– No. ¿Por qué?
– Por nada.
En otras ocasiones, si el Furtivo salía con la Mita, la galga, el Nini se ocultaba, camino del perdedero, y cuando la perra llegaba jadeante, tras de la liebre, él, desde su escondrijo, la amedrentaba con una vara y la Mita, que era cobarde, como todos los galgos, abandonaba su presa y reculaba. El Nini, el chiquillo, también reía silenciosamente entonces.
En todo caso, el Nini sabía reír sin necesidad de jugársela al Furtivo. Durante las lunas de primavera, el niño gustaba de salir al campo y agazapado en las junqueras de la ribera veía al raposo descender al prado a purgarse aprovechando el plenilunio que inundaba la cuenca de una irreal, fosforescente claridad lechosa. El zorro se comportaba espontáneamente, sin recelar su presencia. Pastaba cansinamente la rala hierba de la ribera y, de vez en cuando, erguía la hermosa cabeza y escuchaba atentamente durante un rato. Con frecuencia, el destello de la luna hacía relampaguear con un brillo verde claro sus rasgados ojos y, en esos casos, el animal parecía una sobrenatural aparición. Una vez el Nini abandonó gritando su escondrijo cuando el zorro, aculado en el prado, se rascaba confiadamente y el animal, al verse sorprendido, dio un brinco gigantesco y huyó, espolvoreando con el rabo su orina pestilente. El niño reía a carcajadas mientras le perseguía a través de las junqueras y los sembrados.
Otras noches el Nini, oculto tras una mata de encina, en algún claro del monte, observaba a los conejos, rebozados de luna, corretear entre la maleza levantando sus rabitos blancos. De vez en cuando asomaba el turón o la comadreja y entonces se producía una frenética desbandada. En la época de celo, los machos de las liebres se peleaban sañudamente ante sus ojos, mientras la hembra aguardaba al vencedor, tranquilamente aculada en un extremo del claro. Y una vez concluida la pelea, cuando el macho triunfante se encaminaba hacia ella, el Nini remedaba la chilla y el animal se revolvía, las manos levantadas, en espera de un nuevo adversario. Había noches, a comienzos de primavera, en que se reunían en el claro hasta media docena de machos, y entonces la pelea adquiría caracteres épicos. Una vez presenció el niño cómo un macho arrancaba de cuajo la oreja a otro de un mordisco feroz y el agudo llanto del animal herido ponía en el monte silencioso, bajo la luz plateada de la luna, una nota patética.
Para San Higinio, Matías Celemín, el Furtivo, cobró un hermoso ejemplar de zorro. Por esas fechas habían terminado las matanzas y transcurrido las Pascuas, pero el clima seguía áspero y por las mañanas las tierras amanecían blancas como después de una nevada. Aparte mover el estiércol y desmatar los sembrados, nadie tenía entonces nada que hacer en el campo excepto el Furtivo. Y éste, según descendía del páramo, aquella mañana, se desvió ligeramente sólo por el gusto de pasar junto a la cueva y mostrar al niño su presa:
– ¡Nini! -voceó-. ¡Nini! ¡Mira lo que te traigo, bergante!
Era una hermosa raposa de piel rojiza con un insólito lunar blanco en la paletilla derecha. El Furtivo la apretó una mama y brotó un chorrito de un líquido consistente y blanquecino. Levantó luego el animal en alto para que el niño la contemplara a su capricho.
– Hembra y criando -dijo-. ¡Una fortuna! Si el Justito no se rasca el bolso en forma, me largo con ella a la ciudad, ya ves.
Las pulgas abandonaban el cuerpo muerto y buscaban el calor de la mano del Furtivo. El Nini persiguió al hombre con la mirada, le vio atravesar el puentecillo de tablas, con la raposa muerta en la mano, y perderse dando voces tras el pajero del pueblo.
A la noche, tan pronto sintió dormir al tío Ratero, se levantó y tomó la trocha del monte. La Fa brincaba a su lado y, bajo el desmayado gajo de luna, la escarcha espejeaba en los linderones. La madriguera se abría en la cara norte de la vaguada y el niño se apostó tras una encina, la perra dócilmente enroscada bajo sus piernas. La escarcha le mordía, con minúsculas dentelladas, las yemas de los dedos y las orejas, y los engañapastores aleteaban blandamente por encima de él, muy cerca de su cabeza.
Al poco rato sintió gañir; era un quejido agudo como el de un conejo, pero más prolongado y lastimero. El Nini tragó media lengua y remedó el chillido repetidamente, con gran propiedad. Así se comunicaron hasta tres veces. Al cabo, a la indecisa luz de la luna, se recortó en la boca de la madriguera el rechoncho contorno de un zorrito de dos semanas, andando patosamente como si el airoso plumero del rabo entorpeciese sus movimientos.
En pocos días el zorrito se hizo a vivir con ellos. Las primeras noches lloraba y la Fa le gruñía con una mezcla de rivalidad atávica y celos domésticos, pero terminaron por hacerse buenos amigos. Dormían juntos en el regazo del niño, sobre las pajas, y a la mañana se peleaban amistosamente en la pequeña meseta de tomillos que daba acceso a la cueva. Pronto se corrió la noticia por el pueblo y la gente subía a ver el zorrito, mas, ante los extraños, el animal recobraba su instinto selvático y se recluía en el rincón más oscuro del antro, y miraba de través y mostraba los colmillos.
Decía Matías Celemín, el Furtivo:
– ¡Qué negocio, Nini, bergante! A éste me lo zampo yo.
A las dos semanas el zorrito ya comía en la mano del niño, y cuando éste regresaba de cazar ratas el animal le recibía lamiéndole las sucias piernas y agitando efusivamente el rabo. Por la noche, mientras el tío Ratero guisaba una patata con una raspa de bacalao, el niño, el perro y el zorro jugaban a la luz del carburo, hechos un ovillo, y el Nini, en esos casos, reía sin rebozo. Por las mañanas, a pesar de que el zorrito se hizo a comer de todo, el Nini le traía una picaza para agasajarle y al verle desplumar el ave con su afilado y húmedo hocico, el niño sonreía complacidamente.
La Simeona le decía a doña Resu, el Undécimo Mandamiento, a la puerta de la iglesia, comentando el suceso de la cueva:
– Es la primera vez que veo a un raposo hacerse a vivir como los hombres.
Pero doña Resu se encrespaba:
– Querrás decir que es la primera vez que ves a un hombre y un niño hacerse a vivir como raposos.
El Nini temía que, al crecer, el zorrito sintiera la llamada del campo y le abandonase, aunque de momento el animal apenas se separaba de la cueva, y el niño, cada vez que salía, le hacía una serie de recomendaciones y el zorrito le miraba inteligentemente con sus rasgadas pupilas, como si le comprendiese.
Una mañana, el chiquillo oyó una detonación mientras cazaba en el cauce. Enloquecido, echó a correr hacia la cueva y antes de llegar divisó al Furtivo que descendía a largas zancadas por la cárcava con una mano oculta en la espalda y riendo a carcajadas: