Descalzo, pasó por delante de las celdas de Montbard, Saint Omer, Anglure y Angers, deteniéndose frente a la del De Avallon. Había estado allí antes, así que calculó bien sus pasos. Miró a ambos lados del corredor, asegurándose de que nadie le observaba, y abrió la puerta con todo sigilo.
Los goznes no chirriaron.
Una vez dentro, con la puerta cerrada tras él, respiró hondo. Contra la pared, fresca, aguardó a que sus ojos se aclimataran a la oscuridad y comenzaran a distinguir las formas de alrededor. Una cama con dosel cuatro pasos al frente, un arcón a su derecha, una pieza de madera donde debían guardarse las armas del caballero, un escritorio, la chimenea…
Una nueva ojeada le hizo mirar hacia la ventana entreabierta. Por allí, justo por donde se colaban los murmullos de los rezos de la comunidad, era donde el caballero debía custodiar aquel libro profético del que tanto había oído hablar.
Se trataba de una pequeña cómoda llena de cajones, situada junto al escritorio. Tallada, sin duda, por las hábiles manos de fray Crisóstomo -el maestro ebanista-, el mueble destacaba del conjunto por la madera clara empleada en su confección.
Sigilosamente, se acercó hasta él, y cuando alargó la mano para abrir el más grande de sus compartimentos, algo chocó contra su garganta.
– Así que volvéis a estar muy cerca de mí.
La frase le petrificó. Por instinto, Rodrigo se echó las manos al cuello, notando que lo que le oprimía era la afilada hoja curva de un puñal. Un arma fría, limpia, que podía partirle la nuez de un tajo antes de respirar siquiera.
– No habléis -ordenó aquella misma voz con tono firme-. Sé qué habéis venido a buscar.
– …
– Y lo tendréis. ¡Vaya si lo tendréis!
La misma mano que sujetaba el puñal bajó bruscamente a la altura de los hombros y le arrojó violentamente contra la pared. Desconcertado, Rodrigo abrió los ojos de par en par tratando de ubicar el bulto de su agresor.
No tuvo que forzar mucho la vista. Un instante después un golpe seco, como si rasparan la pared, tronó frente a él prendiéndose en el acto una lámpara de aceite que llenó de su inconfundible olor la estancia. Allí, frente a él, sujetaba lámpara y puñal el propio Jean de Avallon.
– ¿Y bien? -el caballero le miraba desde arriba, sin darle ocasión a moverse-. ¿Qué os ha decidido a asaltar mi alcoba? ¿Acaso el único ejemplar de El Protocolo que he escrito y que aún no está bajo llave?
Rodrigo asintió.
– ¿Y adónde pensabais llevároslo?
– A Orléans.
– ¿Aún le sois fiel a su obispo?
– Es quien me protegió.
– ¿Y si yo os perdono la vida? -dijo el templario.
– Entonces, señor, mi fidelidad os la deberé a vos.
Jean tendió su mano a Rodrigo para ayudarle a levantarse. Aunque con el hombro ligeramente contusionado, el aragonés se incorporó con agilidad, mucha más que la que demostraba aquel desecho humano que tenía frente a sí.
– Oídme, pues -dijo-. Llevaréis este libro con vos fuera de Francia. Cruzaréis el Mediterráneo y emprenderéis la ruta de Alejandría hasta Tierra Santa. Y allí, donde descubráis un lugar como éste, regentado por hombres de Dios, pediréis ingresar como novicio y les entregaréis este libro en pago de vuestra manutención.
– ¿Y por qué me mandáis a tan lejanas tierras?
– Porque son las tierras del origen. Donde todo empezó. De donde salieron las Tablas que hoy protegemos y donde, en el futuro, escucharán la señal que mi obra anuncia.
– ¿Señal?
– La señal que marcará el día en el que las Puertas se abrirán para siempre.
Rodrigo vio que el caballero alzaba, la vista casi en trance, como si acertara a ver los resplandores de la Jerusalén Celestial del Apocalipsis descendiendo sobre Claraval.
– ¿Nos permitirá eso ascender a los Cielos, mi señor?
– Y mucho más.
Rodrigo huyó esa madrugada con El Protocolo bajo el brazo y cumplió con la palabra dada. Al alba, cuando fray Andrés acudió a visitar a Jean como cada día, lo encontró tumbado sobre su cama, vestido con todas sus armas y con un gesto severo dibujado en el rostro. Debió de entregar su alma a Dios poco después de que el intruso abandonara su celda. Pero ése fue un detalle que nunca nadie conoció.
LAPSIT EXILLIS
Vencer los trémulos andamios de los operarios de limpieza de Amiens fue más difícil de lo que Monnerie se las prometía. La escalera principal ascendía en paralelo a la columna central que sostenía el pórtico, gravitando en medio de la nada. La Virgen, con gesto severo, recto, pareció clavar sus ojos vacíos sobre los del profesor, en cuanto éste llegó a su altura. Y el niño que sostenía en sus brazos también.
Una extraña sensación se apoderó de él. Era como si estuvieran a punto de profanar algo sagrado. Algo que no se colocó en su lugar para que lo tocaran las manos ateas de dos ingenieros del siglo XXI.
Pero Témoin no estaba dispuesto a echar marcha atrás. Con agilidad, se colocó junto a la estatua sedente de Moisés -un barbudo que sostenía una de las Tablas de la Ley y que estaba coronado por los cuernos de la sabiduría-, invitando a meteor man a hacer lo propio junto a Leví, ataviado con las ropas de los custodios del Arca.
– Aquí es -dijo Michel con el rostro iluminado-. ¿Verdad que es magnífica?
– Lo es. ¿Cómo piensas abrirla?
– Bueno. Es una caja maciza. La tapa se debió pegar, así que creo que tendremos que romperla.
– ¿Y con qué?
– Con eso.
Témoin señaló dos mazas que los operarios habían dejado sobre el andamio, junto a las mangueras de agua a presión que utilizaban para arrancar la mugre de las imágenes.
– Michel -susurró el profesor antes de coger su martillo-. Hay algo que me desconcierta de todo esto.
– ¿De qué se trata?
– Me confunde que haya una representación del Arca de la Alianza en el pórtico de la Virgen. El Arca es un objeto del Antiguo Testamento, la Virgen es un personaje del Nuevo. Allá abajo también hay medallones mezclados de las dos épocas. Y siendo como estoy empezando a entender que fueron los constructores de catedrales, ¿no crees que eso encierra alguna clave?
– No lo sé. Toma tu maza, quítate los objetos de metal y abramos esto ya.
– ¿Y el metal de los martillos?
– Probablemente no nos afectará en una primera fase. No creo que el Arca, si está aquí dentro, sea la propia piedra. Esto es el contenedor de algo más.
A trescientos metros de allí, justo en la esquina de la plaza de la catedral con la rue Cormont, el equipo de sonido de Ricard estaba recogiendo nítidamente toda la conversación.
– Creo que la van a abrir, padre -insistió Gloria alarmada-. Todavía estamos a tiempo de detenerles.