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PICATRIX

Jacques Monnerie no despegó la vista del ejemplar del Picatrix durante buena parte del trayecto por carretera hasta Amiens. A bordo del confortable Mercedes 190 E que la Fundación Charpentier había puesto a su disposición, tuvo tiempo suficiente para hacerse una idea global acerca del contenido del libro.

Se trataba, como se temía, de un abigarrado tratado medieval de magia en el que se enseñaba a su propietario a fabricar amuletos. Al principio, le pareció uno de tantos volúmenes simplistas que debieron de circular por Europa entre los siglos XII y XIII, y en el que se contenían fórmulas absurdas para conseguir el amor de la persona deseada, o riqueza y prosperidad para quien supiera manejarlas. Constaba de cuatro tratados o partes, a cual más confusa. Sus referencias históricas a titanes que gobernaban Nubia o a reyes todopoderosos en Egipto no se ajustaban a nada de lo que él había estudiado en el Bachillerato, y por si fuera poco, su conocimiento del Sistema Solar, al que hacía frecuentísimas menciones, se reducía -lógico, por otra parte- sólo a los siete planetas conocidos entonces.

Cansado de leer estupideces, cuando iba a dar carpetazo definitivo al Picatrix y recostarse sobre los asientos de cuero del Mercedes, encontró un pasaje que le llamó la atención. En realidad, esperaba encontrar algo como aquello desde que salió del despacho del señor Charpentier. Algo que justificara el interés de su mecenas para que leyera el libro.

El pasaje en cuestión afirmaba que los coptos eran los herederos de los antiguos egipcios en cuestiones religiosas y, así mismo, en el manejo de sus poderosos talismanes mágicos. Hasta ahí, eso era bastante razonable. Pero decía, además, que sus amuletos, contrariamente a lo que pensaba, no se reducían a simples medallitas como la de Catalina de Médicis o a pedazos de pergamino con símbolos «de poder» escritos sobre ellos, sino que también podían enmascararse tras la construcción de grandes edificios e incluso en la distribución geométrica de las ciudades. Todo dependía, básicamente, de las alineaciones estelares a las que se orientaran sus cimentaciones.

– ¡Como París! -barruntó, recordando su cita en los Campos Elíseos.

El libro decía, además, cosas tan llamativas como ésta: «En la construcción de ciudades -leyó- hay que utilizar las estrellas, y en la construcción de las casas los planetas; toda ciudad que se construya con Marte en medio del cielo o cualquier estrella fija de la misma naturaleza, verá morir a filo de espada a la mayoría de sus gobernantes».

Picatrix se refería igualmente a una ciudad levantada por el propio Hermes «que tenía doce millas de largo y donde hizo una ciudadela con cuatro puertas, una por cada punto». Y seguía: «En la puerta oriental hizo la imagen de un águila. En la puerta occidental, la de un toro. En la septentrional, la de un león. En la austral, la de un perro alado». El ingeniero se extrañó: ¿no eran aquéllas las imágenes que tradicionalmente se asociaban a los cuatro evangelistas? ¿No se equiparaba a Juan con un águila, a Lucas con un toro, a Marcos con un león y a Mateo con un ser alado?

Fue lo último que leyó. Picatrix volvía a perderse en divagaciones absurdas sobre el poder de los supertalismanes, que nadie con dos dedos de frente podría tomar nunca en consideración.

Sin embargo, como si aquel último pasaje fuera parte de uno de esos acertijos sin solución posible, Monnerie se amodorró preguntándose si no pretendería el señor Charpentier hacerle creer que la catedral de Amiens, ciertamente la mayor de toda Francia, era algo así como el nuevo templo de Hermes del Picatrix. «Demasiado sutil», pensó. No obstante, lo cierto era que las catedrales también se orientaban hacia los cuatro puntos cardinales y a veces colocaban evangelistas en sus fachadas.

El chófer entró en Amiens por la avenida Port d’Aval a eso de las seis de la tarde. Enfiló su prolongación por la rue des Francs Muriers, sembrada de casas unifamiliares de tres plantas y estilo dieciochesco, y torció por la rue Saint Leu hasta desembocar frente a la fachada principal de la inmensa seo de la ciudad. Tras aparcar junto a una casa de madera que se caía a pedazos, y donde podía leerse el equívoco cartel de Maison du Pélerin, despertó a Monnerie.

– Señor -dijo, pellizcándole el brazo-. Ya hemos llegado.

El ingeniero jefe se desperezó como pudo, incorporándose a duras penas en su asiento. Cuando vio la cara oeste de Amiens parcialmente cubierta de andamios, comprendió que era allí donde debía comenzar a buscar a Michel Témoin. El templo, soberbio, era mucho más impresionante de lo que se había imaginado. Ninguna fotografía hacía justicia a aquel recinto de 7.700 metros cuadrados construidos, capaz de albergar a diez mil fieles para un solo oficio religioso.

Monnerie, cautivado, descendió del Mercedes y se dirigió a buen paso hacia una de las puertas laterales del templo, justo aquella que pasa por debajo del gigante de piedra que representa a san Cristóbal. Atravesó su portezuela de madera y desembocó muy cerca de la nave central, junto al laberinto. Prácticamente vacía, los pocos turistas que en esos momentos aún se encontraban en el interior de la catedral disparaban apresuradamente sus flashes, tratando de no llamar la atención de los vigilantes.

Meteor man echó un vistazo a su alrededor.

Al principio no lo vio, pero una segunda «batida» a lo largo del muro norte le hizo sentir que allí había algo que no encajaba. Miró dos o tres veces más. No se trataba de ningún turista. Era algo del propio templo.

En efecto, a unos metros por delante de él, en el crucero, el rosetón encastrado en la fachada norte presentaba un aspecto fuera de lo común. Tanto, que creyó que se trataba de un fenómeno óptico, de una confusión. El ingeniero dio unos pasos adelante para apreciarlo mejor, confirmando lo que se temía: los «nervios» del círculo central de su estructura… ¡formaban una estrella de cinco puntas invertida! ¡El símbolo medieval de Lucifer!

No había duda. Se trataba de una estrella de cinco puntas invertida, la misma que tantas veces había visto asociada en películas y libros a la magia negra y al Diablo. Se estremeció. ¿Qué hacía aquel «sello» en un templo como aquél, tan visible? ¿Tendría razón monsieur Charpentier y, sin quererlo, estaría ahora implicado en una lucha de ángeles y demonios?

Tratando de no perder la serenidad -con aquellas cosas, ciertamente era muy fácil-, Monnerie deambuló por las naves laterales del templo en busca de su «objetivo». Se detuvo ante la capilla de San Nicasio, justo detrás del altar mayor, donde admiró unas magníficas vidrieras en las que podía distinguirse un coro de reyes tañendo sus arpas.

– La música -explicaba en ese momento un guía a su reducido grupo de turistas jubilados- era muy importante en la época de esplendor de las catedrales. Los templos se edificaban siguiendo la misma proporción matemática que Pitágoras aplicó a las cuerdas de los instrumentos musicales para que sonaran armónicamente. Ese saber, Pitágoras lo trajo de Egipto.

«Egipto.» Meteor man se repitió mentalmente aquel nombre, mientras se alejaba del grupo rumbo a otra capilla, la de San Agustín de Cantorberry. Un cartel indicaba que su absidiolo había sido modificado por Napoleón III, pero que sus vidrieras eran originales. Del siglo XIII.

Realmente eran brillantes. Cuadros con pequeñas escenas representaban personajes sumidos en actividades frenéticas. Una de ellas, la más nítida del conjunto, mostraba a dos individuos con mantos blancos transportando un cajón gracias a dos varas que atravesaban longitudinalmente sus costados. Más arriba, otras cuatro «viñetas» daban a entender que aquel cajón había llegado por mar y que los hombres de los mantos blancos se habían hecho cargo de él para llevarlo… ¿adónde?