Gluk ató el saco donde guardaba su preciado instrumento y el libro.
– Ya veo -bajó la vista-. Cayó Blanchefort, ¿verdad?
Aquello sobresaltó a Felipe.
– Veo que lo conocíais.
– Sí. Y si, como decís, le arrancaron la cabeza el asunto es más delicado de lo que imaginaba. Tal vez no sepáis que a muchos iniciados y hasta a dioses del pasado les arrancaban la cabeza si sabían que estaban a punto de poner en marcha cambios que cuestionaran determinado orden establecido. Era la manera de neutralizarlos para siempre. Los míos y yo combatimos desde hace siglos esas poderosas fuerzas negativas que no quieren que el mundo salga de las tinieblas en las que navega. Salomé pidió que Herodes le cortara la cabeza al Bautista; la mujer era una de «ellos». En Egipto, Set despedazó a su hermano Osiris y lo primero que le arrancó fue la cabeza, enterrándola cerca de Nubia; también aquél fue uno de «ellos», al que más tarde llamaríais Satanás, que viene de Set. En Roma, Tarquino el Soberbio, su último rey, encontró en los cimientos del templo a Júpiter que estaba construyendo una cabeza humana, por lo que decidió llamar al lugar «Capitolio» y consagrarlo a la Oscuridad para no perder la suya. Creedme, pues, si os digo que las Sombras han llegado a Chartres más rápido que la Luz a la que vuestra nueva orden representa, y han sacrificado al maestro para regar la Tierra con su sangre y consagrarla a las fuerzas oscuras. Debéis, pues, actuar rápido y cumplir con vuestra misión. ¡Traed nuevos maestros! ¡Y protegedlos!
– Bernardo debe saber todo esto -dijo el escudero.
– Lo sabrá.
El druida se ajustó su capuchón al tiempo que comenzó a recoger cuanto tenía a su alrededor.
– ¿Por qué decís eso?
– Vamos, caballero -resopló el druida, atando el saco donde lo guardaba todo-. ¿No fuisteis vos quien jurasteis en Jerusalén que buscaríais y protegeríais las Puertas de Occidente? ¿Acaso no confió el conde de Champaña en vuestra fortaleza para que trazaseis un plan que colocaría sobre cada una de las Puertas un templo que las sellase para siempre? Bernardo sabe tan bien como yo de vuestra iniciación, y confía plenamente en vuestra capacidad de trabajo.
– Pero ¿y cómo vos…?
Jean de Avallon no encontró la frase que necesitaba. Aquel desconocido, que hablaba empleando un estilo arcano y confuso, sabía algo que pertenecía a su círculo más íntimo, y que no había referido ni al mismísimo abad de Claraval, a quien el conde Hugo había responsabilizado de proteger. Ningún «simple» augur hubiera podido hacer un comentario tan preciso sin estar en el secreto.
– ¡Oh, vamos! ¿Os sorprende que conozca vuestro juramento?
Gluk miró con fuego en los ojos a un Jean de Avallon tieso como su vara de serpiente.
– Explicádmelo.
– Es sencillo, mi buen caballero. Aunque jamás me hayáis visto, ni tampoco nadie os haya hablado de mí, yo soy uno de los que ha preparado el camino en estas tierras para lo que ha de llegar. Bernardo es otro. El conde de Champaña otro más. Somos como peones en un tablero de ajedrez gigante, y vamos moviéndonos a ritmo lento para allanar el terreno para la más grande revolución que conocieron los siglos.
– ¿Y qué ha de llegar, según vos? -le abordó Jean.
– Hacia aquí viene un cargamento que salió de Jerusalén meses después de vuestra marcha y del que jamás oísteis hablar. Ese cargamento está protegido por los hombres con los que compartisteis vuestro destino en la Cúpula de la Roca, y está llamado a renovar un viejo pacto con Dios. A algunos de los que ahora custodian esa carga los conozco desde su infancia, pues debéis saber que también fui instructor de muchos de ellos. Y fueron éstos los que me han referido qué misión fue la que decidisteis aceptar en Tierra Santa.
– Pero cómo… -Jean volvió a atorarse.
– ¿Cómo me lo contaron? No os torturéis más, mi amistad con el abad de Claraval y con vuestros compañeros de milicia es más que circunstancial. Ambos compartimos un mismo destino. Sin embargo, yo no lo sé todo. Por ejemplo -hizo un guiño de complicidad-, no imaginaba que vos vendríais esta noche por mí. Y al hacerlo en este preciso lugar, es evidente que os habéis reafirmado en la misión que aceptasteis.
– Mi misión no ha empezado aún -protestó.
– ¡Sí lo ha hecho! -replicó el druida-. En la caravana que os acabo de anunciar se custodia toda la información que precisáis para poner en marcha vuestro plan. Sobre vuestros hombros recae la responsabilidad de hacer crecer la semilla que esos carromatos traen en su interior. Es más, ahora sé cuál es mi misión al haber tropezado con vos aquí: prepararos para el delicado momento de la llegada de los libros de la sabiduría. Obras que inspiraron otras como la que habéis visto en mi zurrón, y que hablan de cómo para llegar al cielo hay que tomar puertas desde la tierra.
– Puertas… -se estremeció-. ¿Acaso están aquí?
– ¿Aún lo dudáis, caballero De Avallon? ¡Yo os mostraré la que descansa frente a vos!
Lo que ocurrió después le resultó vagamente familiar al templario. El druida alzó sus brazos lo más alto que pudo y pronunció unas frases extrañas, que retumbaron por toda la cripta. Cuando su eco se apagó, y mientras el anciano abría precipitadamente su libro por el centro, una suave brisa acarició sus rostros sumiéndolos en un estado de dulce embriaguez. Jean se resistió, pero cuando notó que comenzaba a «sumergirse» en el mismo zumbido que tres años atrás le hiciera caer de rodillas en otra cripta, la de la Cúpula de la Roca, se rindió. Felipe se tapó los oídos con ambas manos, aunque fue incapaz de resistir demasiado tiempo en pie. Después, atónito, vio caer de bruces al druida, su libro y su vara, y por delante de sus ojos comenzaron a desfilar destellos de un pasado cercano: Gondemar hablando en una lengua que no conocía, el bruto de Montbard levantando su espada al aire tratando de contener aquella furia invisible surgida de sabe Dios dónde, el gigante de Saint Omer con los ojos fuera de las órbitas y el venerable conde de Champaña cerrando los ojos en actitud orante ante el milagroso don de lenguas manifestado al de Anglure.
– ¡Padre Santo! -su grito fue ahogado por un zumbido cada vez más poderoso.
– ¡Sí! -rugió el druida-. ¡Ascended ahora! ¡ La Puerta está abierta!
Fue lo último que oyó de Gluk. El suyo fue un bramido seco, ahogado también por aquel pitido agudo, que enmudeció en cuanto una extraña luz azul les envolvió y les arrancó del suelo. Fue como si un torbellino les arrastrara hacia lo alto. Pero ¿qué alto? A pocos palmos sobre sus cabezas sólo estaba la roca viva de la cripta.
Después, llegó el silencio.
PADRE PIERRE
Sor Inés se quedó de una pieza al abrir la puerta. La madre Cazuelas no podía ni imaginarse quién podría estar martilleando el timbre con aquella insistencia a una hora tan tardía. Lo cierto es que su cara debía ser de órdago, porque el que llamaba dio instintivamente un paso atrás antes de atreverse a articular palabra.
Hasta cierto punto era lógico. El hombre de la gabardina «extranjera» y el bigote recortado al que había estado espiando hacía un rato desde la cocina, estaba ahora allí, plantado frente a ella cuan largo era, y la examinaba de arriba abajo. Eso intimida a cualquiera. Además, la monjita no pudo evitarlo: una ola de calor se instaló en sus mejillas, sonrojándola en un santiamén. «Tranquila, Inés -se dijo-, este hombre no te conoce de nada.» Y disimulando su azoramiento como buenamente pudo, hizo lo imposible por atenderle.
– Dígame -balbuceó sor Inés por fin-. ¿Puedo ayudarle en algo?
– Deseo ver al padre Pierre, hermana.
El visitante, francés sin duda alguna, no ocultó su impaciencia.
– Él no me conoce de nada -añadió-, pero comuníquele, por favor, que se trata de un asunto urgente y que debo verle a la mayor brevedad posible.