– ¡Es la Sura tercera! -asombrado, Hugo de Payns comenzó a notar que él también estaba a punto de perder el equilibrio.
– ¿ La Sura? -preguntó otro.
Su duda recibió una respuesta mecánica, insulsa, poco antes de que el senescal del conde cayera violentamente sobre sus rodillas.
– Tercer libro del Corán, versículo 40, hermano…
Qué espectáculo. Uno tras otro, los caballeros fueron dándose cuenta del prodigio que estaba produciéndose a su alrededor, y contagiados por un repentino fervor místico, se arrodillaron alrededor de Gondemar. Pero éste no estaba sumergido en trance alguno, ¡leía! Y Hugo, con los ojos húmedos, murmuraba casi imperceptiblemente aquellos mismos versos, siguiéndolos con la mirada alrededor de todo el perímetro de la bóveda filigranada. Era un milagro.
El conde fue el último en postrarse.
Lo increíble, no obstante, llegó instantes después. Un temblor persistente, acompañado de un zumbido parecido al que causarían cien mil abejas danzando alrededor de su reina, se extendió por todo el recinto. Venía de ninguna parte y de todas a la vez, pero tamizó la atmósfera del lugar haciéndola casi tangible.
Nadie permaneció ajeno a aquella mutación. Imposible. Desde el suelo, un estremecimiento agudo atravesó las botas de tafilete de los guerreros, y ascendió vertiginosamente por sus calzas hasta apoderarse de cada una de sus extremidades. Era un temblor constante, que encrespó sus cabellos y les hizo sentir un fuerte cosquilleo por todo el cuerpo.
Ninguno se movió.
No podían.
Y tampoco los sirvientes o los sargentos que habían sido apostados en varios de los rincones del octógono.
Después, sin anunciarse, llegó la luz. Un fogonazo fuerte, casi sólido, estalló frente a ellos, en la misma vertical de La Roca. Fue en un abrir y cerrar de ojos. El tiempo suficiente para que el zumbido se intensificara hasta el dolor y los congregados cayeran al suelo retorciéndose de angustia.
Duró poco. Como mucho, lo que se tarda en contar hasta diez. Y después, cuando el tormento se esfumó, un denso silencio se apoderó del lugar.
– ¿Lo… visteis?
El conde fue el primero en quebrar aquella calma.
– Era una escala -murmuró uno de ellos.
– No. Ésa es la fuerza del Maligno. Sólo quien disponga de la coraza de la fe, resistirá… y vencerá. Ahora que ya lo sabéis, ¿deseáis aún continuar en esta Orden?
Jean, todavía encogido de dolor a pocos pasos del acceso al subterráneo, fue el primero en asentir.
Conmovido, el señor de la Champaña se acercó hasta él y, agachándose hasta colocarse a su altura, le murmuró en voz baja algo al oído:
– En ese caso, mi fiel Jean de Avallon, vos buscaréis las puertas de Occidente y sellaréis cada una de ellas con un templo. Serán obras tan magníficas, tan perfectas, que jamás dejarán entrever lo que ocultan. Y no os preocupéis, yo os serviré de guía.
Jean, con los ojos enrojecidos y húmedos, miró al frente, hacia La Roca ahora oscura y vacía. Meditó las palabras del conde, y tras guardárselas en el corazón, acertó a asentir en voz alta y clara, para que todos le oyesen.
– Acepto de buen grado vuestras órdenes, mi señor -dijo balbuceando-, y las acataré aunque en ello me vaya la vida. Ahora que he visto la Verdad , que Nuestra Señora proteja tan sagrada misión, amén.
– Amén -respondieron cuantos le oyeron, sin saber a qué.
SATÉLITE
Toulouse, en la actualidad
Allí estaba otra vez.
El ERS-1 [10] se balanceó suavemente sobre su costado izquierdo, orientando de nuevo los paneles plateados hacia la tranquila superficie del planeta azul. Obedecía así a la última instrucción electrónica enviada desde la Tierra apenas unas décimas de segundo antes.
Su carcasa dorada centelleó mientras un silencio de espanto, el mismo que tantos astronautas han intentado describir al regreso de sus paseos espaciales, arropaba toda la maniobra como un manto protector.
La recreación por ordenador de aquel instante no dejaba lugar a dudas: con una majestuosidad envidiable, el satélite, dócil, acababa de inclinar veinte grados el eje del cajón rectangular que sujetaba sus delicados instrumentos. Sólo los paneles lisos de cerámica estampados con el emblema de la Agencia Espacial Europea, se contrajeron ligeramente extendiendo aquella ligera sacudida por todo el ingenio.
A las 13.35, hora GMT en punto, todo estaba otra vez dispuesto para que el «baile» se repitiese.
Quien más quien menos cruzó los dedos.
Pese a que la operación marchaba según el programa previsto por el equipo del profesor Monnerie, los técnicos sabían que aquél era el momento más delicado de toda la misión. Y se notaba. Una espesa nube de nicotina había engullido hacía un buen rato los monitores desde donde se seguía el ajuste orbital del satélite. De hecho, fue aquella niebla informe y seca lo primero que Michel Témoin respiró nada más entrar a la Sala de Control.
Allá dentro parecía de noche. El anfiteatro de tres gradas que rodeaba la gran pantalla mural desde la que se dominaban las órbitas del resto de satélites de la Agencia, estaba más atiborrado que de costumbre. Con las luces atenuadas, los monitores de las consolas encendidos y los miles de teclas multicolores resplandeciendo a la vez, el lugar parecía a punto de hervir.
– Estamos preparados, señor.
Una voz metalizada tronó en toda la estancia.
Adoraba aquello. Llevaba casi tres años sin ver otro paisaje que ese enloquecido universo de luces, señales electrónicas e instrucciones mecanizadas. No sabía si fuera de allí llovía o hacía sol, si habían dejado atrás el invierno o el verano. Fuera la época del año que fuese, siempre dejaba aquella sala siendo de noche, y aunque muchas veces le quitaba el sueño el proyecto que llevaba entre manos, nunca faltaba un día a su cita con la lectura. Lo había heredado de Letizia… pero prefería no acordarse demasiado de ella.
– Podemos reiniciar ya la cuenta atrás, señor.
El operador responsable de las comunicaciones con el satélite, un clónico de Andy Warhol que estaba sentado frente a la más céntrica de las mesas de control de la sala, acababa de dar luz verde a la siguiente maniobra del ERS-1.
– Gracias, Laplace -respondió alguien a sus espaldas-. ¿Está ya la antena en posición?
– Lista para desplegarse, señor.
Témoin palideció. Aquel segundo timbre de voz, que retumbó en el hemiciclo a través del sistema de megafonía interno, era lo último que el ingeniero jefe esperaba escuchar allá abajo. Sin embargo, no había error posible: Jacques Monnerie en persona había descendido a los infiernos y estaba dando las órdenes al satélite a pie de panel. ¿Y qué diantres hacía allí la máxima autoridad de la estación, codo con codo con los «mortales» operarios del CNES? [11] ¿Inspeccionar por sorpresa una misión rutinaria?