscuro, tenía los dientes muy blancos, sanos, y eso, señor, no es nada corriente entre cristianos viejos. Además, mientras estuvo con nuestro obispo no dejó ni un momento de hacer cuentas y cálculos utilizando números y dibujos que parecían obra del mismísimo diablo. Los pintaba en todas partes: en mesas, en la arena, en trozos de recibos… ¡qué sé yo!

La mirada extraviada del capellán de San Leopoldo hizo recelar al caballero. Ninguno de sus comentarios parecía más que un rumor, y sin embargo, aquellos sobre el origen musulmán del maestro le llamaron la atención. ¿Para qué iba a inventarse un detalle tan increíble? No es que fuera raro ver a algún árabe por aquellas latitudes, resultaba a todas luces imposible. Las campañas contra los seleúcidas de Turquía y los combates en el Mediterráneo por el control de las rutas a Palestina habían encendido las hostilidades entre árabes y cristianos a todos los niveles. El flujo de peregrinos cristianos por un lado, y de mercaderes árabes en sentido opuesto, se había visto diezmado desde el inicio de la cruzada y casi extinguido en cuestión de sólo cinco años.

Jean supo que no tenía elección.

Dispuesto a salir de dudas y satisfacer la curiosidad del abad de Claraval, terminó de despachar con el capellán y aguardó el momento preciso para acceder directamente al cadáver del maestro. Su lecho de muerte, tal como le fue anunciado, era distinguible perfectamente del resto de sepulturas. El montón de tierra fresca que cubría el cuerpo no había tenido tiempo de poblarse de malas hierbas, y su situación cercana a la pared oriental de la iglesia le protegía de los aires de la región.

Pero exhumar cadáveres era un delito. Peor aún, pecado, sino se observaban los requisitos mínimos que lo justificasen. Así que, tras consultarlo con el abad de Claraval aquella misma tarde, Jean decidió regresar de nuevo al cementerio bien entrada la noche.

Los camposantos cambian radicalmente de aspecto según las horas. Y aquél no era una excepción. Las cruces, columnas de piedra y lanzas clavadas para señalar el eterno descanso de los difuntos, formaban en la oscuridad un ejército hostil de guardianes inertes capaz de minar la serenidad de cualquiera. De día no son más que recordatorios para los vivos, pero a oscuras parecen siervos de los muertos.

Acompañado de Felipe -a quien había puesto en antecedentes de su conversación con el capellán-, y provistos de dos grandes palas, las sombras blanca y gris de los dos intrusos se deslizaron rápidamente entre las tumbas rumbo a su objetivo. Nadie les vio. Desprovistos de antorchas o de cualquier luz que pudiera delatarles, Jean de Avallon y su escudero no tardaron en plantarse frente a la tabla de madera que señalaba que lo que buscaban estaba allí, enterrado. Escrita en grandes letras de tiza, su inscripción era apenas visible bajo el tenue brillo de la luna menguante.