Extraña pregunta, pensó el monje.
– Creo, eminencia -respondió al fin-. Nuestra Biblia habla mucho de ellos.
– Y también de las señales que precederán al Juicio Final…
– Así es -tembló.
– Pues ésta, hermano, es una de ellas.
Teodoro blandió amenazadoramente los folios en el aire, agitándolos como si fueran parte de un abanico. El hermano Rogelio, impresionado por la certeza del patriarca, todavía pudo reunir saliva para preguntar algo más.
– ¿Puede decirme de qué se trata, eminencia?
– No, si antes no traes contigo al hermano Basilio -replicó-. Necesito que él también escuche lo que voy a decir.
El monje, mudo de asombro, no lo dudó. Inclinó la cabeza en señal de sumisión absoluta y desapareció corriendo hacia el edificio de los libros.
Basilio era el sabio por excelencia de Santa Catalina. Siendo el mayor de todos los religiosos del lugar, ya con la espalda corva y sin cabellos que poder esconder bajo su cofia negra, el buen hombre llevaba más de cinco décadas ejerciendo como máximo responsable de la biblioteca. A él se le debía, por ejemplo, el último inventario de volúmenes de 1989, la decisión de prohibir absolutamente la entrada a turistas y curiosos a sus salas de lectura, y la responsabilidad de velar por la preservación de la colección de manuscritos más importante del mundo después de la del Vaticano.
Vivía enclaustrado entre pilas de volúmenes que casi tocaban al techo, justo en el lado opuesto del perímetro del convento. Apenas salía para atender los oficios religiosos mas importantes y su aislamiento voluntario le había hecho ganarse una merecida fama de asceta arisco e iluminado. Rogelio, pues, no tuvo demasiadas dificultades en localizarlo en su scriptorium y en sentarlo frente al obispo en cuestión de minutos.
– Es de vital importancia que me acompañe -le aseguró.
JUAN DE JERUSALÉN
A esas horas, los cielos del Sinaí se habían teñido ya de rojo y el escaso horizonte visible intramuros había dejado de temblar bajo el efecto del sofocante calor de la jornada Al llegar al Katholikón, Teodoro aguardaba impaciente.
– ¿Recordáis el manuscrito de Juan de Jerusalén, hermano Basilio?
Aquella pregunta a bocajarro dejo lívido al bibliotecario. La máxima autoridad de la diócesis más pequeña del mundo se dirigió al anciano en tono respetuoso.
– Os referís sin duda al autor de El Protocolo.
– En efecto -el patriarca asintió-, de El Protocolo secreto de las profecías. [20] ¿A quién si no?
– Ya nadie habla de él, eminencia.
– Yo sí. Y tengo buenas razones para creer que el espíritu de Juan de Jerusalén está a punto de regresar entre nosotros.
– ¿Regresar?
Basilio resopló ante la cara de circunstancias de Rogelio, que parecía no entender nada de aquel cruce de palabras.
– Lo poco que sé de ese manuscrito -prosiguió el obispo- es que en la biblioteca custodiamos una de las seis únicas copias que existen de él. La tradición dice que fue escrito por Juan de Jerusalén en persona que es, a su vez, uno de los ocho fundadores de la Orden del Temple. Muchos creemos todavía, como sabrá, que alguien muy cercano a él lo robó antes de que muriera y lo escondió en este monasterio hacia 1120.
– ¿Y lo habéis leído?
– Contiene visiones terribles y precisas de la situación del mundo antes del año 2000 y aún de después. No obstante, nuestra copia viene precedida de una advertencia clara: hasta el «día de la señal» nadie comprenderá totalmente el sentido global de la obra.
– Ya sabéis mucho, eminencia -dijo Basilio-. Todo lo que afirmáis es correcto.
– Pero las dudas del apóstol Tomás inundan mi corazón, hermano. ¿Sabemos acaso cuál será la señal a la que se refiere el texto?
– No exactamente.
– ¿Ni cuándo llegará?
– Tampoco.
Las preguntas del obispo no sorprendieron al bibliotecario, que se apresuró a matizar su respuesta.
– Juan de Jerusalén, querido Teodoro, escondió una clave para descifrar ese misterio en el capítulo 34 de sus profecías, aunque dudo mucho que sea algo que pueda descifrarse a la ligera.
– Ya, ya -sacudió sus barbas Teodoro, haciendo aspavientos con los brazos-. ¿Y recuerda lo que dice ese capítulo?
Basilio dudó un segundo antes de cerrar los ojos en señal de asentimiento. Después, sin dejar que el obispo o el joven monje le interrumpieran, juntó lentamente las manos frente a su barbilla despejada y comenzó a susurrar una retahíla de extraños versos en francés, pronunciados con acusado acento copto.
Ambos se miraron sorprendidos ante la prodigiosa memoria del anciano bibliotecario.
Un denso silencio rodeó a los tres hombres en cuanto el hermano Basilio terminó de recitar. La sacristía permaneció muda durante unos segundos, los suficientes para que el hermano bibliotecario apartara su gesto orante del rostro y cayera de rodillas frente al patriarca.
– Ya no recuerdo más, eminencia. Lo siento -se excusó.
– No importa; levantaos. Es lo que pensaba.
– ¿Lo que pensaba? ¿Qué quiere decir?
Rogelio, al ver el rostro grave de los dos ancianos, no pudo morderse por más tiempo la lengua.
– ¡Ah! ¡Mi buen Rogelio! Os he convocado a ambos porque creo que la señal está en el mensaje que me has traído -exclamó el obispo-. Y es una señal acorde con los tiempos, que sólo tú, entre todos los monjes de nuestra comunidad, estás preparado para valorar.
– No comprendo.
– Ayer, un satélite especializado en cartografía terrestre detectó varias emisiones no identificadas de lo que parecen haces de microondas de alta resolución lanzadas al espacio desde diferentes puntos de Francia -leyó.
– Sigo sin entender qué…
– Todo indica -prosiguió Teodoro- que esos puntos se corresponden con exactitud a importantes catedrales y centros ceremoniales católicos, construidos durante el siglo XII, en la época de Juan de Jerusalén. Lo verdaderamente extraordinario es que el satélite no ha podido captar la forma de las catedrales, sino poderosas siluetas radiantes en su lugar.
[20] No debe confundirse a este Juan de Jerusalén con el rey francés del mismo nombre, que en 1210 se proclamó soberano de Tierra Santa hasta 1225. Cuando el futuro rey nace en 1148, el Juan al que se refiere este relato está ya muerto. La precisión es importante, pues casi todos los textos históricos que se refieren a Juan de Jerusalén lo harán al monarca y no al templario que nos ocupa.
[21] Llegados plenamente al año/ mil que sigue al año mil,/ El hombre conocerá el espíritu/ de todas las cosas,/ La piedra o el agua, el cuerpo/ del animal o la mirada del otro;/ Habrá penetrado los secretos/ que los dioses antiguos poseían/ Y empujará una puerta tras/ otra en el laberinto de la vida/ nueva.