Monnerie, cautivado, descendió del Mercedes y se dirigió a buen paso hacia una de las puertas laterales del templo, justo aquella que pasa por debajo del gigante de piedra que representa a san Cristóbal. Atravesó su portezuela de madera y desembocó muy cerca de la nave central, junto al laberinto. Prácticamente vacía, los pocos turistas que en esos momentos aún se encontraban en el interior de la catedral disparaban apresuradamente sus flashes, tratando de no llamar la atención de los vigilantes.
Meteor man echó un vistazo a su alrededor.
Al principio no lo vio, pero una segunda «batida» a lo largo del muro norte le hizo sentir que allí había algo que no encajaba. Miró dos o tres veces más. No se trataba de ningún turista. Era algo del propio templo.
En efecto, a unos metros por delante de él, en el crucero, el rosetón encastrado en la fachada norte presentaba un aspecto fuera de lo común. Tanto, que creyó que se trataba de un fenómeno óptico, de una confusión. El ingeniero dio unos pasos adelante para apreciarlo mejor, confirmando lo que se temía: los «nervios» del círculo central de su estructura… ¡formaban una estrella de cinco puntas invertida! ¡El símbolo medieval de Lucifer!
No había duda. Se trataba de una estrella de cinco puntas invertida, la misma que tantas veces había visto asociada en películas y libros a la magia negra y al Diablo. Se estremeció. ¿Qué hacía aquel «sello» en un templo como aquél, tan visible? ¿Tendría razón monsieur Charpentier y, sin quererlo, estaría ahora implicado en una lucha de ángeles y demonios?
Tratando de no perder la serenidad -con aquellas cosas, ciertamente era muy fácil-, Monnerie deambuló por las naves laterales del templo en busca de su «objetivo». Se detuvo ante la capilla de San Nicasio, justo detrás del altar mayor, donde admiró unas magníficas vidrieras en las que podía distinguirse un coro de reyes tañendo sus arpas.
– La música -explicaba en ese momento un guía a su reducido grupo de turistas jubilados- era muy importante en la época de esplendor de las catedrales. Los templos se edificaban siguiendo la misma proporción matemática que Pitágoras aplicó a las cuerdas de los instrumentos musicales para que sonaran armónicamente. Ese saber, Pitágoras lo trajo de Egipto.
«Egipto.» Meteor man se repitió mentalmente aquel nombre, mientras se alejaba del grupo rumbo a otra capilla, la de San Agustín de Cantorberry. Un cartel indicaba que su absidiolo había sido modificado por Napoleón III, pero que sus vidrieras eran originales. Del siglo XIII.
Realmente eran brillantes. Cuadros con pequeñas escenas representaban personajes sumidos en actividades frenéticas. Una de ellas, la más nítida del conjunto, mostraba a dos individuos con mantos blancos transportando un cajón gracias a dos varas que atravesaban longitudinalmente sus costados. Más arriba, otras cuatro «viñetas» daban a entender que aquel cajón había llegado por mar y que los hombres de los mantos blancos se habían hecho cargo de él para llevarlo… ¿adónde?
Monnerie tardó, pero cayó en la cuenta. ¡El Arca! Como si hubiera recibido una revelación divina, el profesor saltó sobre el pavimento de piedra. «Eso es exactamente lo que busca Témoin.» Un clérigo que salía en ese momento de la vecina sacristía pasó a su lado, mirándolo con incredulidad. Por supuesto, no desperdició la ocasión.
– ¿Otras representaciones del Arca de la Alianza, dice? -murmuró el anciano, mirándole con sus vivarachos ojos grises.
El ingeniero jefe asintió.
– Naturalmente, joven. Cada vidriera tiene su correspondencia en piedra, y ese arcón que usted ve en el lado interior este de la catedral, lo encontrará justo en su vertiente opuesta.
– En la fachada exterior oeste.
– Precisamente -sonrió-. La lástima es que no podrá verla usted muy bien. El Cabildo gasta casi todo su dinero en mantener limpio ese frontis, y estamos siempre de obras. No se imagina lo que el dióxido de carbono puede llegar a comerse la piedra.
– ¿Y no sabrá usted qué se ejecutó primero, si la vidriera o la fachada oeste?
El clérigo sonrió de nuevo, como si la ignorancia de aquel nervioso visitante le produjera ternura.
– ¡Qué cosas tiene usted! -exclamó-. La cara oeste fue lo primero que se terminó de esta catedral. Déjeme pensar. Seguramente la levantaron los mismos que terminaron en 1220 la catedral de Chartres, así que debe de ser de 1230 o por ahí. Y por eso es la que más cuidados requiere.
– ¿De veras?
La perilla puntiaguda de meteor man se arrugó bajo su labio inferior. Siempre que algo le impactaba hacía aquel gesto, mordiéndose la comisura de los labios con fruición mientras pensaba su siguiente paso. Así pues, excitado, tomó las manos fibrosas del clérigo y las sacudió enérgicamente, agradeciéndole sus servicios con un billete de cien francos. «Para la restauración», dijo poniéndolo entre sus dedos. El pobre no entendió mucho el porqué, pero aceptó aquel gesto extravagante. San Juan -pensó para sus adentros- atrae a muchos desorientados hasta allí, colocándolos en el verdadero camino de la fe.
Afuera no había nadie. Al ser sábado, los obreros responsables de la limpieza de la fachada no estaban merodeando por allí, y los andamios, cubiertos por una tela plástica grisácea, parecían vacíos.
La puerta del Arca debía de ser la de Notre Dame. Situada más a la derecha, se trataba de un pórtico ojival de profundidad media flanqueado por medallones que la estructura metálica de aquellas plataformas metálicas dejaban ver a duras penas. Sus relieves eran sorprendentes: hombres con gorros frigios parecían mirar planetas y estrellas, tomar medidas con sus manos, y levantar después torres sobre el suelo. «Como en el Picatrix.»
La huida de José, María y el niño Jesús a Egipto a lomos de un burro, los tres Reyes Magos o el árbol del Paraíso, se mezclaban con medallones que representaban a Moisés frente a la columna de nubes que guió al pueblo elegido durante el Éxodo.
Aunque Monnerie no era un experto en la Biblia, sabía que aquellas medallas se referían a pasajes muy diferentes y muy separados en el tiempo. En cierta manera, su común denominador -todos parecían pendientes del movimiento de ciertas estrellas grabadas en piedra- le recordó al amuleto de Catalina.
Sin embargo, antes de que pudiera tomar nota de la posición de los astros, justo cuando pasaba sus manos por el relieve de un hombre con una vara mirando al cielo, una voz le gritó desde arriba.
– ¡No toque eso! -bramó-. ¡Es la vara de Aarón!
Sorprendido, el ingeniero volvió la cabeza hacia allí. A unos cuatro metros de altura, por encima del parteluz con la estatua de la Virgen y el niño, un rostro regordete, muy rojo, le observaba fijamente. Y no era uno de los obreros.
– ¡Michel! -Meteor man lo identificó de inmediato-. Es usted… ¿verdad?