«La sombra del Mal está más cerca que nunca de nosotros -sentenció el De Payns con un gesto severo, que denotaba lo delicado del momento. En realidad, leía del mensaje que acababa de recibir-. Nuestro amado conde está inquieto por ello; no duerme ni comulga en paz desde hace meses y ha tomado la dolorosa decisión de abandonar sus posesiones, esposa e hijos, para acompañarnos en nuestra primera batalla verdadera: la que estamos a punto de librar contra el más poderoso enemigo que existe sobre esta tierra.»
El anuncio del caballero De Payns, como tantas otras cosas que sucedieron entonces, pronto se revelaría rigurosamente exacto.
TEMPLUM DOMINI [5]
La «Bestia», en efecto, se desencadenó la madrugada del 23 de diciembre del año del Señor de 1125. Pero su ira fue breve.
Vayamos por partes.
Antes del alba, y siguiendo las precisas instrucciones dadas por Hugo de Payns la noche precedente, los nueve de los mantos blancos se introdujeron en el recinto del Templo a través de la Puerta de los Algodoneros, abierta casi en el centro de su muro occidental. Desprovista de vigilancia alguna, la entrada de aquel grupo de nobles no llamó la atención de nadie.
Jerusalén, a esas horas, disfrutaba de sus únicos momentos de quietud del día. No había mercaderes en las esquinas, ni aguadores, panaderos o soldados. Es más, los templos y lugares de devoción estaban también cerrados a cal y canto como medida de seguridad contra mendigos y maleantes. La ciudad, pues, parecía tan vacía como el vecino valle de Josafat.
Se dirigieron a buen paso hacia las escaleras que ascienden hasta la plataforma donde se levanta la llamada Cúpula de la Roca, y sin apenas tiempo para echar un vistazo a los primeros destellos del sol que se clavaban sobre su cimborrio de cobre, treparon por ellas.
– ¿Conocéis la leyenda árabe de este lugar, joven Jean?
Andrés de Montbard, el fornido guerrero borgoñón nacido en las mismas riberas del río Armancon, susurró su pregunta a Jean de Avallon mientras se aproximaban a la Puerta del Paraíso, al norte del recinto. El caballero, sorprendido, meneó la cabeza.
– ¡Válgame Dios! -bramó el de Montbard, conteniendo su torrente de voz- ¿No habéis salido de vuestro agujero en todo este tiempo? Excavar y excavar, ¿a eso os dedicáis únicamente?
– No, pero…
– ¡No hay excusas! Deberíais saber que el conde Hugo en persona, durante su primer viaje a Jerusalén con la cruzada de 1099, fue el único cristiano que se preocupó por averiguar qué había de verdad en la leyenda que decía que el profeta Mahoma había viajado hasta este preciso lugar en una sola noche. De eso sí habréis oído hablar, ¿verdad?
Jean de Avallon asintió.
La silueta rechoncha del borgoñón gesticulaba como un fauno chiflado a su alrededor. Caminando en cuclillas y silbando como una serpiente le explicó cómo los sarracenos creían que el Profeta llegó a Jerusalén volando desde La Meca a lomos de una burra mágica a la que llamó Al-Baraq, que quiere decir «relámpago». Una montura todopoderosa, de crines de fuego y ojos iridiscentes, enviada por Alá en persona.
– ¿Un relámpago? -los ojos del joven se abrieron como platos.
– Bueno -tosió Montbard para aclarar la garganta igual que hacían los trovadores en Francia-, lo poco que sé es lo que rumoreaban los cruzados: que Mahoma se encontraba en aquel entonces en una situación muy delicada porque su esposa Khandiya acababa de morir y su tío Abu Taleb también. Al parecer, en medio de su dolor, una noche se le apareció el arcángel Gabriel vestido con una túnica de estrellas, invitándole a venir hasta aquí. ¿Qué os parece? Su piel centelleaba como el rayo y, como a la burra, era imposible mirarle a la cara sin quedarse ciego.
– ¿Y le dijo para qué quería llevárselo de La Meca?
– Deseaba mostrarle algo que le consolaría y le daría fuerzas para terminar con éxito su misión. Quería convencerle de que su esposa y su tío estaban más vivos que nunca, en el Paraíso. Y hasta dicen que Gabriel lo subió a lomos de Al-Baraq y lo acompañó sobre aquella prodigiosa montura justo hasta este templo.
– ¿Éste?
Jean no salía de su asombro siguiendo las explicaciones del caballero.
– Así es, joven amigo -volvió a musitar-. Aquí le aguardaban Abraham, Moisés y Jesús para confirmarle que él, hijo predilecto del clan de los Hasim, era también el heredero legítimo de un largo linaje de profetas.
– Parecéis creeros esa historia a pies juntillas, Montbard.
El borgoñón, que aún hablaba en voz baja, como si temiera ser escuchado por el resto, se detuvo a pocos pasos de la escalera de acceso a La Roca para recuperar el resuello. Estaba demasiado gordo para hablar, saltar, actuar y caminar a la vez.
– ¡Es glorioso! -jadeó-. ¡No sabéis nada! ¡No tenéis ni idea de la historia de este lugar pero estáis aquí, con nosotros! ¿Por qué se os reclutó?
Antes de que Jean de Avallon pudiera protestar siquiera a aquellos insolentes comentarios, Monfort le detuvo.
– ¡No me lo digáis! Yo os lo explicaré todo. Que Mahoma viera o no en este templo a los patriarcas bíblicos y a Nuestro Señor realmente no nos incumbe. Lo que verdaderamente importa ahora, lo que interesó a nuestro señor conde, es lo que le ocurrió después al Profeta.
– ¿Después?
– ¡Pues claro! -bramó-. Tampoco oísteis nada de eso, ¿verdad?
Jean comenzaba a sentirse como un perfecto estúpido. ¿Por qué nadie le había puesto al corriente de aquellos retazos de historia de los que presumía Montbard? ¿Tenía acaso que ver con la discreción con la que se trataban entre sí los caballeros más veteranos? ¿Explicaba esa actitud la prohibición de que ningún caballero entrase solo en la Cúpula de la Roca sin autorización expresa de Hugo de Payns?
– Escuchadme bien -prosiguió Montbard en tono confidencial-. Dicen que alguien, desde el cielo, lanzó sobre La Roca que pronto veréis una escalera hecha por entero de luz, y que ésta se ancló sobre la que aquí llaman la piedra de Yaqub. [6] Por ella Mahoma trepó a los cielos, los recorrió de arriba abajo, y se maravilló de lo grande y perfecta que es la creación de Dios.
– ¿Y decís que partió desde aquí a semejante viaje?
– Así es.
– ¿Y regresó?
– Sí, con gran sabiduría. Y muy equivocado tendría que estar, mi querido hermano, si algo relacionado con esa escalera no fuera la razón última por la que hemos sido convocados aquí por nuestro señor conde. Después de la cruzada, él regresó a Francia pero encargó a Hugo de Payns que siguiera indagando en esa leyenda y encontrara la escala.