«Explicaciones, pero ¿qué explicaciones voy a dar al Consejo?», se lamentó en voz baja, hundiendo el rostro entre sus manos regordetas.
Lo primero que le pasó por la mente en cuanto se serenó fue llamar al teléfono directo de Monnerie, pero se contuvo. Aunque era probable que aquella rata pretenciosa no estuviera esa mañana detrás de su mesa de caoba -era un cobarde reconocido-, enseguida se percató de que enfrentarse directamente a él contribuiría a aportar nuevos y contundentes argumentos legales contra su causa. Después, hizo un cálculo aproximado del tiempo y la forma en la que podría atrincherarse en su despacho, resistiendo la orden de desahucio provisional que le llegaría de un momento a otro. Tras meditarlo mejor, también desechó esa idea. Por último, y una vez con los requerimientos de D’Orcet en sus manos, donde se le daba un plazo de diez días para presentar sus alegaciones ante el Consejo, decidió que lo mejor sería tomarse un respiro y pensar bien cómo podría convencer a sus superiores de que él no tuvo nada que ver en los «fallos» del satélite.
Así pues, al filo de las tres de la tarde, antes de que la mayor parte de sus compañeros regresaran del almuerzo, Michel Témoin abandonó el Edificio C del Centro Espacial de Toulouse rumbo a ninguna parte. Sólo se llevó consigo una caja de cartón con algunos papeles personales, su agenda y la correspondencia de los últimos días.
Una escueta nota a su secretaria lo decía todo: «Volveré más tarde». La nota quedó pegada en el monitor de su ordenador.
También dejó las carpetas con asuntos pendientes cuidadosamente apiladas en una bandejita de alambre, recogió lo poco que tenía encima de su escritorio -fotos del ERS incluidas-, y tras poner algo de orden en su cartera de mano y en la caja, bajó hasta el aparcamiento y se dispuso a atravesar el complejo de seguridad de la agencia espacial rumbo al exterior.
Por supuesto, Témoin no se dio cuenta del monovolumen gris plateado con matrícula de Barcelona que se colocó inmediatamente tras él, siguiendo su ruta a través de la amplia avenida de Edouard Belin.
TABULAE
A las afueras de Orléans, 1128
El campamento parecía completamente dormido.
Desde su posición, acurrucado junto a una espesa mata de juncos al otro lado del Loire, Rodrigo tomó buena nota de dónde estaban los rescoldos de las hogueras y calculó, haciendo un serio esfuerzo, cuánto tardaría en atravesar el río antes de alcanzar el centro del asentamiento.
No iba a ser fácil, concluyó. El puente más cercano estaba a más de dos millas de allí, y aun abusando de la oscuridad total de una noche sin luna como aquella, era muy probable que hubiera guardias armados hasta los dientes vigilando el perímetro del campamento. Los rumores en la ciudad no dejaban lugar a dudas: aquél era un convoy recién llegado de Tierra Santa, que debía de estar protegiendo alguna reliquia muy valiosa, propiedad de algún noble señor. Un vasallo del rey que había organizado la protección de la caravana a manos de cinco caballeros y su nutrido y bien armado séquito de hombres.
Cualquier riesgo merecía la pena.
La caravana era, por otra parte, todo un misterio: el contenido exacto del cargamento y la identidad de su propietario no habían trascendido aún, y las fuerzas vivas de la ciudad no sabían ya qué hacer para satisfacer su curiosidad. Dos días llevaba el contable del señor feudal recaudando cada vez más altos tributos de paso que los caballeros, para su pasmo y el del conde, pagaban sin chistar. Los peajes en cada uno de los puentes atravesados fueron abonados en oro e incluso habían tenido el piadoso gesto de hacer una espléndida donación para las obras de la catedral del burgo. ¿Qué raro tesoro merecía tantos dispendios? El obispo de la ciudad, Raimundo de Peñafort, no podía soportar tanto misterio.
Por eso Rodrigo estaba allí. Su misión era infiltrarse hasta el corazón mismo de la caravana, ver con sus propios ojos qué transportaban aquellos hombres e informar después a Peñafort. El obispo, claro está, no deseaba un enfrentamiento directo con los soldados, así que había escogido al más miserable de sus hombres para solventar el enigma. Lógico. Aunque fuera atrapado y confesara la identidad de su mentor, ¿quién creería a un patán semejante?
Había atravesado los Pirineos huyendo del señor de Monzón, en las tierras altas aragonesas, para intentar conseguir ser un hombre libre, y ahora se veía en la extraña tesitura de tener que jugarse la vida para satisfacer la curiosidad de un obispo siniestro si deseaba aspirar a su protección.
No lo pensó. A tientas, Rodrigo se desató los cordeles que anudaban su capucha de lana alrededor del cuello, y tras desembarazarse de ella y quedarse en mangas de camisa, dejó las botas a un lado para sumergirse en el agua sin hacer ruido. El río estaba helado.
– ¡Dios! -susurró de dolor, cuando sintió llegar la corriente a su entrepierna.
Nadó en línea recta, como lo haría un perro de caza, guiado por el tenue resplandor de las velas encendidas en el interior de una de las tiendas del campamento. Se movía rápidamente para entrar en calor y el pobre trataba de mantener la boca cerrada para evitar que le castañetearan los dientes. Salir, no obstante, fue peor aún que entrar. Empapado y frío, Rodrigo se rebozó durante unos minutos, como si estuviera poseído, en la arena de un bancal. Hizo lo posible para intentar secarse y de pie, descalzo, se acercó hasta la primera línea de grebeleures [15] del campamento sólo por no quedarse quieto.
Eran sólo tres y más allá otras tantas. Al fondo, muy al final del peligroso corredor formado por los vientos de sujeción de las lonas, un leve resplandor anunciaba la existencia de un fuego de campamento todavía bien alimentado.
El trayecto hasta allí parecía despejado. Sin animales que pudieran dar la alarma o bultos de cierta envergadura con los que tropezar, Rodrigo dio cuatro grandes zancadas hasta la primera de las tiendas. Sigiloso como un zorro, repitió la misma operación dos veces más, hasta saberse seguro al final de aquella especie de calle y poder estirar la cabeza para adivinar qué le aguardaba al otro lado.
Entonces lo vio.
Una decena de metros delante de él se distinguían las ruedas macizas de no menos de seis grandes carros. Habían sido colocados formando un círculo en torno a un séptimo, dejando un solo hueco entre ellos por donde poder acceder de pie hasta el corazón de aquel ruedo.
Junto al carro central, chispeaba la hoguera en la que se calentaban dos hombres. Lucían sendas espadas colgadas del cinto y dos pequeñas dagas cerca del muslo derecho. Parecían relajados, conversando sobre los planes de su capitán para el día siguiente, y asando unos pequeños trozos de carne en la lumbre.
¿Tenía elección? Tras echar un vistazo a la escena, Rodrigo supo que no le quedaba otra opción: debía arrastrarse por debajo de los carros de la periferia hasta situarse justo en el lado opuesto de los soldados. Desde allí, con suerte, reptaría hacia el centro sin ser visto, y penetraría en el carro central para examinar su carga tratando de no balancearlo demasiado. Si todo iba como imaginaba, le bastarían unos minutos para saber qué se guardaba allí dentro y escapar siguiendo la misma ruta de acceso en cuanto la ocasión se lo permitiera.