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Se dirigieron a buen paso hacia las escaleras que ascienden hasta la plataforma donde se levanta la llamada Cúpula de la Roca, y sin apenas tiempo para echar un vistazo a los primeros destellos del sol que se clavaban sobre su cimborrio de cobre, treparon por ellas.

– ¿Conocéis la leyenda árabe de este lugar, joven Jean?

Andrés de Montbard, el fornido guerrero borgoñón nacido en las mismas riberas del río Armancon, susurró su pregunta a Jean de Avallon mientras se aproximaban a la Puerta del Paraíso, al norte del recinto. El caballero, sorprendido, meneó la cabeza.

– ¡Válgame Dios! -bramó el de Montbard, conteniendo su torrente de voz- ¿No habéis salido de vuestro agujero en todo este tiempo? Excavar y excavar, ¿a eso os dedicáis únicamente?

– No, pero…

– ¡No hay excusas! Deberíais saber que el conde Hugo en persona, durante su primer viaje a Jerusalén con la cruzada de 1099, fue el único cristiano que se preocupó por averiguar qué había de verdad en la leyenda que decía que el profeta Mahoma había viajado hasta este preciso lugar en una sola noche. De eso sí habréis oído hablar, ¿verdad?

Jean de Avallon asintió.

La silueta rechoncha del borgoñón gesticulaba como un fauno chiflado a su alrededor. Caminando en cuclillas y silbando como una serpiente le explicó cómo los sarracenos creían que el Profeta llegó a Jerusalén volando desde La Meca a lomos de una burra mágica a la que llamó Al-Baraq, que quiere decir «relámpago». Una montura todopoderosa, de crines de fuego y ojos iridiscentes, enviada por Alá en persona.

– ¿Un relámpago? -los ojos del joven se abrieron como platos.

– Bueno -tosió Montbard para aclarar la garganta igual que hacían los trovadores en Francia-, lo poco que sé es lo que rumoreaban los cruzados: que Mahoma se encontraba en aquel entonces en una situación muy delicada porque su esposa Khandiya acababa de morir y su tío Abu Taleb también. Al parecer, en medio de su dolor, una noche se le apareció el arcángel Gabriel vestido con una túnica de estrellas, invitándole a venir hasta aquí. ¿Qué os parece? Su piel centelleaba como el rayo y, como a la burra, era imposible mirarle a la cara sin quedarse ciego.

– ¿Y le dijo para qué quería llevárselo de La Meca?

– Deseaba mostrarle algo que le consolaría y le daría fuerzas para terminar con éxito su misión. Quería convencerle de que su esposa y su tío estaban más vivos que nunca, en el Paraíso. Y hasta dicen que Gabriel lo subió a lomos de Al-Baraq y lo acompañó sobre aquella prodigiosa montura justo hasta este templo.

– ¿Éste?

Jean no salía de su asombro siguiendo las explicaciones del caballero.

– Así es, joven amigo -volvió a musitar-. Aquí le aguardaban Abraham, Moisés y Jesús para confirmarle que él, hijo predilecto del clan de los Hasim, era también el heredero legítimo de un largo linaje de profetas.

– Parecéis creeros esa historia a pies juntillas, Montbard.

El borgoñón, que aún hablaba en voz baja, como si temiera ser escuchado por el resto, se detuvo a pocos pasos de la escalera de acceso a La Roca para recuperar el resuello. Estaba demasiado gordo para hablar, saltar, actuar y caminar a la vez.

– ¡Es glorioso! -jadeó-. ¡No sabéis nada! ¡No tenéis ni idea de la historia de este lugar pero estáis aquí, con nosotros! ¿Por qué se os reclutó?

Antes de que Jean de Avallon pudiera protestar siquiera a aquellos insolentes comentarios, Monfort le detuvo.

– ¡No me lo digáis! Yo os lo explicaré todo. Que Mahoma viera o no en este templo a los patriarcas bíblicos y a Nuestro Señor realmente no nos incumbe. Lo que verdaderamente importa ahora, lo que interesó a nuestro señor conde, es lo que le ocurrió después al Profeta.

– ¿Después?

– ¡Pues claro! -bramó-. Tampoco oísteis nada de eso, ¿verdad?

Jean comenzaba a sentirse como un perfecto estúpido. ¿Por qué nadie le había puesto al corriente de aquellos retazos de historia de los que presumía Montbard? ¿Tenía acaso que ver con la discreción con la que se trataban entre sí los caballeros más veteranos? ¿Explicaba esa actitud la prohibición de que ningún caballero entrase solo en la Cúpula de la Roca sin autorización expresa de Hugo de Payns?

– Escuchadme bien -prosiguió Montbard en tono confidencial-. Dicen que alguien, desde el cielo, lanzó sobre La Roca que pronto veréis una escalera hecha por entero de luz, y que ésta se ancló sobre la que aquí llaman la piedra de Yaqub. [6] Por ella Mahoma trepó a los cielos, los recorrió de arriba abajo, y se maravilló de lo grande y perfecta que es la creación de Dios.

– ¿Y decís que partió desde aquí a semejante viaje?

– Así es.

– ¿Y regresó?

– Sí, con gran sabiduría. Y muy equivocado tendría que estar, mi querido hermano, si algo relacionado con esa escalera no fuera la razón última por la que hemos sido convocados aquí por nuestro señor conde. Después de la cruzada, él regresó a Francia pero encargó a Hugo de Payns que siguiera indagando en esa leyenda y encontrara la escala.

Jean de Avallon subió de tres o cuatro zancadas las escaleras porticadas que los árabes llamaban mawazen (las balanzas) y alcanzó en un suspiro la Puerta del Paraíso. Bajo su impresionante dintel turquesa y negro, uno de los sargentos de la Orden le tendió una antorcha encendida. Y después, otra a Montbard. Los dos eran los últimos en llegar.

– ¿La veis? -le increpó el borgoñón nada más penetrar en las penumbras de aquel impresionante recinto octogonal.

– ¿A qué os referís?

– A La Roca. ¿Qué va a ser? La tenéis a vuestra izquierda. Este corredor columnado sólo es un deambulatorio que rodea al único pedazo del monte Moriah que está al descubierto. Para los judíos ésta es la roca primordial en torno a la que Dios creó el mundo; sobre ella Abraham estuvo a punto de sacrificar a su hijo Isaac, y aquí mismo fue también donde su nieto Jacob tuvo su visión de la Scala Dei por la que vio ascender y descender miríadas de ángeles.

Jean resopló de asombro.

– Lo que ignoro -titubeó Montbard- es por qué lleva tantos años cerrado este lugar a nuestros caballeros…

– Es más hermoso de lo que imaginaba.

– Lo es.

Mientras el eco de sus últimas palabras se diluía entre los pliegues del mármol y la pedrería circundante, Hugo de Payns, a la cabeza del grupo, hizo un exagerado ademán indicándoles dónde estaba el punto de destino. Situado en el naneo sureste de La Roca, la meta era un tosco agujero practicado en el suelo en el que apenas se dejaban ver unos peldaños excavados a cincel, sin pulir. Los escalones se perdían tierra adentro, y al fondo, al final de lo que parecía un breve y estrecho corredor, se intuía una acogedora luminosidad anaranjada.

Lo atravesaron sin pensar.

Al otro extremo, de pie, los esperaba impaciente el conde de Champaña. De unos cincuenta años bien cumplidos, rasgos severos, ojos marrones y una prominente nariz ganchuda que se encorvaba sobre sus barbas grises, Hugo de Champaña vestía un jubón y calzas inmaculadamente blancos.

– Pasad, pasad hermanos al interior de la cueva primigenia, al axis mundi de la cristiandad -les exhortó-. Dejad fuera vuestros prejuicios, y permitid que el espíritu de la Verdad os penetre.

Junto a él, también de pie, uno de los capellanes de su séquito sostenía un voluminoso ejemplar manuscrito de la Biblia. Era un mozo joven, con el pelo cortado según las exigencias del Cister, y al que ninguno de los caballeros había visto antes en la Casa de la Orden o en los capítulos de aquellos días.

Cuando Hugo de Payns entró tras Jean de Avallon en la cripta inacabada, el clérigo supo que la ceremonia debía empezar.