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– Y según usted -frunció el ceño el padre Pierre-, ese peligro viene del subsuelo.

– Más o menos. ¿Acaso no llaman ustedes a la montaña sobre la que se levanta Sainte Madeleine, el «monte escorpión»?

– No veo la relación.

– Mitológicamente el escorpión es el único animal capaz de provocarse la muerte a sí mismo si se ve acorralado por las llamas. Su poder es demoniaco, y la tradición que le venera y le convirtió en un signo del zodiaco llegó aquí desde Oriente, probablemente traída por árabes o, aún más probable, por los templarios de san Bernardo. Al dar ese nombre a la montaña, los constructores de Sainte Madelaine estaban ya indicando lo peligroso que es el lugar.

El padre Pierre, un filósofo formado en la Universidad de La Sorbona, de talante moderado, comenzó a considerar seriamente la posibilidad de que aquel hombre fuera un pobre chiflado. Ciertamente hablaba de forma pausada, serena, pero su mirada era de angustia. Como si el tiempo fuera escaso y estuviera en la obligación de convencerle.

– Está bien, padre Rogelio, ¿puede usted presentarme algo para que crea en su palabra?

El egipcio, de mirada negra y profunda, se levantó de su sofá y plantó las manos sobre el escritorio del prefecto de la Fraternidad. Un reloj de pared dio en ese momento cinco campanadas, anunciando lo avanzado ya de la tarde. El ortodoxo aguardó a que terminaran de sonar, y después respondió.

– Hágame caso, padre, no estoy aquí por casualidad. Vigilo de cerca a un hombre que pronto vendrá a verle y que le presentará la prueba que usted me reclama. En realidad, él no sabe exactamente lo que tiene entre manos ni la importancia espiritual que representa. Ni siquiera creo que llegue a comprenderla a tiempo. Mi misión aquí es vigilarle de cerca e impedir que cometa sin querer un error que reactive ese Mal.

– ¿Y usted a quién representa?

– Sólo obedezco órdenes. Mi superior en el monasterio de Santa Catalina ha accedido a ciertas informaciones reservadas, que yo mismo no conozco en su totalidad, y me ha encargado que compruebe si existen razones para estar alarmados o no. Yo sólo le advierto de que las actividades satánicas pueden incrementarse en breve en este lugar, y que eso sólo será el preámbulo.

El padre Pierre se removió en su asiento.

– ¿A qué razones de alarma se refiere?

– Si, por ejemplo, alguien conoce más de la cuenta un determinado secreto, o si, metafóricamente hablando, posee la llave que abra la puerta a esa fuerza de la que le hablo.

– Si la suya es una visita pastoral, supongo que nuestro obispo estará al tanto de su presencia aquí, ¿no es cierto?

El ortodoxo meneó la cabeza, haciendo mover su cabellera negra.

– No. ¿Para qué? Cuánto más alta sea una autoridad, más cosas tiene que ocultar. Incluyendo la filiación a la que pertenece. ¿No cree?

El padre Pierre observó a su interlocutor algo intimidado.

– No hay nada que ocultar, padre Rogelio. Créame. La vida aquí es muy tranquila. Yo mismo, por ejemplo, llevo años trabajando en la vida de san Bernardo, que impulsó desde este lugar su gran obra política y convocó a los pies de Sainte Madelaine la segunda cruzada contra Jerusalén. Nunca he visto u oído nada raro salvo los oscuros capiteles de la basílica y la leyenda de cierto Libro del Conocimiento que un día se habrá de encontrar por estas latitudes. Y aun eso son puras leyendas medievales.

– Le llamaré, padre. Cuando haya visto la prueba y atienda a mis palabras con otros oídos, se hará cargo de la trascendencia de lo que he venido a contarle.

Pierre se encogió de hombros antes de responder.

– Espero no haberle ofendido. Pero profesa usted unas creencias que no puedo compartir.

– ¡Oh, no! Nada de eso. Me hago cargo de que hablar de fuerzas malignas en estos días suena raro, pero le advierto que éstas existen y son muy poderosas. Recuerde el dicho de que el mejor aliado del diablo es ignorar su existencia. -Y esbozando una sonrisa burlona, añadió-: ¿Nunca percibió sus tentáculos con sus péndulos?

Sin aguardar su respuesta, el padre Rogelio se colocó su especie de birrete negro y enfiló escaleras abajo camino hacia la calle.

– Pronto se acordará de mí -dijo desde el rellano-. Ya lo verá.

CORPUS HERMÉTICUM

Orléans

Rodrigo dio un buen rodeo.

Con tal de no regresar a través del río, escapó del campamento de los cruzados por el camino más difícil. Por primera vez los consejos del abad de San Juan de la Peña le fueron de utilidad. «Jamás regreses por el mismo camino por el que sorprendiste al enemigo una vez. Podría abatirte en él a causa de tu exceso de confianza», recordó.

Sólo de pensar lo que podrían hacerle si le descubrían hurgando entre la mercancía secreta a la que había accedido, le ponía los pelos de punta. A los espías -eso también lo aprendió en los Pirineos- se les desolla vivos, se les arrancan las uñas de manos y pies, y si aun así no hablan, se les corta la lengua para que no puedan referir nunca lo que vieron a otros.

La visión le espantó tanto que decidió abrir bien los ojos. Tras dejar atrás los carros y las tiendas de provisiones cruzadas, el intruso atravesó a tientas varios campos de cultivo salpicados de peligrosos pozos abiertos a ras de suelo. La noche sin luna no hizo fácil las cosas. Por eso, cuando con las primeras luces del alba se adentró definitivamente en el centro de la ciudad, Rodrigo suspiró satisfecho. Después de atravesar las porquerizas de Jon, la herrería de los hermanos Mondidier y el recoleto telar de Amadís, el aragonés enfiló la Cuesta de las Almas, a sabiendas de que aquél era el camino más corto para llegar al palacio episcopal.

Casi no tuvo que esperar. Aunque sucio y todavía con las calzas empapadas, el secretario del obispo le recibió de inmediato, conduciéndole hasta el jardín trasero del edificio. Los pasillos del palacio eran suntuosos, pintados con tonos ocre muy vivos y decorados con cuadros inspirados en el martirologio católico. Al final del mismo, tras atravesar un marco de granito tallado con poco esmero, vio a Raimundo de Peñafort sentado en un poyo de ladrillos y deleitándose dando de comer a una pequeña recua de patos que picoteaban a su alrededor.

– Nunca es temprano para alimentarse, ¿verdad? -dijo desmigando un pedazo de pan seco, en cuanto advirtió la llegada de su espía.

– Decidme, Rodrigo, ¿traéis con vos las noticias que os pedí?

Todos sabían que el obispo de Orléans era un hombre ansioso, con una sed de información inagotable y una enorme capacidad de gestión. Verlo allí, relajado, aguardando a que desembuchara todo lo que había visto, relajó el ánimo a Rodrigo. Aun así, no dio demasiados rodeos.

– En realidad, eminencia, acabo de regresar del campamento, tal como vos me pedisteis -dijo Rodrigo en un francés deficiente, sacudiéndose aún las costras de barro adheridas a su camisa-. Y de allí os traigo algo para que lo examinéis.

– Mmmmm -susurró-. ¿Os habéis atrevido a robar su mercancía?

– Formaba parte de la carga que esos caballeros traían consigo, y pensé que…

– Excelente, excelente -sonrió-. El robo es un pecado, hijo, pero Dios sabrá perdonarte porque la causa es justa. ¿Puedo ver lo que traéis?

Tras hurgar en sus calzas, Rodrigo tendió al obispo la plancha que un par de horas antes se había escondido en la cintura. Se trataba, vista ahora a plena luz, de una especie de tablilla vítrea de no más de dos palmos de largo que tenía unos extraños signos geométricos grabados sobre su superficie. El trazo había sido marcado escrupulosamente, sin titubeos, y su factura maravilló tanto a Raimundo que la examinó con la mayor de las atenciones.