– Un símbolo judío en un templo cristiano, ¡usted me toma el pelo! ¿Acaso ha olvidado las persecuciones a los judíos durante la Edad Media?
– Está bien -concedió-. Supongamos que no tenía un significado hebraizante, ¿y entonces?
– Bueno -le miró Témoin suspicaz-, usted es el que parece saberlo todo.
– ¡Ya! -rió-. Pues no sé si usted sabe que a veces estos triángulos entrelazados se han utilizado también como símbolo de Virgo, porque la estrella de seis puntas que deriva de esta figura representa al que es el sexto signo del zodiaco.
El ingeniero casi se atragantó del susto.
– ¿Y eso qué quiere decir? -tosió.
– Es sólo un símbolo, claro. Una señal de que el mundo de arriba, el Cielo, puede ser interpenetrado por el de abajo, la Tierra… ¿No lo comprende? Esta puerta es un umbral de paso al más allá.
– ¿Y la máquina? -insistió Témoin desconcertado.
– Funciona como un espejo del cielo. En fechas importantes como los solsticios de verano e invierno, los días veintitrés de junio y veintitrés de diciembre, se activa una energía extraordinaria aquí dentro.
– ¿Solsticios?
– Sí. Astronómicamente se refiere a los momentos en que el Sol está en el punto más alejado del ecuador, durante su aparente camino alrededor de la Tierra, al que los astrónomos llaman eclíptica. Los antiguos no sabían por qué, pero veían que el Sol detenía su movimiento progresivo al nacer sobre puntos sucesivos en el horizonte; durante unos días se paraba y cambiaba de rumbo. De hecho -añadió triunfante-, «solsticio» significa «paro solar».
– ¿Y eso qué importancia tenía en la época de la construcción de Vézelay?
– ¡Mucha! -exclamó Bremen-. Desde muy antiguo, los solsticios marcaban giros importantes en las estaciones del año, momentos de siembra y recolección, ritos sociales importantes. Los cristianos los adaptaron y los convirtieron en las fiestas de San Juan Bautista y San Juan Evangelista, respectivamente. Así, cada veintitrés de junio, por ejemplo, se abre un camino de luz dentro de la iglesia, que marca el «camino de Juan» hasta el cielo. El camino se repite también cada veintitrés de diciembre, en la víspera de Nochebuena.
El ingeniero le miró incrédulo. ¿Qué quería decir con aquello del «camino de luz»? Bremen, que comprendió al instante la estupefacción de su interlocutor, se apresuró a explicarse mejor. Lo tomó del brazo y lo introdujo en la nave central de la basílica.
El espectáculo allá dentro era soberbio: una magnífica estructura cerrada por una bóveda de cañón con nervios bicolor como los empleados en la mezquita de Córdoba, se abría varios metros por encima de sus cabezas. Al fondo, una linterna luminosa, plenamente gótica, confería al lugar un aspecto singular: el del sendero de sombras que desemboca en la luz.
– Verá -prosiguió Bremen situándose en un lugar preciso, justo en el centro de la nave-: cada veintitrés de junio a mediodía, la luz del sol se cuela dentro de la iglesia a través de unos ventanucos especialmente orientados, de manera que siete manchas de luz aparecen en el suelo, justo en el eje de la nave.
– ¿Ah sí? Nunca había oído…
– Pues no sucede sólo aquí -le atajó-. En la catedral de Chartres, también el mediodía del solsticio de verano, un rayo de sol se cuela por un vitral dedicado a san Apollinaire y se estrella contra una losa con una pluma grabada en el suelo. ¿No es eso una máquina de precisión?
Témoin parpadeó atónito.
– ¿Y lo puede ver cualquiera?
– ¡Pues claro! Ahora ya es una atracción turística, aunque casi nadie se pare a pensar por qué se diseñaron esos templos para que funcionaran así.
– ¿Y usted lo sabe?
– Tengo mi teoría.
– Usted dirá.
Bremen miró hacia atrás, como si tratara de asegurarse de que no hubiera entrado nadie en la iglesia que pudiera escucharle. Después, con un gesto amable, invitó a Témoin a acompañarle a un paseo por el deambulatorio.
– ¿Recuerda lo que le dije del paralelismo entre el tímpano exterior y El Libro de los Muertos egipcio?
– ¡Cómo olvidarlo!
– Pues bien, yo creo que todo viene de allá. Lo poco que sabemos de la magia egipcia nos ha llegado a través de los griegos, y entre éstos el que alcanzó un mayor grado de iniciación fue Pitágoras, el matemático.
– No entiendo.
– Yo se lo explicaré -continuó Bremen-. Pitágoras, además de matemáticas, aprendió astronomía en Egipto. Estuvo en aquel país veintidós años y allí descubrió que los antiguos consideraban los solsticios como momentos especiales en los que se abría la comunicación con el «otro lado». Llamó a esos momentos «puertas», ¿lo ve?, y consideró que en junio se abría la de los hombres donde éstos podían ascender a los cielos; y en diciembre la de los dioses, donde éstos podían descender a la Tierra.
– ¿Y cómo llegó esto aquí?
– Es un poco complejo. Los druidas tenían un saber semejante, y edificaron monumentos como Stonehenge, en Gran Bretaña, o círculos de menhires en otros lugares, como enclaves para vigilar esas «puertas» del cielo. Después, los cristianos construyeron sobre ellos y algunos heredaron el significado profundo del lugar. La clave, recuérdelo, siempre es la misma: como es arriba…
… ES ABAJO
1,8,6,3.
Nunca había sabido cómo demonios funcionaba aquel chisme, pero lo cierto es que era de una precisión asombrosa.
Tras aparecer los cuatro dígitos claramente en la pantallita de fósforo verde del computador, un zumbido sordo quebró el silencio de la puerta automática de La Palombière, que cedió sin oponer resistencia. Gloria no se lo pensó dos veces. Plegó el ordenador, lo introdujo en su pequeña mochila de tela y activó el interfono que tenía colocado hábilmente en su oreja. Si los jefes necesitaban advertirla de cualquier cosa, aquel chisme cumpliría con su inestimable función. Después, sin mirar atrás, penetró en el edificio. No es que le gustara demasiado hacer ese uso de la tecnología, pero si todo era tal como le había dicho su padre, no había elección: había que determinar cuanto antes qué grado de conocimiento tenía el doctor Témoin, como paso previo a cualquier otra clase de acción. Ése era el plan «A».
La Palombière le sorprendió. Allí no había vestíbulo ni recepción. Era como si, en realidad, aquella entrada diera a la parte de atrás de la casona y permitiera el acceso a las habitaciones desde el discreto portón del jardín. Nada más atravesar su puerta, a la izquierda, un tablón de corcho pegado a la pared y colocado sobre un teléfono de monedas, mostraba todo un universo de tarjetas de restaurantes y clubes nocturnos cercanos. Nada de interés. Dos pasos más adelante, frente a ella, una escalera estrecha y enmoquetada parecía dar paso a los dormitorios.
«Michel Témoin, la 105», se repitió mentalmente.
Vestida con unos Levis nuevecitos y una camiseta ajustada, aquella rubia platino subió el primer y único tramo como una exhalación. Giró por instinto a su izquierda, y tras recorrer tres metros de pasillo exiguo y barandilla metálica, fue a dar frente a la puerta que buscaba. Echó un vistazo a la plancha de madera de la puerta, y palpó con detenimiento el borde occidental del marco tratando de cerciorarse del tipo de cerradura empleado.
– ¡Maldición! -exclamó en un susurro.
Aquel hotel de acceso electrónico tenía, dentro, habitaciones con llave de hierro. En aquel pedazo de cerrojo una horquilla se le doblaría en el acto y el truco de la tarjeta de crédito no serviría para nada. Titubeó un segundo antes de dar marcha atrás, y cuando ya pensaba darlo todo por perdido y regresar después con la herramienta adecuada, el ama de llaves la sorprendió.
– ¡Ah! ¡Usted debe de ser la señora Témoin! ¿No es cierto?
La mujer, más baja que ella, de unos cuarenta y tantos y de pelo teñido de caoba, la miró de arriba abajo esbozando una falsa sonrisa.