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– Otra coincidencia, naturalmente.

– O quizá no. Verá, en ese libro se explica que si se traza, en un determinado orden, una línea que una todas las poblaciones con catedrales que precisamente hemos estado fotografiando hoy, obtendríamos algo parecido a si dibujáramos el plano de la constelación de Virgo sobre el mapa de Francia. ¿No le parece extraño?

Monnerie se reclinó sobre su butaca arrugando el entrecejo. Observó sin decir una palabra cómo el ingeniero tomó un pedazo de papel y dibujó sobre él una especie de rombo, en cuyos vértices situó la numeración de algunas estrellas de Virgo.

– Imagínese que esto es Virgo…

– Bien.

– Ahora, si une Reims con Amiens al norte, y con Chartres al sur; y ésta con Évreux y Bayeaux, y Bayeaux con Amiens, ¿ve cómo lo que se obtiene es la misma figura geométrica?

Jacques Monnerie levantó la vista de los dibujos y clavó sus ojos en el ingeniero.

– Usted es un científico, mi querido amigo. Dígame: ¿adonde cree que le va a llevar una afirmación de esa naturaleza?

– De momento, a ninguna parte -reconoció-. Pero ¿sabe lo mejor?, en ese libro, el tal Charpentier explica que todas las ubicaciones religiosas que han aparecido distorsionadas en nuestras fotos están consagradas a Nuestra Señora y fueron construidas alrededor de las mismas fechas del siglo doce.

– No entiendo qué importancia puede tener…

– Muy fáciclass="underline" si todas se levantaron en años consecutivos, era porque debían obedecer a un gigantesco proyecto elaborado por maestros de obras que parecen salidos de ninguna parte, y que dispusieron de fondos sorprendentemente abundantes en una época de fuerte recesión económica. -Y añadió guiñando un ojo-: Creo, señor, que aquí se esconde un enigma de primera magnitud. Ayer sólo era una sospecha, pero hoy estoy plenamente convencido de ello. Es más, si estoy en lo cierto, debería usted concertar una cita con ese Consejero y pedirle algunas explicaciones.

Fue suficiente para Monnerie. Por su mentalidad estricta y formación religiosa severa, las repentinas divagaciones de su ingeniero amenazaban con sacarle de sus casillas. ¿Edificios del siglo XII que emiten algo parecido a microondas que distorsionan las lecturas de un satélite? ¿Un tal Charpentier que habla de un plano de Virgo trazado sobre media Francia y unos charpentiers que subvencionan a una agencia espacial para que tome imágenes de los lugares que configuran ese diseño? El profesor, bien empotrado en su butaca, cruzó los dedos con fuerza. Los apretó tanto, que todas sus puntas palidecieron debido a la falta de riego sanguíneo. Después, tratando de contenerse, zanjó aquella charla.

– Eso es una locura, Témoin. Es evidente que tenemos un problema con el ERS, pero se trata de algo estrictamente técnico que no es de la incumbencia de nuestro cliente. El resto de factores que usted apunta no obedecen más que a un curioso cúmulo de coincidencias, condicionadas por lecturas que, créame, no debería hacer alguien de su talla.

– Como usted diga, señor. Pero insisto que…

– Basta, Témoin -le atajó secamente el profesor-. Sus especulaciones han llegado demasiado lejos. Si en las próximas horas no tengo sobre mi mesa una explicación racional a estos errores, me veré obligado a depurar responsabilidades. Lo ha comprendido, ¿verdad?

– Desde luego, señor.

SUSPENSIÓN

Pasaba del mediodía cuando el teléfono del despacho de Michel Témoin tronó junto a su oído. El ingeniero lo escuchó sin inmutarse, y rendido como estaba sobre un montón anárquico de papeles, fotografías y libros, dejó que sonara un par de veces más antes de descolgarlo con desgana. Sólo cuando el tercer timbrazo se le clavó entre las sienes, el ingeniero se dio cuenta de que había pasado toda la maldita noche trabajando en las fotos del ERS-1.

– Allò?-su saludo sonó poco convincente. Era evidente que, al otro lado, el anónimo interlocutor se lo estaba pensando dos veces antes de continuar.

– ¿Es usted el señor Témoin? -dijo por fin.

– Sí, soy yo. ¿Quién es?

– ¿Michel Témoin Graffin? -insistió.

– Sí.

La voz tosió levemente, como si aclarara su garganta para transmitir algo importante.

– Le llamo de parte del profesor Jacques Monnerie -dijo-. Soy Pierre D’Orcet, abogado laboralista y representante legal de la empresa para la que usted trabaja. Tengo sobre mi mesa la copia de un expediente que el director del CNES ha cursado contra usted esta misma mañana. ¿Sabe de lo que le estoy hablando?

Témoin tragó saliva.

– No, no tengo ni la menor idea.

– Está bien, se lo explicaré. Según la carta que obra en nuestro poder, se le acusa de haber cometido una serie de negligencias graves en el transcurso de la supervisión del programa European Remote Sensing Satellite. También dice que sus ideas extravagantes sobre la causa de los errores cometidos han impedido al equipo técnico del proyecto solventarlos con la rapidez necesaria. Le llamo, pues, para informarle de que se le va a convocar a una vista oral ante el Consejo de Administración del CNES en breve. Va a tener que dar explicaciones convincentes de su trabajo si no quiere verse metido en un buen lío.

«¡Será cabrón!» La noticia despertó de golpe al ingeniero, y como si acabara de recordar un mal sueño, pronto lo vio todo claro: meteor man le había lanzado a los leones para proteger su propia piel. «Me quiere como cabeza de turco, el muy hijo de…»

– También debo informarle -continuó D’Orcet con su acento impecable y su estudiada prosa jurídica- de que debe usted desalojar su despacho en las próximas horas y no incorporarse a su puesto de trabajo en tanto no se determinen sus responsabilidades. Esta misma mañana recibirá un sobre con la confirmación por escrito de lo que le acabo de comunicar, con instrucciones precisas para su inmediato cumplimiento.

– ¿Debo dejar mi puesto de trabajo hoy mismo? -titubeó.

– Es lo más conveniente para usted, señor Témoin. Créame.

El ingeniero no replicó. Con una frialdad que le costó fingir, tanteó al abogado acerca del tiempo que tardaría el mensajero en traerle aquel sobre y colgó con suavidad el teléfono. Atónito, descompuesto, permaneció unos instantes sin saber qué hacer. La sola posibilidad de quedarse sin trabajo y tener que llevar sobre sus hombros el peso de un expediente laboral le paralizaba de terror.

Y además, D’Orcet. Témoin, como todo el personal del CNES, había oído hablar alguna vez de él. Sabía, como todos, lo mucho que le gustaba aplicar a sus adversarios técnicas de cazador, y era consciente de que aquel picapleitos siempre se las ingeniaba para quedarse con la mejor pieza de la «montería». Era un maestro de las leyes. Astuto, ágil y despiadado, echarle encima a semejante bestia de la abogacía era lo más parecido a condenarle de antemano a perder hasta la camisa.