– ¡Teodoro! -exclamó el anciano Basilio alzando los brazos; nunca le habían visto así-. ¡Las puertas se abren! «El hombre empujará una puerta tras otra.» ¿No lo comprendéis?
Rogelio los miró desconcertado.
– Eso parece -aceptó el obispo sin perder de vista al joven monje, que se frotaba los ojos con los puños como si pudiera así afinar sus entendederas-. Por lo poco que sabemos, el caballero Juan fue iniciado en un secreto peculiar del que venimos oyendo hablar hace siglos en nuestra orden, pero del que nadie todavía nos ha ofrecido evidencias concretas.
– Un secreto, ¿qué secreto?
– Al parecer, Juan y los otros ocho soldados que fundaron los Pobres Caballeros de Cristo, germen de los posteriores templarios, fueron puestos al corriente de la ubicación exacta de ciertos enclaves en los que era posible ascender al reino de los cielos sin perder el cuerpo físico, y regresar después embebido de una sabiduría infinita. Puertas al cielo, en definitiva.
Tras una breve pausa, el obispo continuó:
– Después de recibir ese conocimiento, la máxima obsesión de aquellos caballeros fue conquistar tales reductos y sellar definitivamente las «puertas» para que nadie inapropiado pudiera acceder por ellas a saberes que no le correspondían.
– Y se acuñaron leyendas terribles para protegerlas -apostilló Basilio.
– No les fue difícil -remató Teodoro-. A fin de cuentas la historia no era nueva. ¿Acaso no fue la ingestión del fruto del árbol de la ciencia, del bien y del mal, lo que condenó a los hombres a su condición de mortales? Aquellas puertas, nueva versión de la manzana maldita, sólo podrían haber sido puestas en la Tierra por Lucifer en persona, y había que sellarlas y vigilarlas.
– Como hicieron los yezidíes.
– ¿Los yezidíes? -los ojos de Rogelio casi se le salían de las órbitas-. Lo siento, yo no…
Teodoro le sonrió como si se apiadara de la ignorancia de su joven monje.
– Los yezidíes son una escisión del Islam surgida al amparo de un califa del siglo once llamado Yezid -se explicó-. Hoy viven confinados en el norte de Irak, en la zona kurda, y profesan una religión en la que conceden mayor poder al príncipe del mal que al del bien. Si hemos de creer en sus tradiciones, ellos también fueron iniciados en un secreto similar al de los templarios aproximadamente en las mismas fechas.
– Entonces, ¿también conocen las «puertas»? -murmuró el hermano Rogelio espantado.
– Otras puertas -le atajó Basilio, cogiéndole de una mano-. Para los yezidíes se trata de lugares instaurados por Lucifer para extender desde ellos su poder entre los hombres. Están marcados por siete torres distribuidas por todo el mundo, que imitan la forma de la Osa Mayor. [22]
– Es como un reflejo especular de la creación. Lo de arriba es lo divino; su proyección inversa, abajo, corresponde a lo maligno.
– Y esa proyección, ¿también es aplicable a las catedrales francesas?
– Naturalmente, hermano -el tono del bibliotecario se hizo más paternalista que nunca-. Los «secretos de los antiguos dioses» a los que alude Juan tienen que ver con ese saber. En cada rincón del mundo se erigieron puertas imitando constelaciones del firmamento. Su uso fue olvidado por todos, salvo por unos pocos que preservaron ese conocimiento. En Francia, por ejemplo, la constelación regente es la de Virgo y ése es el patrón que imitan sus catedrales dedicadas a la Virgen.
– El mensaje dice algo más.
La silueta oblonga del patriarca se balanceó suavemente hacia el incensario de plata que colgaba junto a la puerta de la sacristía. Tras cargarlo, y sin añadir ni una palabra a su último comentario, giró sobre sus talones adoptando un gesto severo. Ni la barba pudo disimularlo.
– Uno de los ingenieros del Centro Nacional de Estudios Espaciales francés que diseñó el satélite que ha descubierto la orientación de las «puertas» parece que está dispuesto a llegar al fondo del asunto. No sé si comprenden la gravedad de lo que les digo: revelar este secreto al mundo en estos momentos equivale a convertir las puertas en focos de investigación científica. ¡Sería como si Lucifer colocara la manzana del árbol de la ciencia otra vez frente a nosotros para pecar!
– ¿Y qué podemos hacer?
– Para eso te necesito, hermano Rogelio. Partirás mañana mismo hacia Lyon, y desde allí seguirás de cerca las actividades de este ingeniero. Según este informe -el obispo volvió a señalar el mensaje electrónico-, se dispone a viajar a Vézelay para iniciar su investigación.
Teodoro abrió los ojos de par en par, como si algún detalle de aquel mensaje le hubiera pasado por alto.
– Claro, ¡Vézelay!
– Eminencia, ¿qué tiene de particular ese lugar?
– Allí fue donde nació Juan de Jerusalén.
LETIZIA
Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Michel nada más terminar de marcar los diez dígitos del teléfono móvil de Letizia. Nunca la había llamado a ese número pero, contra toda sana lógica, se lo sabía de memoria. Mientras el auricular crujía tratando de encontrar línea, una extraña inquietud se iba apoderando de él. Era ridículo. Aunque hacía ya tiempo que había salido de su vida, era evidente que aquella mujer de profundos ojos azules seguía cautivándole, provocándole sensaciones contradictorias y, por encima de todo, estremeciéndole hasta la médula sólo con su recuerdo.
– ¿Diga? ¿Quién es?
Una voz suave sobresaltó al ingeniero.
– Letizia, soy Michel… ¿Te acuerdas? -vaciló.
– ¿Michel?
– Michel Témoin…
– ¡Michel! -exclamó por fin-. Perdóname, pero no esperaba tu llamada. ¡Cuánto tiempo sin saber nada de ti!
– Soy yo quien debe disculparse por llamarte a este número.
– En absoluto. Dime, ¿ocurre algo?
– Bueno… He pensado que como voy a pasar cerca de Orléans en unos pocos días, tal vez podamos buscar un hueco para tomar un café y charlar. Me gustaría comentarte un par de cosas, en las que quizá podrías echarme una mano.
– ¿Trabajo?
– Algo así.
– Ya veo -suspiró-. No cambiarás nunca, ¿verdad?
Letizia había abandonado Toulouse al poco de encontrar a su nuevo novio, instalándose después en la ciudad natal de Juana de Arco, al otro extremo del país. Siempre echó la culpa de la ruptura a la obsesiva manera que Michel tenía de llevar sus asuntos laborales, arrinconando todo lo que fuera personal o familiar a un segundo plano. En realidad, su drástica decisión de poner kilómetros de por medio les había venido bien a los dos, sobre todo al ingeniero, que no hubiera podido soportar encontrarse a su mujer en brazos de otro en cualquiera de los parques junto al río Ariège.
– ¿Y bien? ¿De qué se trata esta vez? -preguntó Letizia suspicaz.