– ¿Y qué puedo hacerle yo? -decía.
La Columba se ponía de jarras y voceaba:
– ¡Desahuciar a ese desgraciado! Para eso eres la autoridad.
Pero Justito Fadrique, por instinto, detestaba la violencia. Intuía que, tarde o temprano, la violencia termina por volverse contra uno.
Por San Lesmes, sin embargo, el José Luis, el Alguacil, le brindó una oportunidad:
– La cueva esa amenaza ruina -dijo-. Si largas al Ratero es por su bien.
Volar las otras tres cuevas fue asunto sencillo. La Iluminada y el Román murieron el mismo día y el Abundio abandonó el pueblo sin dejar señas. La Sa grario, la Gitana, y el Mamés, el Mudo, se consideraron afortunados al poder cambiar su cueva por una de las casitas de la Era Vieja, con tres piezas y soleadas, que rentaba veinte duros al mes. Pero para el tío Ratero cuatrocientos reales seguían siendo una fortuna.
Por San Severo se fue la cellisca y bajaron las nieblas. De ordinario se trataba de una niebla inmóvil, pertinaz y pegajosa, que poblaba la cuenca de extrañas resonancias y que, en la alta noche, hacía especialmente opaco el torturado silencio de la paramera. Mas, otras veces, se la veía caminar entre los tesos como un espectro, aligerándose y adensándose alternativamente, y en esos casos parecía hacerse visible la rotación de la Tierra. Bajo la niebla, las urracas y los cuervos encorpaban, se hacían más huecos y asequibles y se arrancaban con un graznido destemplado, mezcla de sorpresa e irritación. El pueblo, desde la cueva, componía una decoración huidiza, fantasmal que, en los crepúsculos, desaparecía eclipsado por la niebla.
Para San Andrés Corsino el tiempo despejó y los campos irrumpieron repentinamente con los cereales apuntados; los trigos de un verde ralo, traslúcido, mientras las cebadas formaban una alfombra densa, de un verde profundo. Bajo un sol aún pálido e invernal, las aves se desperezaban sorprendidas y miraban en torno incrédulas, antes de lanzarse al espacio. Y con ellas se desperezaron Justito, el Alcalde, José Luis, el Alguacil, y Frutos, el Jurado, que hacía las veces de Pregonero. Y el Nini, al verles franquear el puentecito de tablas, tan solemnes y envarados con sus trajes de ceremonia, recordó la vez que otro grupo atrabiliario, presidido por un hombrecillo enlutado, atravesó el puentecillo para llevarse a su madre al manicomio de la ciudad El hombrecillo enlutado decía con mucha prosopopeya Instituto Psiquiátrico en lugar de manicomio, pero, de una u otra manera, la Marcela, su madre, no recobró la razón, ni recobró sus tesos, ni recobró jamás la libertad.
El Nini les vio llegar resollando cárcava arriba, mientras el dedo pulgar de su pie derecho acariciaba mecánicamente a contrapelo a la perra enroscada a sus pies. La visera negra de la gorra del Frutos, el Pregonero, rebrillaba como si sudase. Y tan pronto se vieron todos en la meseta de tomillos, el Justito y el José Luis se pusieron como firmes, sin levantar los ojos del suelo, y el Justito le dijo al Frutos, bruscamente:
– Léelo, anda.
El Frutos desenrolló un papel y leyó a trompicones el acuerdo de la Corporación de desalojar la cueva del tío Ratero por razones de seguridad. Al terminar, el Frutos miró para el Alcalde, y el Justito, sin perder la compostura, dijo:
– Ya oíste, Ratero, es la ley.
El tío Ratero escupió y se frotó una mano con otra. Les miraba uno a uno, divertido, como si todo aquello fuera una comedia.
– No me voy -dijo de pronto. -¿Que no te vas? -No. La cueva es mía.
La roncha de la frente de Justito, el Alcalde, se encendió súbitamente.
– He hecho público el desahucio -voceó-. Tu cueva amenaza ruina y yo soy el Alcalde y tengo atribuciones.
– ¿Ruina? -dijo el Ratero.
Justito señaló el puntal y la resquebrajadura. -Es la chimenea -agregó el Ratero.
– Ya lo sé que es la chimenea. Pero un día se desprende una tonelada de tierra y te sepulta a ti y al chico, ya ves qué cosas.
El tío Ratero sonrió estúpidamente: -Más tendremos -dijo. -¿Más?
– Tierra encima, digo.
El José Luis, el Alguacil, intervino:
– Ratero -dijo-. Por las buenas o por las malas, tendrás que desalojar.
El tío Ratero les miró desdeñosamente: -¿Tú? -dijo-. ¡Ni con cinco dedos!
Al José Luis le faltaba el dedo índice de la mano derecha. El dedo se lo cercenó una vez un burro de una tarascada, pero el José Luis, lejos de amilanarse, le devolvió el mordisco y le arrancó al animal una tajada del belfo superior. En ocasiones, cuando salía la conversación donde el Malvino, aseguraba que los labios de burro, al menos en crudo, sabían a níscalos fríos y sin sal. En todo caso, el asno del José Luis se quedó de por vida con los dientes al aire como si continuamente sonriese.
Justito, el Alcalde, se impacientó:
– Mira, Ratero -dijo-. Soy el Alcalde y tengo atribuciones. Por si algo faltara, he hecho público el desahucio. Así que ya lo sabes, dentro de dos semanas te vuelo la cueva como me llamo Justo. Te lo anuncio delante de dos testigos.
Por San Sabino, cuando retornó a la cueva la comisión, batía los tesos un vientecillo racheado y los trigos y las cebadas ondeaban sobre los surcos como un mar. El Frutos, el Jurado, iba en cabeza y portaba en la mano los cartuchos de la dinamita y la mecha enrollada a la cintura. Al iniciar la cárcava, el Nini les enviscó la perra y el Frutos se enredó en el animal y rodó hasta el camino jurando a voz en cuello. Para entonces, el Ratero había hablado ya con el Antoliano, y así que el Justito le conminó a abandonar la cueva, se puso a repetir como un disco rayado: «Por escrito, por escrito». El Justito miró para el José Luis, que entendía algo de leyes, y el José Luis asintió y entonces se retiraron.
Al día siguiente, el Justito le pasó una comunicación al tío Ratero concediéndole otro plazo de quince días. Para San Sergio concluyó el plazo y a media mañana irrumpió de nuevo en la cueva la comisión, pero así que vocearon en la puerta, el Nini respondió desde dentro que aquélla era su casa y si entraban por la fuerza tendrían que vérselas con el señor juez. El Justito miró para el José Luis y el José Luis meneó la cabeza y dijo en un murmullo: «Allanamiento; en efecto es un delito».
Al día siguiente, San Valero, ante Fito Solórzano, el Jefe, Justito casi lloraba. La mancha morada de la frente le latía como un corazón:
– No puedo con ese hombre, Jefe. Mientras él viva tendrás cuevas en la provincia.
Fito Solórzano, con su prematura calva rosada y sus manos regordetas jugueteando con la escribanía, trataba de permanecer sereno. Meditó unos segundos antes de hablar, metiéndose dos dedos en los lagrimales. Al cabo, dijo con ostentosa humildad: