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La máquina emitió un gruñido familiar.

Una vez en papel reciclado, Rogelio tomó los nueve folios expelidos por la bandeja de la Hewlett Packard y enfiló el camino más corto hacia la sacristía. El destinatario justificaba el paseo. Si sus cálculos no fallaban, el obispo Teodoro debía encontrarse a esa hora en la iglesia de la Transfiguración, el Katholikón del lugar, a punto de terminar la última misa del día.

Acertó. El patriarca estaba ya fuera del altar, recogiendo sus enseres y ordenándolos en la habitación contigua a los frescos de San Cipriano del templo. Lucía su habitual porte sereno, como si viviera en un mundo donde todo iba bien y nada escapara al sabio control de Dios.

– Hermosa jornada, ¿verdad, hermano Rogelio?

La amable sonrisa del obispo, apenas visible tras sus pobladas barbas blancas, recibió al monje entre los extáticos efluvios del incienso de sándalo.

– ¿Estuviste en misa?

Rogelio meneó la cabeza.

– Vaya, ¿tan pronto te has cansado de cumplir con las obligaciones de nuestra Casa? -la franqueza del obispo Teodoro desarmó al monje. En realidad, bromeaba. Le encantaba hacerlo con los recién llegados o con los monjes de su absoluta confianza; Rogelio pertenecía al segundo grupo-. Ya sé que el ritmo aquí es más lento que en Tesalónica o en París, pero te acostumbrarás. Incluso es posible que descubras que los ordenadores no lo son todo en los días que corren. Por otra parte, ¡Virgen Santa! ¡Dichoso tú que has visto tanto mundo antes de recluirte aquí!

– Sólo llevo un año, eminencia. Aún no puedo quejarme.

– Claro, claro -sonrió de nuevo el obispo-. Déjame quitarme esto antes de atenderte.

La casulla de pedrería con la que había oficiado el rito -una pieza de valor incalculable del siglo XIV-, cayó suavemente sobre un rústico sillón de felpa que desentonaba aún más que las computadoras entre tanto icono cuajado de pan de oro.

– Me traes algo, por supuesto.

El obispo no preguntó. Afirmó.

– Sí. Esto acaba de llegar para vuestra eminencia -reaccionó Rogelio, extendiéndole las páginas que traía bajo el brazo-. Está en francés. Si lo desea, yo puedo…

– ¡Ah! Soy capaz de leerlo perfectamente. Aprendí francés traduciendo las cartas de cruzados que tenemos en los archivos. Tal vez sea un francés algo anticuado, pero servirá.

Rogelio enrojeció.

No pretendía subestimar al obispo. En realidad, le hacía gracia que Teodoro, un sesentón de aspecto corpulento enfundado en sus sobrios hábitos ortodoxos, llevara casi toda su vida confinado entre aquellos muros y tuviera una visión tan universal de todo. Santa Catalina era para un hombre de su especie algo así como el axis mundi del saber y, desde luego, la mejor escuela de idiomas imaginable. Copto, hebreo, griego clásico, latín, arameo, turco, árabe… Textos de todas las clases seguían estudiándose en aquel templo igual que hacía diez siglos. Quizá por eso, cada vez que caía en manos del patriarca un pedazo de papel, aunque fuera uno recién regurgitado por cualquiera de los nuevos IBM de la sala de ordenadores, lo estudiaba con infinita delicadeza. Casi como si fuera un ejemplar único.

Y aquel e-mail no fue una excepción. Lo tomó sólo con dos dedos y comenzó a leerlo sin darse tiempo a despedir al hermano Rogelio. De hecho, al venerable Teodoro le bastó leer la primera línea -donde dice «asunto»- para mudar repentinamente su gesto beatífico.

– Pero ¿qué significa?

Y siguió leyendo.

– ¿Lo acabáis de recibir? -preguntó.

– Hace unos minutos.

– ¿Y no ha pasado por las manos de nadie?

– Sólo las mías, eminencia.

Por cosas del respeto debido, Rogelio aguardó de pie a que terminara de leer, fingiendo desinterés. Aparentó meditar frente a un crucifijo de bronce plantado en el centro de la enorme mesa que presidía la sacristía, mientras el obispo comenzaba a dar vueltas y más vueltas a su alrededor, como si orbitara en torno al monje.

– Y bien -finalmente, Teodoro clavó sus ojos de color Egeo en Rogelio, como si quisiera arrancarle una confesión-, ¿no sabes de qué se trata?

– No, eminencia. No lo he leído.

– ¿Y no sientes curiosidad?

– Sí… claro.

– ¿Crees en las profecías? ¿Que existen personas que, en determinadas circunstancias, son iluminadas por Dios Nuestro Señor y se muestran capaces de vislumbrar el futuro?

Extraña pregunta, pensó el monje.

– Creo, eminencia -respondió al fin-. Nuestra Biblia habla mucho de ellos.

– Y también de las señales que precederán al Juicio Final…

– Así es -tembló.

– Pues ésta, hermano, es una de ellas.

Teodoro blandió amenazadoramente los folios en el aire, agitándolos como si fueran parte de un abanico. El hermano Rogelio, impresionado por la certeza del patriarca, todavía pudo reunir saliva para preguntar algo más.

– ¿Puede decirme de qué se trata, eminencia?

– No, si antes no traes contigo al hermano Basilio -replicó-. Necesito que él también escuche lo que voy a decir.

El monje, mudo de asombro, no lo dudó. Inclinó la cabeza en señal de sumisión absoluta y desapareció corriendo hacia el edificio de los libros.

Basilio era el sabio por excelencia de Santa Catalina. Siendo el mayor de todos los religiosos del lugar, ya con la espalda corva y sin cabellos que poder esconder bajo su cofia negra, el buen hombre llevaba más de cinco décadas ejerciendo como máximo responsable de la biblioteca. A él se le debía, por ejemplo, el último inventario de volúmenes de 1989, la decisión de prohibir absolutamente la entrada a turistas y curiosos a sus salas de lectura, y la responsabilidad de velar por la preservación de la colección de manuscritos más importante del mundo después de la del Vaticano.

Vivía enclaustrado entre pilas de volúmenes que casi tocaban al techo, justo en el lado opuesto del perímetro del convento. Apenas salía para atender los oficios religiosos mas importantes y su aislamiento voluntario le había hecho ganarse una merecida fama de asceta arisco e iluminado. Rogelio, pues, no tuvo demasiadas dificultades en localizarlo en su scriptorium y en sentarlo frente al obispo en cuestión de minutos.

– Es de vital importancia que me acompañe -le aseguró.

JUAN DE JERUSALÉN

A esas horas, los cielos del Sinaí se habían teñido ya de rojo y el escaso horizonte visible intramuros había dejado de temblar bajo el efecto del sofocante calor de la jornada Al llegar al Katholikón, Teodoro aguardaba impaciente.

– ¿Recordáis el manuscrito de Juan de Jerusalén, hermano Basilio?

Aquella pregunta a bocajarro dejo lívido al bibliotecario. La máxima autoridad de la diócesis más pequeña del mundo se dirigió al anciano en tono respetuoso.

– Os referís sin duda al autor de El Protocolo.

– En efecto -el patriarca asintió-, de El Protocolo secreto de las profecías. [20] ¿A quién si no?

– Ya nadie habla de él, eminencia.

– Yo sí. Y tengo buenas razones para creer que el espíritu de Juan de Jerusalén está a punto de regresar entre nosotros.

– ¿Regresar?

Basilio resopló ante la cara de circunstancias de Rogelio, que parecía no entender nada de aquel cruce de palabras.

– Lo poco que sé de ese manuscrito -prosiguió el obispo- es que en la biblioteca custodiamos una de las seis únicas copias que existen de él. La tradición dice que fue escrito por Juan de Jerusalén en persona que es, a su vez, uno de los ocho fundadores de la Orden del Temple. Muchos creemos todavía, como sabrá, que alguien muy cercano a él lo robó antes de que muriera y lo escondió en este monasterio hacia 1120.

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[20] No debe confundirse a este Juan de Jerusalén con el rey francés del mismo nombre, que en 1210 se proclamó soberano de Tierra Santa hasta 1225. Cuando el futuro rey nace en 1148, el Juan al que se refiere este relato está ya muerto. La precisión es importante, pues casi todos los textos históricos que se refieren a Juan de Jerusalén lo harán al monarca y no al templario que nos ocupa.