– Si el día de mañana queda algo de mi gestión al frente de la provincia, cosa que no es fácil, será el haber resuelto el problema de las cuevas. Tú volaste tres en tu término, Justo, ya lo sé; pero no se trata de eso ahora. Queda una cueva y mientras yo no pueda decirle al Ministro: «Señor Ministro, no queda una sola cueva en mi provincia» es como si no hubieras hecho nada. Me comprendes, ¿no es verdad?
Justito asintió. Parecía un escolar sufriendo la reprimenda del maestro. Fito Solórzano, el Jefe, dijo de pronto.
– Un hombre que vive en una cueva y no dispone de veinte duros para casa viene a ser un vagabundo, ¿no? Tráemele, y le encierro en el Refugio de Indigentes sin más contemplaciones.
Justito adelantó tímidamente una mano:
– Aguarda, Jefe. Ese hombre no pordiosea. Tiene su oficio.
– ¿Qué hace?
– Caza ratas.
– ¿Es eso un oficio? ¿Para qué quiere las ratas? -Las vende.
– ¿Y quién compra ratas en tu pueblo? -La gente. Se las come.
– ¿Coméis ratas en tu pueblo?
– Son buenas, Jefe, por éstas. Fritas con una pinta de vinagre son más finas que codornices. Fito Solórzano estalló de pronto:
– ¡Eso no lo puedo tolerar! ¡Eso es un delito contra la Salubridad Pública!
El Justito trataba de aplacarle:
– En la cuenca todos las comen, Jefe. Y si te pones a ver, ¿no comemos conejos? -Hizo una pausa. Luego agregó-: Una rata lo mismo, es cuestión de costumbre.
Fito Solórzano golpeó la mesa con el puño cerrado y saltaron las piezas de la escribanía:
– ¿Para qué quiero Alcaldes y Jefes Locales si en vez de resolver los problemas vienen todo el tiempo a creármelos? ¡Busca tú una fórmula, Justo! ¡Coloca a ese hombre en alguna parte, haz lo que sea! ¡Pero piensa tú, tú, con tu pobre cabeza, no con la mía!
Justito reculaba hacia la puerta:
– De acuerdo, Jefe. Déjalo de mi mano.
Fito Solórzano cambió repentinamente de tono y añadió cuando Justito, vuelto de espaldas abría ya la puerta del despacho:
– Y cuando liquides este asunto, avisa. Ten en cuenta que no te dice esto Fito Solórzano ni tu Jefe Provincial, sino el Gobernador Civil.
8
Por San Baldomero el Nini descubrió sobre el Pezón de Torrecillórigo el primer bando de avefrías desfilando precipitadamente hacia el sur. Durante tres días con sus tres noches, los bandos se sucedieron sin interrupción y el vuelo de las aves era cada vez más vivo y agitado. Volaban muy altas, componiendo una gran V sobre el impávido cielo azul, chirriando excitadamente con un estremecido deje de alarma.
Antaño, el Pezón de Torrecillórigo se llamó la Co tana del Moro, pero la Marcela, la madre del Nini, la rebautizó pocos meses antes de dar con sus huesos en el manicomio. Ya desde el parto, la Marcela no quedó bien y cada vez que el Ratero la sorprendía mirando embobada para los cuetos y le decía: «¿Qué miras, Marcela?», ella ni respondía. Y únicamente si el Ratero la zarandeaba, ella balbucía al fin: «El Pezón de Torrecillórigo». Y señalaba el cono de la Cotarra del Moro, torvo y lóbrego como un volcán. «¿El Pezón?» -inquiría el Ratero, y ella agregaba: «Somos muchos a tirar de él. No da leche para tantos». Meses después el tío Ratero sorprendió a su hermana aserrando una pata del taburete. «¿Qué haces, Marcela?» -le dijo. Y ella respondió: «El taburete barquea». Dijo éclass="underline" «¿Banquea?». Y ella no respondió, pero a la noche había aserrado las cuatro patas. Aún aguantó el tío Ratero unos años más. Por aquel tiempo el Nini ya había cumplido los seis y el Furtivo le decía cada vez que lo encontraba: «Explícate, bergante, ¿Cómo es posible que la Marcela sea tu tía y tu madre al mismo tiempo?» -y se reía con un ruidoso estallido como si estuviera lleno de aire y, de repente, se deshinchase. Y el día que el tío Ratero se decidió a horadar el techo de la cueva con el tubo que le regalara Rosalino, el Encargado, y le pidió a la Marcela arena para la mezcla, su hermana le aproximó la horca que sostenía a duras penas. «Toma» -dijo. «¿Cuál?» -dijo el Ratero. «Arena. ¿No pedías arena?» -dijo ella. «¿Arena?» -dijo el Ratero. Ella añadió: «Apura, que pesa». El Nini la miraba atónito y al cabo, dijo: «Madre, ¿cómo va a coger usted arena con una horca?». Una semana después, por Santa Oliva haría cuatro años, se presentó en el pueblo un hombrecillo enlutado y se la llevó al manicomio de la ciudad, pero la Cotarra del Moro no volvió a recobrar su nombre y fue en adelante y para siempre jamás el Pezón de Torrecillórigo.
Ahora las avefrías sobrevolaban el Pezón y el Nini, el chiquillo, bajó al pueblo a informar al Centenario:
– No las veo pero las siento gruir -dijo el viejo-. Eso quiere decir nieve. Antes de siete días estará aquí.
El Centenario, con el trapo negro cubriéndole media cara, era como una reseca momia bajo el sol. Antes de ponerse el trapo, el niño le preguntó una tarde qué era aquello:
– Nada de cuidado; un granito canceroso -dijo el viejo sonriendo.
El Nini, cada vez que le asaltaba alguna duda sobre los hombres, o sobre los animales, o sobre las nubes, o sobre las plantas, o sobre el tiempo, acudía al Centenario. El tío Rufo, por encima de la experiencia, o tal vez a causa de ella, poseía una aguda perspicacia para matizar los fenómenos naturales, aunque para el Centenario, los gorjeos de los gorriones, o el sol en las vidrieras de la iglesia, o las nubes blancas del verano, no eran siempre una misma cosa. En ocasiones, hablaba de su «viento de cuando rapaz», o «del polvo de la era de cuando mozo» o de «su sol de viejo». Es decir que en las percepciones del Centenario jugaba un papel preferente la edad, la huella que produjeron en él, a determinada edad, las nubes, el sol, el viento o el polvo dorado de la trilla. El Centenario sabía mucho de todo, a pesar de que los mozos y los chiquillos del pueblo no se arrimaban a él más que para reír de sus aspavientos nerviosos o para alzarle el trapo negro en un descuido y «verle la calavera» y hacer, luego, mofa de su enfermedad:
– Son jóvenes, pero eso se pasa -solía decirle al Nini, resignadamente, en esos casos, el Centenario.
La misma Simeona, su hija, no le guardaba al viejo ninguna consideración. Desde que el Centenario empezó a envejecer, la Simeona se hizo cargo de la casa y las labores. Ella atendía al ganado, sembraba, aricaba, escardaba, segaba, trillaba y acarreaba la paja. A causa de ello se hizo irritable, roñosa y suspicaz. El Undécimo Mandamiento armaba que todo el mundo se vuelve roñoso y suspicaz tan pronto advierte lo que cuesta ganar una peseta. No obstante, la Simeona se mostraba excesivamente irreductible para con su padre. En las contadas ocasiones en que comadreaba con sus convecinas decía: «Cuanto más viejo más goloso, no puedo con él». La señora Clo la miraba envidiosamente y comentaba: «Suerte la tuya, con lo mal que me come a mí el Virgilín». Para la señora Clo, la del Estanco, todas las preocupaciones se centraban ahora en el Virgilín. Le cuidaba como a un hijo y, por su gusto, le hubiera confinado en una jaula y hubiera colgado ésta de la viga de la tienda, como hizo en tiempos con los camachuelos.