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– ¿Similitudes? Pero señor François -el ingeniero miró divertido al anciano-, ¿cómo va a haber relación entre los antiguos credos egipcios y los constructores de Vézelay? Cuando se comenzó a construir esta iglesia, los últimos faraones llevaban por lo menos mil años bajo tierra.

El profesor se encajó la boina con rudeza y después señaló a la fachada, para pasmo de sor Inés.

– Si hubo relación directa no lo sé, pero que ese tímpano representa una escena del Libro de los Muertos, ¡eso es seguro! Mire usted -se enervó-, el ángel que sostiene la balanza es casi idéntico al chacal que pesa el alma del faraón y compara su medida con la pluma de Maat, diosa de la justicia. También es el equivalente al dios Toth, dios de la sabiduría, que determinaba si el mortal había adquirido saber y pureza espirituales suficientes para acceder al cielo. Ese detalle, si se toma usted la molestia de comprobarlo, es uno de los fragmentos del Libro de los Muertos más conocidos. También es bastante popular el resultado de la prueba: si por ventura la pluma pesara más que el alma, eso significaría que el difunto ha viajado hasta el Más Allá cargado de pecados, y debe ser condenado de inmediato. Entonces se le manda a las fauces de un monstruo terrible, al que llamaban Ammit, que devorará el espíritu inmortal del difunto y le causará la muerte eterna.

– La muerte eterna. Suena terrible, ¿no cree?

– Y lo es -asintió Francois-. El abad Suger, que terminó de levantar estos muros en 1144, era consciente de eso y fabricó este templo como si fuera una «máquina para la inmortalidad». Igual que los egipcios decoraban las tumbas de sus seres queridos con escenas del Libro de los Muertos para guiarles en su tránsito al Más Allá, este abad erigió un templo similar que sirviera de guía a toda su feligresía en el tránsito que todos, antes o después, tendrían que emprender.

Michel arqueó las cejas asombrado.

– Así que no cree ni una palabra de lo que le digo, ¿no es eso?

– No, no -le atajó-. Siento una tremenda curiosidad por lo que usted cuenta, señor Bremen. Veamos, ha dicho que este lugar funcionaba como una máquina.

– Así es.

– Pero toda máquina se compone de un mecanismo, de unas piezas. ¿Dónde están?

– Acompáñeme al interior y le explicaré cómo funciona.

– ¿Cómo funciona? ¿Tiene usted las instrucciones o algo así? -sonrió burlón.

– Digamos que sí, señor Témoin. Esta iglesia se levantó con tal precisión, y reacciona de manera tan especial en fechas muy concretas, que a veces me parece estar visitando el interior de un mecanismo de relojería.

– Bien, eso me interesa.

– Ya lo creo.

Sor Inés vio impotente cómo Bremen y el extraño ascendían las escaleras de acceso al templo, perdiéndose en su interior a través del pequeño portal situado a la derecha de la fachada principal.

Intrigada por las alusiones a una «máquina» y por comentarios que nunca antes había oído brotar de sus labios, la inquieta cocinera a punto estuvo de abandonar sus fogones y pasearse disimuladamente cerca de aquellos dos hombres, pero sor Perestroika frustró -una vez más- sus planes.

– ¿Qué hace ahí holgazaneando? -le reprochó nada más entrar en la cocina y ver a sor Inés estirada cuan larga era entre la encimera y la ventana del fregadero.

– Revisaba el cierre de las ventanas -se excusó.

– Está bien, el padre Pierre ha solicitado que le subamos el almuerzo en cuanto podamos. Comerá con su invitado en el despacho.

– ¿En el despacho? -se extrañó Inés.

– Sí. Y de inmediato. No haga esperar a los padres, que ya sabe cómo se ponen.

Así que ambas monjas tomaron las bandejas de comida, llevándolas diligentemente al piso superior.

LA FUERZA

El salón donde el padre Pierre despachaba con su invitado estaba literalmente sepultado bajo montañas de papeles que amenazaban con venirse abajo. Montones de correspondencia por abrir, revistas a las que la Fundación estaba suscrita y que el padre deseaba ver antes de que fueran archivadas, y torres de informes y libros para documentar un ensayo sobre san Bernardo que el monje nunca terminaba, dibujaban un paisaje frenético.

Su otra pasión, la radiestesia, también se dejaba notar en su estudio. Una vitrina con una colección de péndulos de todos los tamaños y tipos lucía sobre una de las columnas. Los había de todas clases: desde los que llevaban incorporada una pequeña urna donde incluir el «testigo» -esto es, un pedazo de la tela, tierra o material que se deseaba encontrar-, hasta los más sencillos, más parecidos a plomadas de arquitecto que a ningún otro artilugio. Eran de metal, madera, cristal y hasta cuarzo. El padre Pierre los coleccionaba desde hacía años y se sentía orgulloso de emplearlos siempre que la ocasión lo requiriese. No en vano, muchos en la Fraternidad le llamaban mosén zahori.

Frente a él, impasible, un joven sacerdote ortodoxo recién llegado de Egipto observaba aquel caos con mirada indiferente. No llegaba a encajar lo de los péndulos.

– A ver si he entendido bien -puntualizó Pierre, sacándole del ensimismamiento-, usted ha venido expresamente desde el Sinaí porque dice que algo extraordinario está sucediendo en nuestra iglesia.

– Así es -afirmó con un gesto de cabeza el ortodoxo.

– ¿Y de qué clase de fenómeno estaríamos hablando, padre? ¿Rogelio, me dijo?

– En efecto.

– ¿Y bien, padre Rogelio?

– Tenemos razones para creer que una fuerza maligna está a punto de despertarse bajo su iglesia. No se trata de algo que deba tomarse a la ligera. De hecho, sabemos que las actividades de ciertas sectas satánicas se han incrementado notablemente en las últimas semanas en la zona, ¿no es cierto?

El padre Pierre asintió con desdén, quitándole hierro al asunto.

– ¡Vamos! ¡Vamos! -agitó las manos haciendo un vistoso aspaviento-. Se trata de gamberros a los que les gusta entrar en los cementerios de noche, hacer pintadas blasfemas y poco más. Eso pasa en todas partes.

– ¿Y han profanado Vézelay?

– ¡Dios Santo! ¡Claro que no!

– No lo tome a broma, padre Pierre -sentenció Rogelio con gesto severo-, pero lo que está ocurriendo es sólo el preámbulo de un fenómeno cíclico que terminará afectando a este y otros lugares de Francia. La última vez que esta fuerza estuvo tan activa como hoy fue hace ocho siglos, y entonces se la controló gracias a que se construyeron iglesias como ésta para neutralizarla.

– ¿Ocho siglos? -repitió el padre Fierre-. ¿Quiere usted decir que la última vez que estuvo en activo esa, digámoslo así, fuerza demoniaca fue en la época del abad Suger?