Andreu, el carnicero, al verle pasar delante de su mostrador dio con la clave: «Miradle -susurró asombrado-, ¡lleva prisa!».
Al enfilar la cuesta de los curtidores, Gluk siguió sin decir palabra. Atravesó los puestos donde ardían las brasas en las que se calentaban herraduras y argollas para el ganado, y se apresuró a vencer los escasos trescientos metros que le separaban de la casona en la que el sifilítico Bertrand había instalado al abad de Claraval. Allí se detuvo un segundo para contemplar su fachada de dos plantas y el tejado de madera recién puesto, y tras pasear su mirada por cada una de las ventanas abiertas a los últimos rayos de sol del día, bordeó el inmueble y se dirigió con paso firme hacia la iglesia abacial.
¿Era su visita un buen augurio o un signo funesto? Media calle comenzó a hacerse cruces sin saber muy bien con qué carta quedarse. Mientras tanto, Gluk tomó el camino de su derecha para perderse rumbo a la iglesia.
Por casualidad Felipe, el escudero de Jean de Avallon, fue el único que le pudo seguir con la mirada. A esa hora estaba apoyado en uno de los portales de doble hoja de acceso a las cuadras, tomando el aire después de haber sacado brillo a la espada de su señor. Le gustaba respirar el aroma frío que despedía el río al caer la tarde, y quitarse de las narices el olor del ácido abrillantador. Fue en ese momento cuando Gluk pasó frente a él.
El druida no le prestó atención, pero a Felipe la estampa de aquel desconocido le pareció surgida de otro mundo. La poca luz de la tarde apenas le dejó ver una silueta espigada caminando a toda prisa hacia la iglesia. ¿Un brujo? ¿De camino al templo? El escudero se alarmó. Había oído hablar mucho de aquella clase de personajes, capaces de pactar con el Diablo y engañarle o de practicar encantamientos que podrían hacer vagar a un guerrero alrededor de un árbol durante años. ¿Qué hacía allí uno de aquellos magos? ¿Venía acaso en busca de Jean de Blanchefort? ¿Era aquél uno de los charpentiers de los que había oído hablar al capellán de San Leopoldo?
La sorpresa le petrificó.
Un instante después, el druida giró en el centro de la plaza y encaminó sus pasos hacia el extremo opuesto. Delante mismo del pórtico de los apóstoles, esta vez sin testigos, alzó su mirada a la figura sedente de Nuestro Señor y murmurando algo en voz baja, como si pidiera su consentimiento para entrar en el templo, hincó su rodilla desnuda, extendió su vara paralelamente al portal, y apoyando las palmas de sus manos sobre el empedrado, besó el suelo. «Yo soy la Puerta, y quien entre a través de mí será salvado», dijo. Después sonrió. El buen druida acababa de darse cuenta de que aquél era un templo «orientado», es decir, sobre su linterna lucía inequívoco el emblema de Cristo -un círculo con las tres primeras letras del nombre del Salvador, X-P-I en griego, impresas en su interior- que en realidad marcaba, como una brújula, los cuatro puntos cardinales.
Crismón.
Era un templo armónico con los ejes celestes, Era, sin duda, «el lugar». [25]
Instantes después de que el druida desapareciese rumbo a la nave y a las gruesas cortinas del transepto, Jean de Avallon y su asustado escudero llegaban casi sin aliento hasta el pórtico.
– ¡Os juro que le vi dirigirse hacia aquí! -dijo Felipe nervioso.
– Tranquilizaos. Nada malo puede ocurriros si venís conmigo. ¿Y decís que tenía el aspecto de un mago?
– ¡Eso es seguro! -exclamó-. Era un brujo. Llevaba largas cabelleras blancas y un saco lleno sabe Dios de qué. Se detuvo delante de la casona, como si buscara algo o alguien en ella, y luego partió hacia aquí. ¡Espero que no nos haya echado un mal de ojo!
Gracias a Dios Jean no era muy permeable a esa clase de supersticiones. Llevaba años escuchando augurios como aquellos en media Asia sin que nunca se hubiera cumplido ni uno sólo. Aunque, naturalmente, admitía que existían fuerzas sobrenaturales que podían ejercer su acción sobre los mortales, también estaba bastante seguro de que apenas habían nacido hombres capaces de dominarlas. Cerca ya de la iglesia, Jean pidió a su escudero que le diera cuantos detalles recordara del «mago». Debían estar seguros antes de detenerle.
– ¿Y de qué le acusaremos? -preguntó el caballero.
– Nuestro abad lo decidirá.
– ¿Y si erráis en vuestro juicio?
– La prudencia nunca está de más, señor. ¿No dudáis? ¿Y si éste es el asesino que buscamos? ¿No querréis que nuevas muertes puedan caer sobre nuestras conciencias? Quien mata a uno, puede matar a más.
Aquello le persuadió. Tras empujar el portón y adentrarse en su nave principal, Jean repasó la situación. Sólo había algo que no le encajaba: si el hombre que había visto Felipe era, en efecto, un brujo, ¿qué razones podría tener para entrar casi de noche en la Casa de Dios? ¿No le repelería profundamente un lugar santificado como aquél?
El tenue resplandor del único cirio que quedaba encendido en el altar apenas daba luz a las primeras hileras de banquetas. Allí no había nadie.
– A lo peor es uno de los que ajusticiaron al maestro constructor -repitió Felipe cada vez más asustado-. Incluso podría haber venido a llevarse su cuerpo. Vos mismo dijisteis que lo habían enterrado provisionalmente.
– Lo averiguaremos enseguida -le atajó el caballero-. Tal vez sólo haya venido a robar.
– ¿Robar? ¿La sancta camisia? [26] Permitidme dudarlo, señor.
Una daga corta, de filo curvo muy pulido y mango de hueso, brilló en la oscuridad. Jean de Avallon no se separaba nunca de ella, aunque la utilizaba en raras ocasiones. Ahora, caminando muy despacio, el brillo del arma les precedía en su avance. Las escuetas ventanas que daban a la nave principal sólo servían para proyectar sombras inquietantes por todas partes, dando paso a un silencio sobrecogedor. Sólo el perfil del altar de Santiago, ubicado muy cerca del transepto, en uno de los huecos del muro occidental, destacaba en medio de aquella oscuridad.
– ¿No escucháis nada, señor?
Felipe, excitado, tiró del manto de su señor. Tenía la respiración acelerada y el golpeteo constante de su corazón estaba a punto de hacerle estallar las sienes.
– Es allá, al fondo. En medio de la negrura -insistió.
El caballero, con la daga bien apretada, se detuvo un instante. Todo parecía en calma. A la altura del altar de Todos los Santos, la iglesia parecía el interior de una enorme sepultura vacía. Pero ¿lo estaba? No sabría decirlo. Jean de Avallon, tenso, afinó el oído todo lo que pudo, tratando de penetrar en la penumbra. Al principio no escuchó nada, pero cuando fue capaz de discernir entre el ruido de sus pasos, la respiración agitada de su escudero y su propio corazón, intuyó que algo estaba ocurriendo diez pasos por delante de él.
Lo que creyó oír era un soniquete monótono, como una oración, que emergía de algún lugar del… ¡suelo!
– ¿Lo oís ahora? -instó Felipe otra vez.
– ¡Callad!
Un débil resplandor a ras del pavimento se había hecho visible de repente.
– Ya lo veo -susurró-. Viene de la cripta.
[25] No es éste un detalle superfluo. Los antiguos tenían especial cuidado en orientar sus templos hacia los cuatro puntos cardinales, porque de esta manera creían que los situaban en el centro del universo visible, conviniéndolos en una suerte de punto geodésico que marca el lugar donde convergen cielo y tierra.