– Ya, ya -Michel protestó-. Pero ¿tiene sentido lo que digo? Al fin y al cabo tú eres la historiadora.
– No lo sé. Pero deberías tener en cuenta esta paradoja: si la catedral de Chartres fue construida, como dices, para guiar a alguien hacia el más allá, lo cierto es que bajo sus losas no se enterró nunca a ningún obispo, ni rey, ni conde. ¡A nadie! ¿Cómo iba a guiar a nadie al otro lado si no se enterró nunca a ninguna persona en su suelo?
– Bueno, por lo que he podido leer, en las pirámides tampoco se encontró nunca una sola momia. Y según ese tal Charpentier, pirámides y catedrales fueron erigidas siguiendo patrones matemáticos similares. La paradoja, pues, no es sólo aplicable a este lugar.
– ¡Vaya! -sonrió Letizia, apartando un mechón de su rostro-. Veo que has progresado mucho durante el tiempo que llevamos separados.
– ¿A qué te refieres?
– A que has aprovechado los libros que quedaron en casa. En realidad, la idea de que las pirámides no se construyeron como tumbas es de origen árabe. Los primeros califas que se preocuparon de esos imponentes monumentos creyeron que se trataba de templos dedicados a Isis en los que se iniciaba a los soberanos. Y si, como te expliqué en Orléans, Isis fue adaptada en la Europa cristiana como Nuestra Señora, las catedrales podrían tener una función similar en tanto que templos dedicados al mismo servicio.
– Suena coherente, pero entre egipcios y constructores de catedrales hubo muchas civilizaciones. Griegos, romanos, árabes… ¿Cómo pudo transmitirse ese conocimiento a lo largo de tantos siglos? ¿Y por qué no se construyeron obras góticas mucho antes?
– Lo que dices es cierto -admitió Letizia mientras cogía el bolso, pagaba el almuerzo y tiraba de Michel hacia el otro lado de la catedral-. Pero deberías tener en cuenta que ninguno de esos tránsitos fue brusco. Los griegos dominaron Egipto durante tres siglos, bajo el dominio de Alejandro y sus generales, los ptolomeos. Reformaron templos y construyeron nuevos lugares de culto sobre enclaves donde en el pasado hubo otros; aprendieron jeroglíficos y asumieron en poco tiempo el saber de los faraones. Luego los romanos convirtieron Egipto en una de sus provincias y los primeros cristianos, los coptos, se establecieron allá heredando aquel saber rescatado por los ptolomeos. Su propia Iglesia terminaría persiguiéndolos duramente, tachándolos de herejes gnósticos y condenando muchos de sus credos ancestrales.
– Algo de eso dice Louis Charpentier en su libro. Asegura que entre la erección de las pirámides, el Templo de Salomón y la catedral de Chartres mediaron dos mil años cada vez, que viene a ser el tiempo de una Era astrológica. Naturalmente, eso implica que cada uno de esos pueblos construyó sus templos con arreglo a la posición de determinadas estrellas dominantes y para cubrir alguna necesidad metafísica que hoy hemos olvidado.
– En eso estoy de acuerdo. Los antiguos jamás hacían algo por mero gusto estético. Todas sus acciones perseguían un fin práctico.
– ¿Práctico?
– Sí. Y no necesariamente algo material. Podrían haber levantado las pirámides por ejemplo para guiar a sus difuntos hacia ciertas estrellas importantes dentro de su mitología, ¿no?
– ¡Pues es una idea! -exclamó Michel. Por fin la conversación entraba en un terreno en el que se sentía seguro-. Además, eso explicaría por qué pirámides y catedrales tienen orientaciones tan diferentes.
Letizia, intrigada, le dejó continuar.
– Hoy los astrónomos saben que ninguna estrella permanece fija en el cielo. Se debe a un particular movimiento terrestre al que llaman precesión.
– ¿Precesión?
– Déjame que te lo explique. La Tierra, como sabes, se mueve sobre su propio eje, y también alrededor del Sol, dando pie a los días y las estaciones.
– Hasta ahí lo entiendo.
– Ese mismo movimiento hace que las estrellas que se ven en cada estación sobre el horizonte varíen de posición, y que cada mes, más o menos, se vean nuevas constelaciones. Ese ir y venir de estrellas dio pie a los signos zodiacales. Sin embargo -prosiguió Michel- los antiguos descubrieron que nuestro planeta efectuaba un movimiento irregular más, uno que hace que el eje longitudinal de la Tierra bascule como si fuera una peonza, haciendo que las estrellas no estén nunca en el mismo lugar, de estación en estación. Ninguna estrella de este verano estará en el mismo sitio el verano que viene. En realidad, aunque te parezca extraño, se mueven a razón de un grado cada setenta y dos años, ascendiendo y descendiendo sobre el horizonte en ciclos completos de veintiséis mil años.
– Y de eso tú deduces que…
– Como cada dos mil años, las estrellas se mueven casi treinta grados, a los antiguos les era necesario reajustar la orientación estelar de sus templos, construyéndolos de nuevo en lugares diferentes. De esa forma podían seguir imitando sus constelaciones sagradas sobre la Tierra.
Letizia repasó en silencio aquella reflexión. Nunca en sus años de convivencia con Michel le había explicado con aquella dedicación temas que a ella pudieran interesarla. Astronomía, matemáticas, cartografía estelar… ninguno de los asuntos en los que él andaba metido parecía que pudieran llegar a interesarla algún día. Pero además, Michel tampoco mostró interés alguno por sus inquietudes metafísicas o por sus lecturas sobre temas trascendentes.
Ahora, de repente, sus pasiones convergían.
– Entonces, según deduzco, tú crees que para entender por qué se construyeron las catedrales, lo más sensato sería relacionarlas con su inmediato antecesor, que fue el Templo de Salomón y sus reliquias… ¿no?
– ¡Y el Arca! -Michel mordisqueó las patillas de sus gafas con fruición-. ¿No fuiste tú quien dijo que los templarios pudieron haber obtenido las claves del arte gótico de ciertos documentos contenidos en el Arca?
Letizia, divertida, asintió mientras llegaban ya al pórtico norte envuelto en las sombras del atardecer. «¡Y además me escucha!», se dijo.
El paseo a aquella hora discurrió impregnado de los mil y un perfumes que la primavera arrancaba de los jardines decimonónicos anexos al cloître de Notre Dame. Al llegar bajo las arcadas ojivales donde emergían los doce signos del zodiaco, ella decidió apostar fuerte por Michel. No entraba en sus planes orientar la conversación hacia donde pensaba llevarla, pero algo, allí debajo, le hizo sentir que aquél era un buen momento.
– Veo que la Biblia no fue nunca tu lectura favorita -dijo sin conceder demasiada importancia al comentario.
– ¿Por qué dices eso?
– Porque si leyeras con atención -remató-, te habrías dado cuenta de que Moisés escapó con el pueblo elegido de Egipto, fue perseguido por Faraón y eludió su represión gracias a que Yahvé sepultó sus tropas oportunamente en el mar Rojo. Piensa, ¿qué pudo obligar a Faraón a perseguir a un grupo no demasiado grande de proscritos con aquella fiereza?
Michel no contestó. Letizia volvía a brillar con aquel magnetismo que le enamoró años atrás. Apretó los dientes y la dejó continuar.
– Es posible que Moisés «robara» algún secreto religioso y científico importante, tal vez los míticos Libros esmeralda de Hermes, que después Moisés encerraría en el Arca de la Alianza como si fueran mandamientos de su Dios. Por algo así, ningún soberano hubiera escatimado esfuerzos en perseguir al ladrón.
– ¿Hermes?
– ¿De qué te extrañas? Los maestros de obras medievales que levantaron estos muros recordaban a menudo sus palabras a Asclepio, en las que desvelaba para qué servían aquellos libros.
Michel no pestañeó, dejando que Letizia rematara su extraño comentario.
– ¿Ignoras acaso que Egipto es la copia del cielo? -Y citó solemne-. «¿O, mejor dicho, el lugar en el que se transfieren y proyectan aquí abajo todas las operaciones que gobiernan y ponen en marcha las fuerzas celestes?»