– ¿Sabéis cuántos de éstos transportan?
– Más de trescientos, eminencia.
– ¿Y qué son?
– Lo ignoro. Lo único que sé es cuanto oí a los soldados: han sido traídos desde Jerusalén por orden de un conde. Y nada más.
– Hugo de Champaña, sin duda -susurró el obispo-. ¿Y adónde pretenden llevar su carga?
– También lo ignoro.
– Entonces, no sabéis de qué se trata, ¿verdad? -repitió.
Rodrigo, extrañado ante la insistencia del prelado, se encogió de hombros y le explicó con naturalidad que él no sabía leer ni escribir, que todo lo más que había aprendido era a sumar, y que aun aquello lo hacía con dificultad. «Un pobre diablo», pensó el obispo.
Contempló aquel extraño bloque verde con fascinación, casi como si pudiera arrancarle sus secretos sólo con mirarlo. Para él era evidente que había llegado, junto a los hombres del conde Hugo, vía Troyes y que ahora se dirigían hacia algún punto en el este. Lo que ya no estaba tan claro era el porqué de aquel traslado. ¿No acababa de celebrarse precisamente en Troyes, en tierras del conde de Champaña, en la ciudad regida por el sobrino del conde Hugo, un concilio convocado por aquel imperioso monje de tierras champañonas llamado Bernardo de Claraval? ¿No había faltado a su cita, por un motivo misterioso, el propio convocante del concilio? ¿Y no había acudido él mismo, junto a los obispos de Reims y Laon, y los abades de Vézelay, Cîteaux, Pontigny, Trois-Fontaines, Saint Denis de Reims o Molesmes? ¿Cabía sospechar que aquella carga era algo que el señor conde quería alejar de Troyes por temor a que tanta clerecía lo descubriese inoportunamente?
El obispo, habitualmente sagaz, se sumió en la desesperación. Aquella piedra lisa y aceitunada no decía ni palabra. No revelaba nada de su origen o significado, mucho menos de su destino, y Rodrigo, aunque había triunfado en la misión, había fracasado en su empeño de despejar la incógnita que traía consigo aquella caravana bien armada.
– ¿Y ni siquiera oísteis pronunciar el nombre de Bernardo?
Rodrigo, sorprendido, se estiró antes de responder.
– ¿Bernardo? ¿De Claraval?
– ¿Quién si no?
– Sí -dudó-. Su nombre sí lo escuché, eminencia.
– ¿Y qué dijeron de él? -preguntó distraídamente el obispo, apurando las migas del último currusco.
– Apenas presté atención. Dijeron que estaba en Chartres, pero no le di importancia, mi señor.
– ¿Chartres? -los ojos de Raimundo de Peñafort se abrieron como platos-. ¿Estáis seguro de lo que decís?
El aragonés asintió, ajeno a los extraños razonamientos del obispo. No era muy lógico, pensó éste, que si Bernardo había faltado al concilio en Troyes estuviera, pocas semanas después de la cita, a tantas leguas de allí. Con los hábitos recogidos por encima de los tobillos para no manchárselos de barro, el prelado de Orléans se levantó y dio algunos pasos hacia unos graciosos arcos de piedra que rodeaban su jardín.
Al oírle resoplar, aunque fuera de espaldas, Rodrigo supo que el obispo estaba maquinando algo. «¿Tan importante es saber que Bernardo está en Chartres?», dudó. Y antes de que pudiera encontrar una respuesta a tan elemental incógnita, el cuerpo nudoso del obispo -todo él parecía retorcido como una soga-, giró en redondo y clavó sus ojos en él.
– Irás a Chartres -dijo-. Y averiguarás qué trama Bernardo.
– ¿Qué trama Bernardo? -Rodrigo titubeó-. ¿Y las tablas?
– ¡Que me corten la mano derecha si no van ya en esa dirección!
COMO ES ARRIBA…
Vézelay
El interior de la iglesia estaba vacío. El último grupo de turistas acababa de abandonar el templo cámara en ristre, siendo astutamente dirigidos por sus guías hacia las tiendas de recuerdos de los alrededores. El nártex quedó entonces sumido en una extraña y serena quietud. Amplio y luminoso, aquella sala previa a la entrada al templo le recordó a Témoin el Pórtico de la Gloria, que había visto hacía años en Santiago de Compostela. El señor Bremen se santiguó.
– ¿Lo siente? -susurró.
El ingeniero, absorto en medio de aquella serena belleza, se encogió de hombros sin saber qué responder.
– Me refiero a la energía del templo -insistió Bremen-. Con el tiempo uno acaba aprendiendo a percibir el estado de ánimo de las piedras… Sé que es difícil de creer, pero ese estado varía de manera cíclica. Es como si el templo estuviera enfadado unos días y amable otros.
El ingeniero echó un vistazo a su alrededor sin comprender muy bien aquello. ¿Y si semejante cicerone era un loco cualquiera de Vézelay? Vestido con pantalón de pana verde y camisa de felpa, Bremen no presentaba un aspecto demasiado alocado; sin embargo, reconoció, había algo en su mirada que le asustaba.
– ¿Y la máquina? ¿No iba usted a enseñarme cómo funcionaba el mecanismo interno del templo? -le abordó.
– ¡Ah, la máquina! -exclamó-. Acompáñeme.
De dos zancadas, Témoin y Bremen se situaron justo delante de la puerta interior de Sainte Madeleine. Era una portada magnífica, con un Cristo con los brazos abiertos mucho más desgastado que el que lucía en la fachada principal, y que parecía emitir unos curiosos rayos de piedra ondulados sobre las escenas circundantes.
– Es la representación del descenso del espíritu sobre la jerarquía cristiana -murmuró Bremen extasiado-. En las arquivoltas están las imágenes de las siete iglesias de Asia y san Juan escribiendo el Apocalipsis al dictado de un ángel. ¿Lo ve?
En efecto, justo debajo de un peculiar zodiaco, aparecía una escena en altorrelieve que mostraba una figura sosteniendo una especie de vara hablando a otra, menor, que parecía tomar notas.
– Todo el conjunto -siguió Bremen explicando- es una alegoría a la transmisión del conocimiento. Al trasvase de la fuerza espiritual del maestro al aprendiz. Y todo, todo, obedece a una composición matemática rigurosa.
– ¿Matemática? ¿Qué matemática puede haber en un pórtico?
Bremen, que se había quitado su boina negra y lucía una coronilla completamente pelada, rebuscó en los bolsillos de su pelliza. De uno de ellos extrajo un pequeño folleto, podrido de puro viejo, que extendió frente al ingeniero. Mostraba un esquema simple de la puerta interior de Vézelay cruzada por líneas discontinuas a modo de trazado geométrico.
– ¿Lo ve? -dijo señalando el dibujo.
– No. ¿Qué he de ver?
– Las instrucciones de la máquina -sonrió Bremen-. ¿Qué si no? Si traza una línea imaginaria que una la base de la puerta y después otra que enlace con la cabeza del Pantocrátor, obtendrá un triángulo equilátero perfecto.
Y señalando el triángulo en cuestión, dibujado con líneas discontinuas en el papel, prosiguió.
– Es más, si traza una tercera línea que tenga como centro esa misma cabeza y la une con otras dos hasta el eje inferior de la puerta, obtendrá… otro triángulo idéntico al anterior, pero invertido.
– ¡Eso es! ¿No le dice nada?
Esquema geométrico de la portada interior de Vézelay.
Témoin se rascó la barbilla.
– No.
– Es la representación matemática de un viejo principio hermético: lo que está abajo es como lo que está arriba. Hermes, querido amigo, no era sino la versión griega del dios de la sabiduría egipcia Toth. ¿Recuerda al ángel con la balanza del exterior? ¿Recuerda que le dije que era un símbolo de este dios?
François Bremen plegó el esquema de la puerta de Vézelay con deleite y se lo introdujo en su horrenda camisa de cuadros.
– ¡Es pura matemática! -insistió-. Los dos triángulos equiláteros entrelazados fueron también el Sello de Salomón, el emblema personal del monarca que construyó el templo de Jerusalén, y que hoy puede usted encontrar incluso en la moderna bandera de Israel.