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Monnerie tardó, pero cayó en la cuenta. ¡El Arca! Como si hubiera recibido una revelación divina, el profesor saltó sobre el pavimento de piedra. «Eso es exactamente lo que busca Témoin.» Un clérigo que salía en ese momento de la vecina sacristía pasó a su lado, mirándolo con incredulidad. Por supuesto, no desperdició la ocasión.

– ¿Otras representaciones del Arca de la Alianza, dice? -murmuró el anciano, mirándole con sus vivarachos ojos grises.

El ingeniero jefe asintió.

– Naturalmente, joven. Cada vidriera tiene su correspondencia en piedra, y ese arcón que usted ve en el lado interior este de la catedral, lo encontrará justo en su vertiente opuesta.

– En la fachada exterior oeste.

– Precisamente -sonrió-. La lástima es que no podrá verla usted muy bien. El Cabildo gasta casi todo su dinero en mantener limpio ese frontis, y estamos siempre de obras. No se imagina lo que el dióxido de carbono puede llegar a comerse la piedra.

– ¿Y no sabrá usted qué se ejecutó primero, si la vidriera o la fachada oeste?

El clérigo sonrió de nuevo, como si la ignorancia de aquel nervioso visitante le produjera ternura.

– ¡Qué cosas tiene usted! -exclamó-. La cara oeste fue lo primero que se terminó de esta catedral. Déjeme pensar. Seguramente la levantaron los mismos que terminaron en 1220 la catedral de Chartres, así que debe de ser de 1230 o por ahí. Y por eso es la que más cuidados requiere.

– ¿De veras?

La perilla puntiaguda de meteor man se arrugó bajo su labio inferior. Siempre que algo le impactaba hacía aquel gesto, mordiéndose la comisura de los labios con fruición mientras pensaba su siguiente paso. Así pues, excitado, tomó las manos fibrosas del clérigo y las sacudió enérgicamente, agradeciéndole sus servicios con un billete de cien francos. «Para la restauración», dijo poniéndolo entre sus dedos. El pobre no entendió mucho el porqué, pero aceptó aquel gesto extravagante. San Juan -pensó para sus adentros- atrae a muchos desorientados hasta allí, colocándolos en el verdadero camino de la fe.

Afuera no había nadie. Al ser sábado, los obreros responsables de la limpieza de la fachada no estaban merodeando por allí, y los andamios, cubiertos por una tela plástica grisácea, parecían vacíos.

La puerta del Arca debía de ser la de Notre Dame. Situada más a la derecha, se trataba de un pórtico ojival de profundidad media flanqueado por medallones que la estructura metálica de aquellas plataformas metálicas dejaban ver a duras penas. Sus relieves eran sorprendentes: hombres con gorros frigios parecían mirar planetas y estrellas, tomar medidas con sus manos, y levantar después torres sobre el suelo. «Como en el Picatrix

La huida de José, María y el niño Jesús a Egipto a lomos de un burro, los tres Reyes Magos o el árbol del Paraíso, se mezclaban con medallones que representaban a Moisés frente a la columna de nubes que guió al pueblo elegido durante el Éxodo.

Aunque Monnerie no era un experto en la Biblia, sabía que aquellas medallas se referían a pasajes muy diferentes y muy separados en el tiempo. En cierta manera, su común denominador -todos parecían pendientes del movimiento de ciertas estrellas grabadas en piedra- le recordó al amuleto de Catalina.

Sin embargo, antes de que pudiera tomar nota de la posición de los astros, justo cuando pasaba sus manos por el relieve de un hombre con una vara mirando al cielo, una voz le gritó desde arriba.

– ¡No toque eso! -bramó-. ¡Es la vara de Aarón!

Sorprendido, el ingeniero volvió la cabeza hacia allí. A unos cuatro metros de altura, por encima del parteluz con la estatua de la Virgen y el niño, un rostro regordete, muy rojo, le observaba fijamente. Y no era uno de los obreros.

– ¡Michel! -Meteor man lo identificó de inmediato-. Es usted… ¿verdad?

La cabeza desapareció de inmediato, seguida por el brusco martilleo de unos pasos sobre los travesaños metálicos. Cuando cesaron, el pulcro bigote de Michel Témoin estaba a escasos centímetros de su rostro.

– Por todos los diablos, profesor. ¿Qué hace usted aquí?

– Eso debería preguntarle yo, ¿no cree?

– Bueno -dudó-, estoy recogiendo datos para explicarle por qué el ERS se comportó de forma tan extraña hace unos días. Sigo cesado de mis funciones, ¿recuerda?

– Desde luego.

– Creí que mi secretaria le había informado de que salí de viaje. ¿Cómo me ha encontrado?

– Es una larga historia, Témoin.

– Por aquí también han pasado muchas cosas, ¿sabe? Pero creo que ya tengo respuesta para algunos interrogantes.

Monnerie esperó a que su ingeniero recuperara el aliento de su rápido descenso, y le invitó a sentarse en la barandilla de piedra que tenían allí mismo.

– En realidad, ya no necesito respuestas a lo del ERS, Michel -dijo el profesor sin esperar más-. Yo mismo retiraré el expediente que le abrí y pediré al gabinete de D’Orcet que olvide los cargos contra usted por negligencia.

– Vaya. ¿Ha ocurrido algo que deba saber?

– Hablé con la Fundación Charpentier, como usted me sugirió, y a ellos no les sorprendieron los resultados del ERS.

– ¿Charpentier? -su rostro mudó de repente, al recordar las últimas palabras de Letizia antes de ser secuestrada-. Debo hablar con la Fundación de inmediato.

– Aguarde un momento. Déjeme explicarle algo antes.

– Usted no lo entiende, profesor.

– Sí lo entiendo. De alguna manera, la Fundación ha estado al corriente de todas sus actividades durante este tiempo. Ellos sabían que estaba aquí y me han mandado para que hable con usted. Temen que su investigación sobre las «anomalías» en las catedrales sea aprovechada por terceros para apropiarse de algo indebido.

La palabra «indebido» molestó a Témoin.

– ¿Indebido? ¿Le parece indebido que hayan secuestrado a Letizia? -gritó-. ¿Se acuerda de Letizia? ¿Eh? ¿Se acuerda?

Las protestas de Témoin retumbaron bajo el pórtico de Notre Dame. Su interlocutor, impasible, ni siquiera se inmutó por aquella revelación.

– Eso también lo saben, Michel. De hecho, ya la están buscando por su cuenta, y la encontrarán, amigo mío.

– ¿Cómo?

– Letizia es una de los suyos.

– ¿De los suyos? ¿Qué quiere decir?

La ira del ingeniero se transformó de repente en curiosidad.

– Que trabajaba para la Fundación y que el contacto que usted estableció con ella entraba dentro de sus planes. Eso me dijeron. Por cierto, que la relación que usted estableció entre aquel Louis Charpentier de donde sacó su idea de la «conexión estelar» de las catedrales y la Fundación de ese nombre, debe de ser cierta. Son una especie de sociedad secreta.

– Esta bien -dijo sin importarle demasiado el último comentario del profesor- Supongamos que la encuentran. Lo que no me explico es por qué le envían a usted a detenerme.

– Accidentalmente, el CNES se ha visto envuelto en algo que no le incumbe. Y si el cliente que nos ha metido en este embrollo dice que paremos, debemos hacerlo. Sólo le diré una cosa más, monsieur Charpentier me mostró en París un amuleto antiguo en el que la situación de sus estrellas parece coincidir con la ubicación actual de la bóveda celeste sobre Francia. Me explicó que era una especie de aviso profético de que en estos días algo se activaría en estos templos. Es decir, ellos sabían lo que iba a pasar.

– ¿Algo? ¿Que se va activar7

– Algo relacionado con las catedrales. Un supertalismán o algo así que forma parte de una Puerta. La verdad es que no entendí muy bien el galimatías que me contó, aunque me dejó incluso un libro para que lo estudiara.

– ¿Le habló de una Puerta? Letizia me dijo que las catedrales eran como Puertas Estelares.

– ¿Y la creyó?

Ni los cristales de las gafas de pasta negra de Temom amortiguaron el fuego de su mirada.