– También pudieron haberle arrancado la cabeza después de muerto, ¿no es cierto, mi buen abad?
El tono de desesperación del prelado no conmovió el rostro severo de Bernardo. Éste ni siquiera respondió.
Al pedir audiencia al obispo, lo único que el abad de Claraval deseaba era clarificar si aquella mutilación había tenido que ver o no con sus visiones en la cripta y con aquel extraño relato del rapto del ángel. Si era como se temía, el descubrimiento de Jean de Avallon no podía ser sino otra «señal» que anunciaba que el tiempo estaba cerca, que debía darse prisa en traer hasta Chartres la «llave».
– Vuestra paternidad me perdone, fray Bernardo -insistió Bertrand-, pero aunque haya sido vuestro caballero el que ha descubierto el cuerpo mutilado de Blanchefort, éste es un asunto que no os incumbe directamente. Sois mi huésped, y la facultad de administrar justicia recae únicamente sobre el alguacil y sobre mí. -Y tosiendo ásperamente, como si en ello se le fuera el alma, añadió-: Además, hasta que no encontremos la cabeza no podremos acusar a nadie de profanador.
Bernardo, de pie, no titubeó.
– Os recuerdo que vos fuisteis quien solicitasteis mi ayuda nada más llegar aquí.
– Lo sé. Pero no me refería a una cabeza desaparecida, sino a que me ayudaseis a aclarar la causa de la muerte del maestro de obras.
– Creo que ambas cosas están estrechamente relacionadas -dijo Bernardo-. No pretendo ser descabellado, pero que le falte la cabeza a quien iba a construir el nuevo templo me parece una extraña coincidencia.
– ¿Coincidencia? ¿A qué os referís?
– ¿Recordáis lo que os conté en la cripta sobre los planos del templo perfecto y el modo en que se recibieron en tiempos bíblicos?
El obispo asintió.
– Pues bien, aquellos planos que el patriarca Enoc obtuvo del ángel Pavvel y que él mismo grabó sobre tablas imperecederas, terminaron en tiempos de Salomón en manos de un arquitecto extranjero, de Tiro para ser precisos, a quien llamaban Hiram. El tal Hiram estudió aquellos planos que contenían el orden divino y cuando alguien intentó robárselos, fue asesinado. ¿Sabe cómo? Le arrancaron la cabeza.
– Pero Pierre de Blanchefort no…
– No sé si estáis al corriente de que vuestro arquitecto pertenecía a un gremio de iniciados que llevan un tiempo experimentando con una nueva clase de arquitectura en toda Francia -le atajó Bernardo-. Pierre, como otros, accedió a algún saber superior, muy elevado, que intentaba poner en práctica precisamente aquí, atraído sabe Dios por qué. Y alguien, consciente de que disponía de ese nuevo saber, ha querido arrebatárselo por la fuerza. La pregunta es quién.
Bernardo dio un par de pasos hasta la mesa del abad, sacándose de entre los pliegues de sus hábitos blancos un pedazo de piedra verdusca, plana por ambos lados y de poco grosor, con una serie de trazados geométricos impresos por ambos lados. Con ceremoniosidad, depositó aquella piedra sobre la mesa y aguardó. El obispo, atónito, tomó la tablilla entre sus manos y tras sopesarla y admirar sus inscripciones sin comprenderlas, interrogó con la mirada al abad.
Bernardo se complació.
– Así es, eminencia -susurró-. Eso que tenéis en vuestras manos forma parte de los planos de Hiram, el fenicio. Es uno de los libros que copió Enoc durante su estancia en los cielos, y que Pierre de Blanchefort consultó antes de venir a veros.
– ¿Y vos cómo…? -tartamudeó el obispo.
– ¿Cómo lo tengo? -le atajó-. Muy fácil, hermano. Porque hemos rescatado ese secreto de Tierra Santa. Quizás no sepáis que dentro de la cruzada hubo otra cruzada, con una misión más sagrada aún que la de recuperar el Santo Sepulcro. Debíamos rescatar ese fragmento de enseñanza divina, que Dios mostró a Enoc y que los musulmanes protegían con celo desde hacía mucho tiempo. Sin embargo, legítimamente, ese saber no era de ellos. Mucho antes de que naciera Mahoma y aún Nuestro Señor, los dioses egipcios habían mostrado esas mismas tablas del saber a unos pocos elegidos de su pueblo.
– ¿Los dioses egipcios?
Bernardo asintió.
– Allá, otro arquitecto, uno al que en Alejandría venerarían como un dios hasta la llegada de los primeros cristianos, uno al que llamaban Imhotep, recibió unas tablas verdes con la sabiduría necesaria para edificar las pirámides. Con el tiempo, la leyenda terminaría convirtiendo aquellas tablas en el Libro Esmeralda de Hermes, que no fue otro que el dios Toth divinizado y llamado «el tres veces grande» para diferenciarlo del Hermes griego.
– Eso es idolatría, abad.
El obispo Bertrand sacudió la cabeza sin comprender algo que chocaba con su rígida formación eclesiástica.
– ¿Y Blanchefort? ¿Cómo pudo él…?
– Pierre de Blanchefort -respondió Bernardo- había sido iniciado en ese secreto y era uno de los últimos lectores de las tablas. Llegó aquí tras iniciarse en Vézelay, en nuestra escuela de copistas, donde obtuvo la información necesaria para haceros una propuesta innovadora de acuerdo a un plan magistral divino. Al rechazarla, sin duda despertasteis la codicia de algún enemigo, que decidió acabar con su vida al saber que la Iglesia no protegería su plan. Imaginaos lo que supuso para mí saber de su muerte.
– ¿Y por qué no me dijisteis antes que conocíais al maestro Pierre?
– ¿De qué os hubiera servido? Ni mis monjes, ni el caballero que me acompaña, saben de ello. Si os lo revelo a vos es porque deseo que seáis consciente de que ahora más que nunca debemos emprender las obras de reforma de la iglesia y frustrar los planes del enemigo que nos ronda. Quizá ninguno de los dos veamos empezar la obra, pero debemos disponerlo todo con tiento.
– ¿Y ese enemigo que hizo desaparecer a Blanchefort varios días de la cripta? ¿Qué sabemos de él?
– Si es lo que me temo, eminencia, ese enemigo no es de carne y hueso, ni siquiera es de este mundo. Y esta es su manera de decirnos que no desea que construyamos sobre una tierra que hoy domina.
– ¿Podemos hacer algo?
La mirada de pez del obispo se llenó de un terror mal disimulado. Sabía que hablar de un enemigo que no era de este mundo sólo podía referirse al peor de los adversarios posibles. Al Mal en persona.
Fray Bernardo, sereno, sabía qué hacer: ordenar que los planos divinos de Enoc avanzaran hacia Chartres para poner en marcha su plan. Y esos planos, Dios lo sabe bien, debían llegar sin levantar las sospechas de su poderoso oponente.
Desde que salieron de Egipto, éste no había podido hacerse con ellos y destruirlos, pero sabía que lo intentaría a toda costa.
ROGELIO
Monasterio de Santa Catalina (Egipto), en la actualidad
El icono de «mensaje entrante» se iluminó en la pantalla fosforescente del hermano Rogelio a eso de las siete de la tarde, hora egipcia. Desde que los técnicos de IBM viajaran expresamente hasta aquel desolado paraje donde dicen que creció la zarza ardiente que vio Moisés durante el Éxodo, y remontaran cargados de ordenadores los tres mil escalones tallados en roca viva que desembocan en su Santa Casa, el monasterio activo más antiguo del mundo se había convertido también en uno de los mejor informados del planeta.
Rogelio, un varón de tez oscura, barbas acabadas en punta y nariz afilada, era sin duda el artífice del milagro. En enero de 1999 consiguió que lo aceptaran en la comunidad junto a su equipo de cuatro «ciberfrailes», y pocos meses después obtenía de la Santa Epistasia -una especie de Vaticano ortodoxo- los fondos necesarios para la adquisición de las computadoras. Ahora las había en todas partes: en el refectorio, en la cocina y, claro está, en la preciosa biblioteca del monasterio.
Aunque su función no era, ciertamente, la de estar pendiente del correo entrante, Rogelio abrió de un golpe de ratón el buzón electrónico, cerciorándose de que el mensaje recién llegado estaba dirigido a alguno de los cuarenta religiosos del lugar. Aquella era la vigésima comunicación de la tarde, así que, sin prestarle demasiada atención, hizo clic en el botón de la impresora y aguardó.