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El pulso se le aceleró.

Allá delante, las puntas redondeadas de las botas de los soldados era lo único que podía intuir a través de la panza del carro.

Mojado, dejando un casi imperceptible rastro de agua tras de sí, se tumbó debajo de su caja de madera para recuperar el aliento antes de dar el siguiente paso. Las voces de los soldados eran ya inconfundibles.

– Llevamos casi diez años esperando órdenes, y nunca pasa nada -se lamentaba uno de ellos.

– No te quejes. Al menos hemos podido regresar a Francia -replicaba el otro-. Si hubieras formado parte de la guarnición del conde, aún estarías haciendo guardia en la Torre de David.

– Odio Jerusalén.

– Y yo.

Rodrigo vio cómo uno de los soldados removía con un palo la hoguera, azuzando los rescoldos en los que terminaba de asar su trozo de carne. Su mente se disparó: ¿de qué conde hablaban? ¿Y por qué decían odiar Jerusalén? ¿Eran cruzados?

Tomó aire.

Mientras la leña crujía y soltaba chispas por todas partes, el mozo se estiró por uno de los laterales de la carreta, quitó un par de clavos en los que se amarraba la lona que cubría la caja de carga y, haciendo fuerza con ambos brazos a la vez, se estiró hasta introducirse con éxito en ella. Muy pesado debía de ser su contenido porque éste no se movió ni un milímetro.

Fue cuestión de segundos. La vista del aragonés se adaptó pronto a una penumbra apenas rota por los destellos de la hoguera del exterior. Por fortuna, el lino que cubría el carro era muy delgado, tanto que dejaba pasar bastante bien la escasa claridad circundante y las amenazadoras sombras de los centinelas.

Al principio dudó si moverse. Había caído entre dos grandes masas que asemejaban bloques de granito. Duros y fríos, tan altos como él de pie, ambas piezas estaban amarradas con gruesas sogas a la base del carro y calzadas con lo que sin duda debían ser piezas de madera talladas a medida.

Rodrigo palpó los contornos de uno de ellos, tratando de encontrar alguna juntura. Primero buscó en las esquinas, sin encontrar ningún accidente en la pulida superficie de la piedra. Y después, paseando la mano en diagonal por sus cuatro caras perfectas, tampoco halló lo que buscaba. ¿Qué era aquello? ¿Dos bloques de piedra? Y si de eso se trataba, ¿para qué apostaban dos centinelas y los rodeaban con el resto de carros del convoy? No tenía sentido.

Tras comprobar que el segundo de los bloques era de dimensiones parecidas, si no idénticas, al primero, el aragonés dejó caer su espalda contra uno de ellos.

¿Y si no fueran bloques? ¿Qué otra cosa podían ser?

Allí apoyado, sin venir a cuento, Rodrigo recordó las piletas para abrevar caballos que había visto en el castillo de Monzón. Los canteros las tallaban con las piedras sobrantes de las murallas y después las cambiaban por carne ahumada o pan a los campesinos del señor. Se trataba de cubos de piedra vaciados a cincel, macizos por fuera, pero huecos por dentro e indistinguibles lateralmente de un bloque de cantero normal. Eran muy prácticos, y él los había visto utilizar incluso como sagrarios en las parroquias más pobres. ¿Y si…?

La idea le excitó. ¡Abrevaderos gigantes! ¡Cofres de piedra! ¡Sarcófagos! Aun a costa de tropezarse con la sepultura de algún desgraciado, Rodrigo sabía que no tendría otra oportunidad como aquélla. Se aupó en uno de los tocones de madera que separaban ambos bloques y, tras extender la mano para comprobar si eran macizos por arriba, notó cómo su brazo se venía abajo. Su pulso volvió a acelerarse. Con la mano en el vacío, la agitó dentro del cubículo tratando de hacerse con las dimensiones de aquel gigantesco tanque de piedra. Era sorprendente: las paredes interiores parecían más pulidas aún que las de afuera, y en el habitáculo no cabría un hombre, ¡entraría un buey! Lisas como espejos, su palma se deslizó sobre sus paredes como si de placas de hielo se tratara.

Pero algo debían contener.

Apoyado en los tocones, Rodrigo se estiró todo lo que pudo. Levantó muy poco el cuello hasta el borde del primer arcón y después, forzando su mirada, distinguió algo allá abajo. No sabría explicarlo muy bien, pero parecían un montón de ladrillos de cristal. De color verde oscuro, aquellas planchas de apenas dos dedos de grosor cada una, parecían emitir una tenue luminosidad. ¿O sólo reflejaban la del ambiente?

Las contó como pudo: unas ciento ochenta en cada arcón. Es decir, bastantes más de trescientas entre los dos.

Una vez hecho eso -que le llevó más tiempo del que esperaba-, tomó una de ellas y se la encajó entre el ombligo y el jubón. Tenía hambre, pero aguardó pacientemente al cambio de guardia antes de abandonar el carro y dejar el campamento con las últimas tinieblas de la noche. Ya tendría tiempo de comer de la bien surtida mesa de la Iglesia.

El obispo estará satisfecho, pensó.

VIRGO

La A-68 hasta Montastruc la-Conseillére, en la autopista hacia Albi, estaba inusualmente descongestionada a esa hora. Acostumbrado a despachar cada fin de jornada con los atascos de quienes huyen diariamente de Toulouse rumbo a la infinidad de pequeñas aldeas de los alrededores, aquella calma del tráfico rodado le pareció un paisaje de otro mundo.

Michel Témoin manejó prudentemente su pequeño Suzuki Swift hasta las glorietas exteriores del pueblo, y después, mientras las sorteaba al ritmo del último disco de Loreena McKennit, enfiló con decisión hasta la puerta de su bloque de apartamentos. Tras encajar el automóvil como pudo entre dos furgonetas gualdas de reparto de La Poste, [16] subió de dos en dos los escalones que le separaban del umbral del piso 2 Bl.

Desde que Letizia le abandonara por un reparador de televisores hacía ya más de un año, atravesar aquella puerta blindada comprada con el primer sueldo común de la pareja le resultaba insoportable. Letizia era una rubia cuarentona de carnes prietas con la que decía haber pasado algunos de los mejores momentos de su vida. De ascendencia prusiana, su fuerte carácter dejó buena huella en toda la casa: en la cocina de madera de pino, en la celosía con enredadera del cuarto de baño y hasta en el dosel con grecas geométricas del dormitorio. Nada parecía haber escapado a sus manos hacendosas y a su estricto estilo germánico. Es más, hasta la biblioteca de la casa se enriqueció abundantemente con títulos que Témoin jamás hubiera pensado comprar, Les mystères de la Cathedrale de Chartres incluido.

Pero no estaba para sentimentalismos.

Lanzó las llaves junto al horrible retrato que se hicieron al borde de la muralla de Montségur poco antes de la ruptura, y en el que Michel creía verse ahora con pinta de cornudo, y corrió a la despensa a servirse un buen Beaujolais. No es que le gustara beber solo, pero el momento merecía un trago de lujo. En el fregadero descorchó la última botella que le quedaba, y sin pensárselo demasiado se quitó zapatos y gafas, dejándose caer en su sillón de cuero reclinable.

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[16] Servicio de correos francés.