Pero había algo que le preocupaba más aún: saber que estaba ya venciendo el tiempo para traerse desde Jerusalén la «llave» de la Scala Dei que, si Jean de Avallon no había equivocado su descripción, había aparecido hacía poco en el subsuelo de La Roca. Y lo que era más difíciclass="underline" debía determinar dónde haría reposar aquella reliquia. ¿Sería Chartres el lugar buscado?
Tal como esperaba, en la iglesia abacial del burgo un pequeño comité de recepción aguardaba la entrada del famoso Bernardo. Al frente se encontraba el obispo Bertrand, un varón de buena panza y cabellos cuidadosamente recortados, que vestía una fina capa roja trenzada de filigranas doradas. Junto a él, varios «monjes negros» de Cluny, todos de muy sano aspecto, observaban con desconfianza a aquel «hatajo de místicos muertos de hambre».
Las presentaciones duraron lo justo. Tras encontrarse las dos delegaciones bajo el pórtico norte de la iglesia -uno decorado con toscas imágenes de los doce apóstoles repasadas con pinturas de vivos colores-, sus dos dignatarios se dieron un beso en la mejilla y penetraron en el interior del templo para deliberar a solas. A ninguno de los dos les interesaba enzarzarse en la eterna discusión de Iglesia pobre o Iglesia rica, así que, camuflados por las penumbras del templo, se dejaron llevar por la complicidad a la que éstas invitaban.
– Gracias a Dios que habéis venido, fray Bernardo.
El rostro rosado del obispo perdió su falsa sonrisa nada más dar la espalda a su séquito.
– En verdad pensé que mis oraciones habían sido escuchadas cuando vuestro emisario nos anunció ayer que llegabais a la ciudad.
Fray Bernardo torció el gesto.
– ¿Y a qué se debe vuestra inquietud? No pensé que claudicarais tan pronto al ideal cisterciense.
– Oh, no, no -se apresuró a contestar el obispo-. Aunque no comulgue con vuestros ideales ascéticos reconozco que sus monjes tienen más experiencia en los asuntos del espíritu, y ahora me ocupa uno de éstos.
– Vos diréis.
– La semana pasada -se explicó Bertrand- desapareció en la cripta de Nuestra Señora, en esta misma iglesia, el maestro de obras que habíamos contratado para reformarla. Fue un suceso de lo más extraño. Al principio, creímos que había sido un secuestro, pero hace sólo dos días el desgraciado reapareció en el mismo lugar en que se esfumó, ¡cuando el templo estaba completamente cerrado!
– Así que regresó.
– Más o menos. Creemos que fue cosa demoniaca. ¿Qué si no?, pues de lo contrario no entiendo cómo el maestro pudo colarse en la cripta sin forzar la puerta de entrada. ¡Estaba intacta! Lo peor es que reapareció con las facultades completamente trastornadas, y apenas pudimos sacar nada en claro de su desaparición.
– ¿Trastornado decís?
El obispo alzó la vista a la bóveda de la iglesia, como si buscara argumentos más sólidos para su explicación.
– Bueno -dudó-, canturreaba necedades sobre un ángel que lo había llevado a las alturas, mostrándole, dijo, la pluralidad de las esferas del cielo. Afirmaba, muy seguro, que Dios había dispuesto las luminarias del cielo como si fueran cubos en una noria, todos atados entre sí, y que todo el mecanismo de esa rueda estaba gobernado gracias a su infinita sabiduría. Y farfulló algo sobre la voluntad de Dios de que lo que haya en el cielo sea imitado en la tierra por los hombres. ¿cornprendéis algo?
– ¿De veras dijo eso? -los ojos saltones de Bernardo brillaron de excitación-. ¿Y contó algo más?
– La verdad es que no. Unos calores extrañísimos, que no supimos atajar a tiempo, se apoderaron de él, y murió ayer por la tarde en medio de grandes delirios. Por fortuna, poco después recibíamos al legado anunciando vuestra llegada, y dimos gracias a Dios por enviarnos tan adecuado emisario para desvelar este misterio.
– Ya…
– Decidme, padre, ¿tiene algún sentido para vos lo que nos contó el cantero?
– Tal vez, eminencia -Bernardo juntó sus manos frente a la boca, en un gesto muy propio de él-. Conducidme a la cripta donde ocurrió lo que me relatáis. Si fue el Diablo o alguno de sus secuaces, a buen seguro que dejó allí sus infectas huellas.
– Seguidme.
El obispo Bertrand levantó ligeramente sus hábitos para caminar mejor, y tras rodear el altar principal, descorrió una tapa de madera bajo la que nacía un estrecho y húmedo tramo de escaleras. La cripta en la que desembocaba era un recinto que debía cubrir más o menos la mitad de la nave central; oscuro como boca de lobo, era de superficie amplia pero de escasa altura. Y al fondo, junto a un pozo y el arcón con las reliquias de san Lubino al lado del sagrario, una magnífica talla de la Virgen con el niño en su regazo presidía el lugar. Un velón enorme iluminaba la estancia sin demasiada generosidad.
– ¿Qué clase de obra pensabais hacer aquí, eminencia?
– Queríamos rebajar el suelo y hacer la cripta más cómoda. Colocar unas hileras de bancos y poder oficiar aquí ceremonias de bautismo, funerales… No obstante, el maestro convenció a nuestro capítulo para que derribáramos esta iglesia y comenzáramos otra nueva de acuerdo con un estilo innovador y poco realista, la verdad.
– Comprendo -asintió Bernardo-. ¿Y dónde decís exactamente que reapareció vuestro maestro de obras?
– Junto a Nuestra Señora, padre.
– Lo suponía.
– ¿De veras?
El abad se detuvo junto a una columna con el paso de la oración del huerto del viacrucis claveteada sobre ella. Miró de hito en hito a su anfitrión y, poniéndose en jarras, le espetó todo tieso:
– Obispo Bertrand, me sorprende vuestra falta de perspicacia. Todavía no me habéis preguntado qué es lo que me ha traído realmente a vuestro burgo. Apenas he llegado, me habéis enfrentado a un enigma que os preocupa, pero no habéis indagado nada en las causas reales de mi visita. Si con todo obráis de igual manera, jamás solventaréis casos como el que ahora os desvela…
El prelado enrojeció.
– Tenéis razón, padre. Os debo una excusa.
– No importa. Yo os lo diré: deseaba ver precisamente este lugar. Vos sabéis que llevo años defendiendo que el culto a Nuestra Señora merece un lugar que hasta ahora le ha sido negado. Nuestra Señora, como madre humana de Dios, es la intermediaria natural entre nosotros y el reino de los cielos, entre la Tierra y Nuestro Señor. Aquel que desee llegar a Dios lo hará más fácilmente a través de su madre piadosa que utilizando otros caminos. Los antiguos pobladores de este lugar, remotos antecesores de los primeros cristianos, ya sabían esto y elevaban sus plegarias a la Madre, ¡antes de que Dios la mandara al mundo!
El obispo aguardó un instante antes de responder.
– Acertáis, fray Bernardo -asintió al fin-. ¿Sabíais que mi predecesor, el obispo Fulberto, vistió con los atributos de la Madre de Dios a la diosa pagana con su hijo en el regazo que veneraban los carnutiis [14] suprimió el dolmen que éstos habían bajado hasta aquí?