– «Harás un candelabro de oro puro» -Godofredo de Saint Omer, como no podía ser de otra forma, cerró el coro. [42]
Los cuatro confundieron sus frases haciendo que a cada nuevo versículo la columna ganara en intensidad. El zumbido y el murmullo de sus entonaciones pronto se fundieron en uno, haciendo que las piedras grises del ábside comenzaran a perder su rigidez. De repente daba la impresión de que se tornaban blandas, inconsistentes, como gigantescas piezas de cera a punto de derretirse. Era evidente que aquello, fuera lo que fuese, no había hecho más que comenzar.
Rodrigo, mientras tanto, había dejado perder su mirada en el centro de la pilastra de fuego; era como un sol que no quemaba la vista. La luz, en cualquier caso, no era completamente blanca. En el eje de la columna apenas era visible una especie de aspa surcada de caminos curvos que giraban en el mismo sentido que el agua en los remolinos de los ríos. Un laberinto impreso en la columna del que de pronto vio emerger tres sombras de aspecto vagamente humanas.
Las figuras se dibujaron en su iris, creciendo más y más hasta hacerse muy cercanas y cubrir la anchura del tronco de luz que palpitaba frente a él. Con las pupilas dilatadas y los ojos rojos, sin pestañear, Rodrigo aguardó. Era incapaz de mover un músculo, de articular palabra, ni siquiera de sentir el duro suelo de piedra bajo sus mocasines de piel.
Luego llegó el trueno. Fue seco. Rotundo. Salvaje.
Toda la iglesia tembló y Rodrigo, que estaba en el centro del ábside, sintió el impacto de su furia contra el pecho. Jamás había notado una opresión como aquella. Se quedó sin respiración, notando -con lo poco que le quedaba de dominio sobre su conciencia- cómo el peso de su cuerpo salía proyectado hacia atrás con una violencia musitada. Si Satanás en persona le hubiera abofeteado no se hubiera sentido tan frágil como en ese instante.
Un segundo después, magullado y empotrado entre las sillas de la nave, el «espía» pudo levantar su cuello y contemplar una escena que difícilmente podría olvidar.
Envueltos en una luz anaranjada muy suave, tres figuras -dos hombres jóvenes, uno de ellos ataviado con el mismo manto de los templarios, y un anciano de cabellera gris y aspecto descuidado- fueron vomitados por la columna, cayendo desmayados nada más atravesar aquel «umbral».
No perdieron aquella luminosidad de inmediato. Aún tumbados como muertos en el suelo, el brillo naranja permaneció hasta ir desapareciendo poco a poco. Andrés de Montbard fue el primero en reaccionar.
– ¡Es Jean de Avallon! -exclamó.
– ¡Y Gluk, el druida! -remató Gondemar, que abrió sus ojos como si acabara de salir de un sueño profundo.
Al principio nadie se fijó en Rodrigo, hasta que, con Gluk, Felipe y Jean incorporados sobre una de las banquetas de madera adosadas al ábside, el gigante de Saint Omer clavó sus ojos en él.
– ¿Quién es ése? -rugió.
Rodrigo, algo aturdido por el golpe, trató de levantarse y explicarse, pero las palabras no acudieron a su garganta.
PÓRTICO NORTE
Michel había dejado su Suzuki aparcado en Orléans y se subió al BMW de Letizia para completar el viaje hasta Chartres. Ambos sabían lo que les esperaba: una amable ciudad provinciana, cuya vida giraba desde hacía nueve largos siglos alrededor de su famosa cerveza y de un edificio único en el mundo: su espléndida catedral gótica, obra de un arquitecto anónimo dotado de un genio innovador y sorprendente.
Tardaron menos de lo esperado en llegar, asi que, al distinguir las agujas del templo, les sobró tiempo para dejar el coche en el párking más cercano al centre ville y premiarse con un exquisito Pavé ramsteak au rochefort por 88 francos cada uno. El Café de la Serpent era el refugio ideal para los «exploradores» de catedrales. Al menos, eso les dijeron en la modesta oficina de turismo de la villa.
Letizia y Michel almorzaron sin perder de vista el espléndido pórtico sur de Chartres. Sus jambas, protegidas bajo un porche esbelto y ligero, mostraban un coro de personajes del Nuevo Testamento custodiando una soberbia recreación del Juicio Final en el tímpano central. En realidad, aquel conjunto escultórico era sólo una pequeña muestra de las casi cuatro mil imágenes talladas que decoran el templo, y de los cinco mil personajes que adornan sus vidrieras.
Curiosamente, uno de los más conocidos estaba también en el pórtico sur, empotrado en su singular parteluz. Se trataba de una imagen de Jesucristo en pie, que sostenía en su mano izquierda un libro cerrado por tres sellos y que apoyaba sus pies sobre las cabezas de un dragón y un león, respectivamente. Le Beau Dieu de la catedral.
– ¿Tienes idea de qué significa esto? -preguntó el ingeniero al ver su fotografía impresa en la carta del restaurante.
– Vaya por Dios -bufó Letizia divertida-. No será otro de tus exámenes, ¿verdad?
Sus ojos claros le miraron con una dulzura que ya casi no recordaba. Las pecas de su rostro rodearon graciosamente su sonrisa.
– En realidad, se trata de un simbolismo muy ambiguo -respondió finalmente mientras apuraba un té de menta-. Es una especie de «sello» que marca algunas de las principales catedrales góticas de este periodo.
– ¿Un sello?
– Sí. Es como el anagrama de la célebre frase de Cristo: «nadie entrará al Reino de los Cielos si no es a través de mí», donde Jesús asume el papel de Puerta Estelar.
– ¿Puerta Estelar? ¿Y estas figuras bajo sus pies? ¿Tienen algo que ver? -dijo Michel señalando las figuras sobre las que se apoyaba la imagen.
– No, no, claro -se excusó ella-. Por un lado esa imagen pretende representar el triunfo de Cristo sobre las fuerzas del mal que tiene representadas bajo sus talones. Pero, por otro, dado que en los otros dos pórticos de la catedral, el Real y el Norte, se encuentran símbolos astronómicos inconfundibles, León y Dragón podrían remitir a épocas astrológicas antiguas, vencidas por la nueva revelación de Cristo.
– ¿Y qué épocas son esas?
– La era de Leo discurrió hacia el 10.000 antes de Nuestra Era, y la del Dragón, para los pueblos de Oriente, fue contemporánea más o menos a la del felino.
Michel arqueó las cejas como sólo él podía hacerlo.
– ¿Y el libro que sostiene? -preguntó.
– Quizás sea un ejemplar de la Biblia, quizás el Apocalipsis, en el que está inspirada la escena superior.
– ¿Quizás? -jugueteó Michel-. ¿Y si es el Libro de los Muertos? Tú misma me dijiste que los egipcios pudieron haber inspirado indirectamente los fundamentos del arte gótico, ¿no?
– ¿Dije yo eso?
– Sí. Fue cuando te expliqué que en Vézelay un curioso personaje me enseñó que el tímpano exterior era una recreación exacta de una de las escenas más famosas del Libro de los Muertos egipcio. El tomo que sostiene Cristo podría encerrar aquí una especie de clave simbólica, algo así como el manual de instrucciones para el tránsito al más allá desde este lugar.
– Hmmm… -Letizia apuró su té-. En mi época de Universidad leí todo lo que cayó en mis manos de un tal René Schwaller de Lubicz; escribía sobre simbología egipcia y era muy bueno, aunque casi nadie le entendía. Venía a decir que los relieves de los templos del Nilo no debían interpretarse escena por escena, o línea por línea como hacían casi todos los egiptólogos, sino como si integraran un conjunto armónico. Y es curioso, eso mismo acabas de hacer tú.
– ¿Yo?
– ¡Sí! ¿No te has dado cuenta? Has relacionado el libro que aparece en el parteluz con la escena que se talló encima, y has «leído» ese grupo escultórico como si fuera un todo. Es curioso, ¿sabes que empiezas a mirar las cosas como si fueras un iniciado?