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– ¡Te lo sabes de memoria!

No replicó. Sinuosa como una serpiente, subió las escaleras que se adentran bajo el porche del pórtico norte, y girando sobre sus tobillos, nada más situarse frente al parteluz con la efigie de Nuestra Señora, señaló una de las columnas que sostienen el conjunto.

– ¿La ves? Es el Arca saliendo de Jerusalén.

El ingeniero, abrumado por aquel insospechado alarde de erudición, abrió los ojos como platos. Allí, en efecto, sobre dos capiteles de pequeño tamaño, reposaba un relieve inconfundible: una caja alargada, cerrada con los mismos cerrojos que el Libro de Cristo del pórtico sur, parecía estar desplazándose sobre un carro. La escena siguiente, muy deteriorada, mostraba varios personajes cubiertos por túnicas o mantos alrededor de la misma Arca, mostrando actitudes de veneración o sumisión hacia el objeto. Y bajo ambas «viñetas», un ambiguo texto en latín: Hic Amittitur Archa Cederis.

– ¿Qué significa? -preguntó Michel pasando las yemas de sus dedos por encima de la inscripción.

– Algo así como «Ahí va el Arca que has de entregar».

– ¿Entregar? ¿A quién?

– Al que lo merezca -respondió Letizia crípticamente-. Claro que siempre cabe la posibilidad de que Cederis sea una corrupción de Foederis, «Alianza», en cuyo caso la frase sería «Ahí va el Arca de la Alianza».

– ¿Y a quién representa esa escena?

– ¿Cuál? -la rubia señaló a los hombres con manto alrededor del cajón de los cerrojos-. ¿Ésta? Probablemente a los receptores del Arca y, por tanto, de los libros de Hermes que viajaban en su interior. Unos libros que, si lees estos capiteles, fueron custodiados por un receptor que no se especifica, nada más llegar aquí.

– ¿Por quién? ¿Por los templarios?

– Tú lo has dicho.

El Arca de la Alianza llegando a Chartres. Capiteles del pórtico norte.

El último aserto de Letizia retumbó en los auriculares de Ricard fuerte y claro. Al ver su gesto de sorpresa, el nubio, que horas antes había interceptado aquella señal extraordinariamente nítida procedente de algún poderoso micrófono instalado sobre Michel por alguien que no pertenecía a su equipo, se removió inquieto en la parte de atrás del monovolumen.

– Hay que actuar de inmediato -sentenció grave-. No sé quién diablos es esa mujer, pero estoy seguro de que está a punto de revelarle al «pájaro» precisamente lo que no queremos que averigüe.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro, Gérard?

El catalán le miró muy serio, dejando que las bobinas de la grabadora siguieran registrando la conversación que estaba desarrollándose una manzana de casas más allá.

– No lo estoy -respondió-. Pero, después de escuchar lo que ha dicho, el padre Rogelio aprobaría una acción preventiva inmediata.

– Lo dices por lo de Hermes, ¿verdad?

– Sí. Lo de Hermes.

Ricard, sin mudar un ápice de gesto, no tuvo más remedio que asentir. La situación estaba a punto de írseles de las manos por culpa de una desconocida. Tras girar en su butaca basculante, el catalán le guiñó un ojo a Gloria para que arrancara.

La Renault Space, obediente, ronroneó un par de veces antes de enfilar el perímetro del pequeño parque abierto frente a Notre Dame de Chartres y aproximarse tímidamente hasta su pórtico norte. Una vez flanqueado el número 21, donde nacen las escaleras de acceso a una terraza elevada que da a una tienda de Antiquités y a un salón de té (el Curiosités et Gourmandises) , el portón lateral del monovolumen retumbó frente al porche.

Nadie les vio. A esa hora, hasta las tiendas de recuerdos y carretes fotográficos estaban cerradas.

Sólo Letizia y Michel observaron sorprendidos cómo un individuo atlético, de piel negra pero rasgos occidentales, salvó los escalones que le separaban de ellos y se colocó a su lado. Una Glock de nueve milímetros con silenciador resplandeció en su mano derecha.

– No te muevas -susurró.

El negro, una mole de metro ochenta, clavó su mirada cetrina en la rubia, como si aquélla fuera su objetivo. El ingeniero se estremeció.

– Esta vez os habéis dado prisa -murmuró Letizia sin sobresaltarse.

– ¿Os conocéis?

– Sí, Michel. Hace tiempo.

Mudo de asombro, el ingeniero no volvió a articular palabra. «¿En qué diablos está metida esta mujer?», barruntó. De repente, se temió lo peor: Marcel, su marido, muerto de celos por su huida, había lanzado aquellos matones sobre ella. Pero ¿tan rápido?

El nubio, ajeno a aquellas cábalas apresuradas, hizo un grueso aspaviento con el arma. Señaló a la rubia el camino del furgón y paralizó con una mueca a Témoin. Para su sorpresa, ella obedeció sin oponer resistencia.

Antes de descender las escaleras aún acertó a despedirse.

– Busca a Charpentier -dijo-. Y dile que me encuentre.

– ¿Char… pentier?

– La Fundación.

Alguien, desde dentro del vehículo, la arrastró a su interior, obligándola a interrumpir su frase. El nubio entró después, y echando un vistazo a un Témoin más pálido que las piedras del pórtico, se apiadó de él.

– No vuelvas por aquí, o morirás -dijo.

Temblando de miedo, Michel tanteó las piedras que había tras él hasta que logró apoyarse en la columna del Archa. Su bigote, fuera de lugar, goteaba un sudor nervioso que nunca antes había sentido.

La Renault revolucionó el motor estruendosamente, y en cuestión de segundos se perdió por donde había venido. Aquel rincón aislado del perímetro catedralicio quedó entonces envuelto en un extraño silencio.

Michel no pensó en la policía hasta mucho después.

CAMPOS ELÍSEOS

Un hombre entrado en carnes, vestido impecablemente de gris perla, guillotinó su tercer habano de la tarde mientras aguardaba la señal de su secretaria. Desde su pared acristalada se veía buena parte de la Ciudad de la Luz. Era más magnífica aún de lo que soñó Luis XIV cuando encargó a su paisajista que la reformara de arriba abajo en 1667.

Todo allí era historia pura. Las vistas desde el despacho de caoba del gordo daban muy cerca del Arco del Triunfo de Napoleón. Un monumento que divide en dos la enorme avenida que separa el impresionante Arche de la Défense del obelisco egipcio de la Concorde y de la pirámide de cristal del Louvre.

Situado bajo otra pirámide, esta vez de acero, el edificio desde donde el hombre del habano dominaba París asemejaba una gigantesca aguja faraónica. En realidad, edificios similares a ése se han levantado por todas partes en los últimos años: en el 110 del Paseo de la Castellana de Madrid, en el corazón del barrio neoyorquino de Manhattan, en Roma, Londres o Berlín. No importa dónde, lo cierto es que, por paradójico que resulte, no existe hoy ningún centro de poder del mundo sin su pirámide o su propio obelisco cerca. El Vaticano y la Casa Blanca son sólo dos ejemplos de ello. Sus edificios, otro más.

El gordo, relamiéndose de sus vistas, pensó en ello con aire triunfal. Algún poderoso arquitecto, mago sin duda, había unido con seis kilómetros de línea recta la avenida Charles de Gaulle, los Campos Elíseos, el Jardín de las Tullerías, el Arco de Triunfo de Carrousel y el palacio del Louvre. Todo para gloria de sus descendientes. Y a la vera de aquel trazado urbano perfecto, como si de plantas ornamentales se tratase, crecían decenas de símbolos de poder inventados treinta siglos antes de Cristo y colocados allí con una precisión pasmosa.

– Señor -tronó el interfono de repente-. La visita que esperaba acaba de llegar. ¿Le digo que pase?

– Sí, por favor -respondió satisfecho. En efecto, todo cuadraba.

La puerta de su despacho chasqueó de inmediato. Un individuo delgado, de estatura media, rostro afilado y barba no muy bien acicalada, entró al tiempo que se ajustaba el nudo de su corbata. Llevaba bajo el brazo una carpeta llena de papeles, descuidadamente anudados con una goma elástica. Parecía nervioso.