Jacques Monnerie, nervioso, comenzó a atar cabos.
– Dígame una cosa, ¿es usted masón, señor Charpentier? -preguntó a bocajarro.
– Puede decirse que algo así. Tuve antepasados albañiles trabajando en las catedrales. Y eso, literalmente, es un maçon, ¿no es cierto?
– Lo que no termino de entender -le atajó grave-, es por qué me pone usted al corriente de todo esto. ¿Qué espera que haga?
– Quiero que viaje urgentemente a Amiens, que es a donde sabemos que se dirige Michel Témoin en estos momentos. Debe ganarse su confianza, contarle lo que sabe, y cancelar su investigación. Es fácil, ¿no?
– ¿Sólo eso?
– Retirándolo de la escena, nuestros adversarios perderán la principal guía que tienen ahora para descubrir el emplazamiento de la fuente de los supertalismanes, y su secreto permanecerá a salvo mucho tiempo más.
– ¿Y no va a avisar a la policía?
– Témoin ya ha alertado a la gendarmería de Chartres sobre lo ocurrido, pero no creo que sepan muy bien qué hacer con este caso. Nosotros nos ocuparemos de rescatar a Letizia.
– ¿Cómo puede estar tan seguro?
– Ella lleva encima un micrófono con un localizador. No se preocupe. Es cosa nuestra.
Charpentier giró sobre sus talones y tomó un libro de la estantería de caoba que tenía detrás de su escritorio. Era un volumen de tamaño medio, encuadernado en rústica, que acarició con dulzura, como si aquel tomo pudiera hacerle olvidar sus preocupaciones.
– ¿Lee usted español? -dijo, desempolvándolo.
– Algo. He veraneado desde niño en la Costa Brava, y allí aprendí algunas nociones básicas.
– Entonces, léase esto por el camino. Un coche de la Fundación le llevará ahora mismo hasta Amiens. Encuentre a Témoin y sáquele de allí.
Meteor man tomó el libro entre sus manos, y sin siquiera mirarlo, formuló su última duda a monsieur Charpentier.
– ¿Y la medalla? ¿Dice algo más de por qué se activa ese superamuleto de las catedrales? ¿Y qué clase de «cosa» es lo que lo activa?
El gordo le miró de reojo.
– Lamento no poder responderle a eso. Comprenda que no le diga nada más hasta no estar seguros de que su empleado ha abandonado totalmente su investigación.
Jacques Monnerie bajó la mirada en señal de asentimiento, echando un vistazo fugaz a la portada del libro que tenía en sus manos. El dibujo de un mago de barbas largas sosteniendo un papiro con su mano derecha y una pluma con la izquierda, coronaba el título del volumen: Picatrix. El fin del sabio y el mejor de los dos medios para avanzar.
– ¡A saber! -refunfuñó para sus adentros.
– Léalo -insistió el gordo-. Marsilio Ficino se inspiró en él y en el Corpus Herméticum para componer su tratado sobre talismanes De vita coelitus comparanda. ¿Sabe lo que significa?
– Ni idea.
– «Sobre cómo apresar la vida de las estrellas».
CLAVIS [46]
1129
Dos días tardó Jean de Avallon en recuperar el habla y la vista. Su repentina reaparición frente a un pequeño grupo de testigos en el ábside de la iglesia de Notre Dame de Chartres había despertado toda suerte de rumores en la comarca. Lo poco que se sabía de cierto era que el caballero había caído detrás del altar mayor como si fuera un pedrisco en noche de tormenta; nadie vio exactamente cómo fue, pero todos notaron el golpe.
En aquellos días no había un solo siervo del conde que no envidiara la privilegiada situación del abad de Claraval. A fin de cuentas, fueron caballeros al servicio de este monje quienes lo vieron todo con sus propios ojos y quienes le rindieron las cuentas oportunas.
El pueblo estaba en lo cierto. Aquellos templarios, en efecto, dieron detalle al abad de Claraval de cómo el cuerpo de su compañero fue vomitado por una bestia del Averno. Un ente invisible que debió descubrir entre sus muelas la mala carne de un cristiano piadoso. Y otro tanto, sin duda, explicaron de sus dos acompañantes, sobre los que también comenzaron a circular toda suerte de apuestas, a cada cual más absurda.
Bernardo, que era un religioso prudente y observador, estaba extrañado por tanto suceso extraordinario en un mismo lugar. Por ello, sin dilatarlo más de la cuenta, se apresuró a visitar de inmediato a Jean y a su escudero. E hizo bien. De hecho, a Felipe sólo tuvo ocasión de administrarle la extremaunción la misma noche de su regreso, y ordenar el inmediato entierro de sus restos mortales. Su cuerpo, débil y tullido, había aparecido literalmente cubierto de llagas; apenas conservaba sus cabellos y los que le quedaban presentaban un aspecto frágil y blancuzco. Felipe mostraba, además, los labios y las puntas de los dedos muy amoratadas, tal como las tendría un reo después de ser penosamente torturado. Le aquejaba, pues, una especie de lepra que no le permitía respirar bien y que había atrofiado definitivamente sus piernas.
Nunca llegó a hablar. Ni siquiera a abrir los ojos. Y así, cuando finalmente expiró abrazado aún a la espada de su señor, todos pensaron que Dios se había apiadado de él y le había querido evitar sufrimientos mayores al despertar. Aquel diabólico mal parecía no tener remedio.
El abad, compungido, visitó también en su celda al prisionero hecho por los templarios en la misma Notre Dame. A los guerreros les pareció sospechoso verle allí, de pie, presenciando el milagroso retorno de Jean de Avallon, sin inmutarse siquiera o caer de hinojos frente al milagro. Era como si un espíritu burlón se hubiera apoderado de la personalidad de aquel desdichado y le hubiera arrastrado hasta la iglesia sólo para meterle en problemas. Más tarde, repuesto de su estado, el prisionero aseguró llamarse Rodrigo, ser de origen aragonés y, tras un par de implacables interrogatorios a manos del gigante Saint Omer, admitió incluso haber trabajado como mercenario del obispo de Orléans para seguir de cerca la caravana templaria llegada de Tierra Santa.
Fue toda una sorpresa.
Bernardo dialogó con él durante una hora. Pidió que le quitaran los grilletes y le dieran de comer. Y así, sentado ante su cuenco de carne hervida, escuchó a aquel monje piadoso que trataba de insuflarle confianza asegurándole que todos sus pecados le serían perdonados si le entregaba la verdad de su estancia allá.
Poco pudo sacar Bernardo de la garganta de aquel extranjero. Peregrino compostelano, prófugo del señor de Monzón y aventurero por naturaleza, aquel hombre confesó haber hurgado en el contenido de los carros sin entender demasiado el valor de tanta tablilla grabada.
– ¿Le hablasteis de esas Tablas al obispo de Orléans? -preguntó el abad.
– Sí. Le hablé.
– ¿Y qué os dijo?
– Nada que recuerde.
– ¿Y no dispuso nada más para vos?
– Sí. Me pidió que no las perdiera de vista.
Por último, aquella misma jornada el monje blanco fue conducido a una pequeña vivienda situada tres callejuelas más allá de la iglesia. En ella, una familia local había dado generoso cobijo al tercero de los «reaparecidos» en Chartres. Todos los que le vieron antes que él, le aseguraron que se trataba de un personaje de lo más peculiar. Vestía un camisón muy desgastado y sus maneras eran ciertamente singulares. Hasta dijeron que podía hablar tantos idiomas que era capaz de hacerse entender incluso con los árboles del huerto familiar.