– ¿Matemática? ¿Qué matemática puede haber en un pórtico?
Bremen, que se había quitado su boina negra y lucía una coronilla completamente pelada, rebuscó en los bolsillos de su pelliza. De uno de ellos extrajo un pequeño folleto, podrido de puro viejo, que extendió frente al ingeniero. Mostraba un esquema simple de la puerta interior de Vézelay cruzada por líneas discontinuas a modo de trazado geométrico.
– ¿Lo ve? -dijo señalando el dibujo.
– No. ¿Qué he de ver?
– Las instrucciones de la máquina -sonrió Bremen-. ¿Qué si no? Si traza una línea imaginaria que una la base de la puerta y después otra que enlace con la cabeza del Pantocrátor, obtendrá un triángulo equilátero perfecto.
Y señalando el triángulo en cuestión, dibujado con líneas discontinuas en el papel, prosiguió.
– Es más, si traza una tercera línea que tenga como centro esa misma cabeza y la une con otras dos hasta el eje inferior de la puerta, obtendrá… otro triángulo idéntico al anterior, pero invertido.
– ¡Eso es! ¿No le dice nada?
Esquema geométrico de la portada interior de Vézelay.
Témoin se rascó la barbilla.
– No.
– Es la representación matemática de un viejo principio hermético: lo que está abajo es como lo que está arriba. Hermes, querido amigo, no era sino la versión griega del dios de la sabiduría egipcia Toth. ¿Recuerda al ángel con la balanza del exterior? ¿Recuerda que le dije que era un símbolo de este dios?
François Bremen plegó el esquema de la puerta de Vézelay con deleite y se lo introdujo en su horrenda camisa de cuadros.
– ¡Es pura matemática! -insistió-. Los dos triángulos equiláteros entrelazados fueron también el Sello de Salomón, el emblema personal del monarca que construyó el templo de Jerusalén, y que hoy puede usted encontrar incluso en la moderna bandera de Israel.
– Un símbolo judío en un templo cristiano, ¡usted me toma el pelo! ¿Acaso ha olvidado las persecuciones a los judíos durante la Edad Media?
– Está bien -concedió-. Supongamos que no tenía un significado hebraizante, ¿y entonces?
– Bueno -le miró Témoin suspicaz-, usted es el que parece saberlo todo.
– ¡Ya! -rió-. Pues no sé si usted sabe que a veces estos triángulos entrelazados se han utilizado también como símbolo de Virgo, porque la estrella de seis puntas que deriva de esta figura representa al que es el sexto signo del zodiaco.
El ingeniero casi se atragantó del susto.
– ¿Y eso qué quiere decir? -tosió.
– Es sólo un símbolo, claro. Una señal de que el mundo de arriba, el Cielo, puede ser interpenetrado por el de abajo, la Tierra… ¿No lo comprende? Esta puerta es un umbral de paso al más allá.
– ¿Y la máquina? -insistió Témoin desconcertado.
– Funciona como un espejo del cielo. En fechas importantes como los solsticios de verano e invierno, los días veintitrés de junio y veintitrés de diciembre, se activa una energía extraordinaria aquí dentro.
– ¿Solsticios?
– Sí. Astronómicamente se refiere a los momentos en que el Sol está en el punto más alejado del ecuador, durante su aparente camino alrededor de la Tierra, al que los astrónomos llaman eclíptica. Los antiguos no sabían por qué, pero veían que el Sol detenía su movimiento progresivo al nacer sobre puntos sucesivos en el horizonte; durante unos días se paraba y cambiaba de rumbo. De hecho -añadió triunfante-, «solsticio» significa «paro solar».
– ¿Y eso qué importancia tenía en la época de la construcción de Vézelay?
– ¡Mucha! -exclamó Bremen-. Desde muy antiguo, los solsticios marcaban giros importantes en las estaciones del año, momentos de siembra y recolección, ritos sociales importantes. Los cristianos los adaptaron y los convirtieron en las fiestas de San Juan Bautista y San Juan Evangelista, respectivamente. Así, cada veintitrés de junio, por ejemplo, se abre un camino de luz dentro de la iglesia, que marca el «camino de Juan» hasta el cielo. El camino se repite también cada veintitrés de diciembre, en la víspera de Nochebuena.
El ingeniero le miró incrédulo. ¿Qué quería decir con aquello del «camino de luz»? Bremen, que comprendió al instante la estupefacción de su interlocutor, se apresuró a explicarse mejor. Lo tomó del brazo y lo introdujo en la nave central de la basílica.
El espectáculo allá dentro era soberbio: una magnífica estructura cerrada por una bóveda de cañón con nervios bicolor como los empleados en la mezquita de Córdoba, se abría varios metros por encima de sus cabezas. Al fondo, una linterna luminosa, plenamente gótica, confería al lugar un aspecto singular: el del sendero de sombras que desemboca en la luz.
– Verá -prosiguió Bremen situándose en un lugar preciso, justo en el centro de la nave-: cada veintitrés de junio a mediodía, la luz del sol se cuela dentro de la iglesia a través de unos ventanucos especialmente orientados, de manera que siete manchas de luz aparecen en el suelo, justo en el eje de la nave.
– ¿Ah sí? Nunca había oído…
– Pues no sucede sólo aquí -le atajó-. En la catedral de Chartres, también el mediodía del solsticio de verano, un rayo de sol se cuela por un vitral dedicado a san Apollinaire y se estrella contra una losa con una pluma grabada en el suelo. ¿No es eso una máquina de precisión?
Témoin parpadeó atónito.
– ¿Y lo puede ver cualquiera?
– ¡Pues claro! Ahora ya es una atracción turística, aunque casi nadie se pare a pensar por qué se diseñaron esos templos para que funcionaran así.
– ¿Y usted lo sabe?
– Tengo mi teoría.
– Usted dirá.
Bremen miró hacia atrás, como si tratara de asegurarse de que no hubiera entrado nadie en la iglesia que pudiera escucharle. Después, con un gesto amable, invitó a Témoin a acompañarle a un paseo por el deambulatorio.
– ¿Recuerda lo que le dije del paralelismo entre el tímpano exterior y El Libro de los Muertos egipcio?
– ¡Cómo olvidarlo!
– Pues bien, yo creo que todo viene de allá. Lo poco que sabemos de la magia egipcia nos ha llegado a través de los griegos, y entre éstos el que alcanzó un mayor grado de iniciación fue Pitágoras, el matemático.
– No entiendo.
– Yo se lo explicaré -continuó Bremen-. Pitágoras, además de matemáticas, aprendió astronomía en Egipto. Estuvo en aquel país veintidós años y allí descubrió que los antiguos consideraban los solsticios como momentos especiales en los que se abría la comunicación con el «otro lado». Llamó a esos momentos «puertas», ¿lo ve?, y consideró que en junio se abría la de los hombres donde éstos podían ascender a los cielos; y en diciembre la de los dioses, donde éstos podían descender a la Tierra.
– ¿Y cómo llegó esto aquí?