Выбрать главу

– Sí. La verdad es que sí.

– Está en su derecho, naturalmente, pero…

– Dígame, ¿le dijo monsieur Charpentier algo acerca del Arca de la Alianza?

Monnerie dejó pasar un par de segundos antes de responder.

– Sí. Que fuera lo que fuese su contenido, allí se encontraba el origen de las emisiones que captó nuestro satélite. Creo que lo llamo la «fuente».

– ¡Exacto! Y lo que contiene el Arca, según me explicó Letizia, son los Libros Esmeralda de Hermes.

– A Hermes también lo citó, en efecto.

– Profesor, somos dos peones accidentales en un tablero del que no conocemos nada. Y si no somos capaces de desvelar ahora de que va todo esto, nos vamos a quedar con la duda el resto de nuestras vidas. Yo no sé -continuó- que demonios son los Libros de Hermes ni que contienen, pero si sé que ocultan una especie de pila energética. Y es tan fuerte que es nuestra responsabilidad destaparla y ponerla bajo control científico. Imagine si otros menos preparados dan con ella por azar… ¡sería un desastre!

Meteor man dudó.

– ¿Y dónde cree usted que se esconde esa pila?

– En el Arca, naturalmente. ¿Aún no la vio?

Témoin, risueño, señaló a través de los andamios un bulto rectangular ubicado justo sobre la corona de la Virgen. Se trataba de una caja de buen tamaño, idéntica a la que él mismo tocó en el pórtico norte de Chartres, y tallada con sus mismos cerrojos de piedra. La flanqueaban varias estatuas sedentes de los principales patriarcas del Antiguo Testamento. Allí estaba Jacob -el de la Scala Dei -, Abraham -el que protegió la Roca del Monte Moriah-, Salomón -custodio del Arca en su Templo-, David…

El Arca de Amiens estaba allí, a la vista de todos.

Monnerie, absorto, se quedó contemplándola un buen rato antes de decir nada. Era el mismo cofre que había visto en las vidrieras de la capilla de San Agustín de Cantorberry. Exactamente el mismo, pero de piedra.

Cuando se convenció de lo que veían sus ojos, temblando, propuso algo que nunca antes hubiera imaginado hacer.

– ¿La… abrimos? -susurró.

– Claro, profesor.

El poderoso micrófono direccional Siemmens instalado en el techo de la Renault Space captó a la perfección las últimas palabras de Michel Témoin.

– Esto ha llegado demasiado lejos -dijo Gloria con los ojos desorbitados-. Os dije que no se detendría por que retuviéramos a su ayudante. Tiene un perfil de personalidad que le hace demasiado obstinado.

Gérard y Ricard no replicaron, y el padre Rogelio, extrañamente sereno, dejó hacer a la impetuosa jovencita.

– Si no hacemos algo, ¡los Libros de Hermes terminarán en sus manos! ¡Y la Puerta será suya!

– Quizá -dijo parco el ortodoxo, mirando fijamente el pórtico sur de Amiens y las siluetas de Monnerie y Témoin dirigiéndose hacia el andamio.

– Pero ¡padre!

– Quizá todo esto forme parte del Plan de Dios. De la señal que espera el padre Teodoro en el Sinaí.

– Señal, ¿qué señal? -bufó Gloria.

El ortodoxo no respondió.

LÍBER PROFETORUM [48]

Claraval

Los preparativos para la marcha de la comitiva de monjes blancos de Chartres se demoró todavía casi ocho meses más. En ese tiempo, Bernardo cuidó de cerca que la recuperación de Jean de Avallon fuera completa. No obstante, ni sus oraciones ni las curas a las que fue sometido consiguieron frenar el prematuro proceso de envejecimiento que minaba día tras día la salud del caballero. Como antes le ocurriera a Felipe, el escudero, las carnes del templario se tornaron progresivamente más blancas, y las formas de sus huesos pronto comenzaron a dejarse ver a través de una piel fina y resbaladiza, como la de una serpiente.

Su final, pensaron todos, no debía andar ya muy lejos. Durante aquellos meses, las atenciones del obispo Bernard y de las familias del burgo fueron exquisitas. Verduras frescas y caldos de carne se preparaban al alba de cada jornada sólo para el enfermo. Después de la salida del sol se le encendía también la chimenea y se le cambiaban las sábanas. A la hora tercia [49] se le lavaba de arriba abajo en una tinaja de agua caliente para, justo después, ventilar la habitación y dejarla lista para la inexcusable visita de fray Andrés. Podía caminar, pero no quería. El escriba de Bernardo se sentaba, pues, a los pies de la cama con un atril de madera, y allí permanecía hasta el mediodía, en el que se le servía la primera comida fuerte. Después dormitaba hasta entrada la tarde; rezaba en compañía de otro monje y tras una cena frugal, volvía a caer rendido en su colchón de paja.

Fray Andrés tomó así cientos de notas al dictado de Jean de Avallon. Se trataba, por lo general, de poesías cortas, armadas con ingenio por el templario, que al finalizar, se recogieron en un volumen con tapas repujadas que encuadernó un hábil monje de L’Hopitot.

La obra, que Jean decidió firmar misteriosamente como «Juan de Jerusalén, prudente entre los prudentes y sabio entre los sabios», viajó naturalmente junto al resto de las pertenencias y hombres hasta Claraval, adonde llegó en mayo de 1120, en plena explosión de la primavera. La tituló Protocolo secreto de las profecías, y aunque sólo la leyeron entera Bernardo y fray Andrés, durante semanas casi no se habló de otra cosa entre los miembros de la expedición de regreso a casa.

Un hecho, no obstante, enturbió el orden de los acontecimientos. Rodrigo, el prisionero que hicieran en la iglesia de Notre Dame el día de la reaparición del templario, fue su protagonista.

El aragonés, junto a los carros con las Tablas -a excepción de varias decenas que quedaron en depósito en Chartres-, formó parte del «ajuar» que los cistercienses se llevaron consigo. Bernardo creía, no sin razón, que todavía no les había referido todos los detalles de su asociación con el prelado de Orleáns, y decidió reclamar su custodia al obispo Bertrand. No obstante, si bien Rodrigo apenas había hablado de Raimundo de Peñafort en todo aquel tiempo, sí es cierto que se explayó narrando su peregrinación a lo largo del Camino de Santiago, aportando en ello detalles que sobrecogieron al abad.

Le dijo, por ejemplo, que el Camino era la contrapartida terrestre de la Vía Láctea, y que su ruta, desde la mismísima Vézelay, estaba jalonada por multitud de topónimos que indicaban claramente ese parentesco celestial. Casi en línea recta, dijo, podían encontrarse poblaciones como Les Eteilles, cerca de Luzenac; Estillón, junto a las estribaciones pirenaicas de Somport o Lizarra, [50] fundada en fechas no muy lejanas como punto de inflexión de la ruta jacobea.

– ¿Y vos qué valor dais a este diseño del suelo? -preguntaba capciosamente el abad.

– El mismo que ya os figuráis. Que Dios creó nuestra tierra a imagen y semejanza del Paraíso, y que de nosotros depende el acercarnos a ese mundo perfecto o no.

– ¿Y para qué creéis que marcó Dios estrellas sobre el suelo?

– Estrellas y escaleras, abad -puntualizaba-. No olvide las poblaciones cuyo nombre está emparentado con la visión jacobita de la Scala Dei: Escalada, Escalante, Escalona…

– No me habéis respondido.

– Pero es evidente. Son lugares donde nuestras plegarias suben más rápidamente al cielo. Donde lo que hagamos, pensemos o digamos tendrá más eco allá arriba, en el reino donde habita nuestro Padre Celestial.

– Ya veo.

El de Claraval, por éstas y otras conversaciones similares, terminó por considerar a Rodrigo inofensivo, así que le asignó una celda en su monasterio y le dio permiso para moverse libremente por las tierras del convento.

вернуться

[48] Del latín, «libro de profecías».

вернуться

[49] Nueve de la mañana.

вернуться

[50] Hoy, Estella (Navarra).