– Comprendo.
Bernardo de Claraval no volvió a ver más a Gluk. Después de recibir de sus manos el libro que durante tantos años había protegido, el abad estaba seguro de que el druida había dado por finalizada su tarea vital. Los sabios de los bosques eran así: impredecibles y sorprendentes. Gluk moriría en soledad, tal como él había elegido, y sus herederos -entre los que se encontraba el propio Bernardo- continuarían más o menos abiertamente con su misión: la de lograr establecer un vínculo definitivo entre la Tierra y el Cielo.
Por lo que había insinuado Gluk, Jean de Avallon era la última pieza antes de poner en marcha ese objetivo. Pero el templario, visiblemente avejentado, se recuperaba aún en la casa de huéspedes que les cediera el obispo Bertrand.
– No sé si sobrevivirá -se lamentó el abad-. Acabamos de enterrar a su escudero.
– Se recuperará. Ya lo veréis.
El augurio del druida le dio ánimos. Rodeado de toallas húmedas y palanganas de agua caliente, el guerrero todavía dejó pasar unos días antes de comenzar a narrar parte de su historia.
– Padre -murmuró al fin a primera hora de la mañana de San Julián-, ya sé que soy la llave que abrirá la Puerta.
La revelación le extasió. Bernardo no se despegó del templario en toda la jornada, atendiéndole en persona y animándole a vaciar el alma en sus manos.
– Vos aceptasteis ser esa llave ya en Jerusalén, hermano Jean. Lo que os ha sucedido después es fruto del plan que Dios preparó para un hombre de vuestro valor. No debéis temer nada.
– Mi señor abad -continuó-, en mi viaje al otro lado de la Puerta vi cielos e infierno. Un ángel al que no pude ver nunca el rostro me guió a través de las esferas celestiales, y gracias a él admiré las partes en las que está dividido el Universo. Volé hasta Jerusalén, siguiendo la ruta del Profeta de los infieles, y vi cómo una puerta al Averno se abría justo debajo de la Ciudad Santa. También allí admiré otro umbral por el que se accedía directamente hasta el trono de Dios.
– Proseguid.
– El ángel invisible, con infinita paciencia, me mostró asimismo cómo debemos construir nuestros templos a imagen y semejanza del Cuerpo Celeste de Nuestra Señora y cómo éstos, unidos por la misma corriente que ata a unas estrellas con otras, harán que podamos ascender a los cielos y hablar con los ángeles sin necesidad de desencarnar.
– ¿Visteis todo eso con vuestros propios ojos?
– Y más aún, mi señor. Aquella criatura de voz poderosa me mostró muchas cosas que están todavía por venir. Como si fuera en sueños, admiré lo que vendrá en el año mil que sigue al año mil, las calamidades que asolarán nuestra tierra y los peligros que rondarán a nuestra fe. Aún más, me fue mostrado también el año mil que seguirá a este último y los prodigios que en aquél se obrarán. Pero, sobre todo, padre, me apercibí de qué encargo divino es el que debemos acometer en un lugar tan santo como éste.
– Decidme. Vos habéis visto, no yo.
– En la tierra de Chartres debemos proteger sólo aquellas Tablas que tengan que ver con la agricultura. Las seleccionaremos del santo cargamento con cuidado y dedicación, prestando especial atención a los motivos impresos en su superficie esmeralda. Son las Tablas de saber infinito que hablan de cómo Nuestro Señor creó todos los vegetales y formas de vida del mundo. Éste será, pues, el templo de la Espiga y se unirá a la Estrella de la espiga de Virgo, su perla más brillante.
– ¿Qué más debemos hacer?
– Las que tengan relación con la música y el poder del canto se custodiarán en Amiens, donde levantaremos la más grande iglesia que vieran los tiempos. A fin de cuentas, la música es la Palabra de Dios en estado puro, el Verbo del que habla el primer capítulo del Génesis. Y lo mismo se hará con las Tablas que describen los movimientos del Sol, que se llevarán hasta Évreux. La sabiduría deberá repartirse, para que la misteriosa fuerza que encierran estos libros de piedra teja una red que proteja a los fieles y bendiga nuestro reino.
– ¿Te mostró el ángel si viviremos lo suficiente para terminar nuestra obra, Jean?
El caballero, aunque postrado, regaló al abad un gesto de solemnidad que nunca antes había visto dibujado en aquel rostro anguloso.
– No -dijo muy sereno-. Ni siquiera llegaremos a ver colocar la primera piedra de esta Gran Obra, padre. Pero hemos de disponer a los nuestros para que cumplan con su sagrado deber. Sólo los iniciados comprenderán lo que hemos hecho con las Tablas y las rescatarán a su debido tiempo.
– ¿Y los charpentiers?
– Los charpentiers, maestro, nos vigilarán de cerca. Descuidad. Gluk, el último de ellos al que habéis visto, dejará una larga descendencia y su estirpe se perpetuará hasta el final de los tiempos.
Bernardo se arrodilló junto al lecho del caballero, dando gracias a Dios por todas aquellas revelaciones. En realidad, su gratitud no estaba motivada tan sólo por las palabras del templario, sino porque ahora comprendía que había llegado al final del camino: tenía la llave (Jean), tenía las instrucciones para accionarla (el libro de Gluk) y ya sólo le faltaba determinar el emplazamiento exacto de la Puerta para culminar su plan.
– Sé que estamos ya cerca de cumplir con nuestra misión, caballero -murmuró el de Claraval, acariciándole una de sus pálidas manos con ternura-. Sin embargo, nos falta la presencia de Blanchefort, el maestro de obras, que sabía bien dónde tantear la presencia de la Puerta y que había visto con sus propios ojos los planos de Enoc para la construcción del nuevo templo.
– No penséis más en él. Como yo, Pierre de Blanchefort atravesó el Umbral Sagrado y accedió a cuantos conocimientos hoy poseo. Matemáticas, geometría, armonía… ninguna de esas ciencias me son ajenas desde entonces. Aparte de cuanto yo os he narrado, también yo vi el diseño divino. Sin embargo, a diferencia de aquél, yo soy un caballero y sabré defenderme si llegara el caso.
– ¿Sabéis acaso quién lo mató?
– Murió por haberse acercado imprudentemente al cielo cargando su astrolabio de cobre con él. Todo lo que tiene naturaleza divina, deberíais saberlo, repudia el metal y lo convierte en fuente de muerte. Hasta nosotros, los caballeros del Temple, aprendimos la lección en Tierra Santa al oír a los judíos relatar sus cuentos sobre el Arca de la Alianza y su contenido celestial.
– Murió, entonces, por la misma causa que Felipe, vuestro escudero -dijo el abad-, pero ¿quién y para qué le decapitaron?
– Fue la familia de Raimundo de Peñafort, obispo de Orléans. Él pertenece a una estirpe de diablos hechos carne que sabían lo que vos tramabais y que ha tratado de impedirlo a toda costa. Arrancando la cabeza al magister comiciani siguiendo su ancestral costumbre de depredadores, se aseguraban de que vos supierais lo cerca que estaban de las Tablas. Y que pronto, antes o después, os las arrebatarían.