– Pero no sucederá.
– No, de momento.
– ¿De momento?
Jean de Avallon suspiró antes de proseguir.
– La naturaleza y propósitos de esos diablos no es tan diferente de la de los propios charpentiers. Debéis saber que ellos buscan lo mismo que vos: erigir templos sobre las Puertas y controlar esos pasos al Cielo. El hecho de haberse apropiado de la cabeza de vuestro maestro de obras obedeció sin duda a la vieja costumbre de santificar los cimientos del edificio que planean. La cabeza, vos lo sabéis bien, es el receptáculo de todos los misterios, la sede de la iluminación interior. Es necesario su sacrificio para tener un espíritu guardián que proteja el lugar; un pilar sobre el que sostener el edificio entero.
– Lo sé -se inclinó el abad-. Juan el Bautista fue decapitado como símbolo de la columna que habría de sustentar el edificio místico del Cuerpo de Cristo. Por eso la orden templaria rinde también tributo a la cabeza. [47]
– Allí donde en adelante se venere un cráneo, una testa, habrá, con seguridad, una Puerta escondida. Sea que la proteja el Lado Oscuro o sea que la defiendan los caballeros de la Luz.
– ¿Puedo confiar en vuestras palabras?
– Podéis. Al otro lado de la Puerta vi que los templos que guardarán las Tablas, aquellos que contendrán el secreto de cómo abrir las Puertas, se construirán y permanecerán levantados durante generaciones.
– Gracias a Dios.
Jean de Avallon había vuelto a hablar sabiamente. El abad, sobrecogido por aquel ilimitado acceso a la sabiduría de los Altísimos, besó su mano, murmurándole algo entre dientes. El templario, visiblemente agotado por el esfuerzo, apenas adivinó lo que el abad intentó decirle. «A partir de ahora -escuchó-, mereceréis llamaros Juan de Jerusalén, pues ha sido allí, en la Jerusalén celeste, donde habéis encontrado la iluminación. Mañana mismo pondré a vuestra disposición a uno de mis monjes para que le dictéis todo lo que habéis visto de nuestro futuro, para que ese saber quede por escrito.»
– Amén -dijo el templario.
– Amén.
PICATRIX
Jacques Monnerie no despegó la vista del ejemplar del Picatrix durante buena parte del trayecto por carretera hasta Amiens. A bordo del confortable Mercedes 190 E que la Fundación Charpentier había puesto a su disposición, tuvo tiempo suficiente para hacerse una idea global acerca del contenido del libro.
Se trataba, como se temía, de un abigarrado tratado medieval de magia en el que se enseñaba a su propietario a fabricar amuletos. Al principio, le pareció uno de tantos volúmenes simplistas que debieron de circular por Europa entre los siglos XII y XIII, y en el que se contenían fórmulas absurdas para conseguir el amor de la persona deseada, o riqueza y prosperidad para quien supiera manejarlas. Constaba de cuatro tratados o partes, a cual más confusa. Sus referencias históricas a titanes que gobernaban Nubia o a reyes todopoderosos en Egipto no se ajustaban a nada de lo que él había estudiado en el Bachillerato, y por si fuera poco, su conocimiento del Sistema Solar, al que hacía frecuentísimas menciones, se reducía -lógico, por otra parte- sólo a los siete planetas conocidos entonces.
Cansado de leer estupideces, cuando iba a dar carpetazo definitivo al Picatrix y recostarse sobre los asientos de cuero del Mercedes, encontró un pasaje que le llamó la atención. En realidad, esperaba encontrar algo como aquello desde que salió del despacho del señor Charpentier. Algo que justificara el interés de su mecenas para que leyera el libro.
El pasaje en cuestión afirmaba que los coptos eran los herederos de los antiguos egipcios en cuestiones religiosas y, así mismo, en el manejo de sus poderosos talismanes mágicos. Hasta ahí, eso era bastante razonable. Pero decía, además, que sus amuletos, contrariamente a lo que pensaba, no se reducían a simples medallitas como la de Catalina de Médicis o a pedazos de pergamino con símbolos «de poder» escritos sobre ellos, sino que también podían enmascararse tras la construcción de grandes edificios e incluso en la distribución geométrica de las ciudades. Todo dependía, básicamente, de las alineaciones estelares a las que se orientaran sus cimentaciones.
– ¡Como París! -barruntó, recordando su cita en los Campos Elíseos.
El libro decía, además, cosas tan llamativas como ésta: «En la construcción de ciudades -leyó- hay que utilizar las estrellas, y en la construcción de las casas los planetas; toda ciudad que se construya con Marte en medio del cielo o cualquier estrella fija de la misma naturaleza, verá morir a filo de espada a la mayoría de sus gobernantes».
Picatrix se refería igualmente a una ciudad levantada por el propio Hermes «que tenía doce millas de largo y donde hizo una ciudadela con cuatro puertas, una por cada punto». Y seguía: «En la puerta oriental hizo la imagen de un águila. En la puerta occidental, la de un toro. En la septentrional, la de un león. En la austral, la de un perro alado». El ingeniero se extrañó: ¿no eran aquéllas las imágenes que tradicionalmente se asociaban a los cuatro evangelistas? ¿No se equiparaba a Juan con un águila, a Lucas con un toro, a Marcos con un león y a Mateo con un ser alado?
Fue lo último que leyó. Picatrix volvía a perderse en divagaciones absurdas sobre el poder de los supertalismanes, que nadie con dos dedos de frente podría tomar nunca en consideración.
Sin embargo, como si aquel último pasaje fuera parte de uno de esos acertijos sin solución posible, Monnerie se amodorró preguntándose si no pretendería el señor Charpentier hacerle creer que la catedral de Amiens, ciertamente la mayor de toda Francia, era algo así como el nuevo templo de Hermes del Picatrix. «Demasiado sutil», pensó. No obstante, lo cierto era que las catedrales también se orientaban hacia los cuatro puntos cardinales y a veces colocaban evangelistas en sus fachadas.
El chófer entró en Amiens por la avenida Port d’Aval a eso de las seis de la tarde. Enfiló su prolongación por la rue des Francs Muriers, sembrada de casas unifamiliares de tres plantas y estilo dieciochesco, y torció por la rue Saint Leu hasta desembocar frente a la fachada principal de la inmensa seo de la ciudad. Tras aparcar junto a una casa de madera que se caía a pedazos, y donde podía leerse el equívoco cartel de Maison du Pélerin, despertó a Monnerie.
– Señor -dijo, pellizcándole el brazo-. Ya hemos llegado.
El ingeniero jefe se desperezó como pudo, incorporándose a duras penas en su asiento. Cuando vio la cara oeste de Amiens parcialmente cubierta de andamios, comprendió que era allí donde debía comenzar a buscar a Michel Témoin. El templo, soberbio, era mucho más impresionante de lo que se había imaginado. Ninguna fotografía hacía justicia a aquel recinto de 7.700 metros cuadrados construidos, capaz de albergar a diez mil fieles para un solo oficio religioso.
[47] Uno de los grandes enigmas que rodean a la orden templarIa es, precisamente, el de su culto a una extraña cabeza a la que llamaban Baphomet. Su existencia se descubrió tardíamente, durante el proceso abierto contra los caballeros en el siglo XIV. El verdadero significado de la palabra Baphomet está codificado en la propia estructura del sustantivo, mediante el uso de un ingenioso sistema hebreo llamado Atbash. El método es sencillo: todas las letras del alfabeto hebreo se colocan en dos líneas paralelas, de manera que cuando haya que codificar una palabra se sustituirán las letras que la forman por sus equivalentes en la línea opuesta. Descifrarlo será muy sencillo recurriendo a las líneas paralelas de nuevo. Pues bien, si trasladamos la palabra Baphomet a letras hebreas y la descodificamos con el código Atbash, obtendremos el vocablo griego Sophia. Esto es, sabiduría. Este sistema se empleó mucho para cifrar los célebres rollos del mar Muerto y otros documentos de naturaleza gnóstica, que también viene de un término que significa sabiduría, «gnosis».