La Simeona, en cambio, trataba a su padre desconsideradamente. Su desconfianza aumentaba por días y ahora, cada vez que se ausentaba de casa, trazaba una raya con el lapicero en el reverso de la hogaza y metía el dedo en la cloaca de las gallinas, una por una, para cerciorarse de si el Centenario comía un cacho de pan o se merendaba algún huevo durante su ausencia. Al regreso decía:
– Ha de haber tres huevos, padre; a ver dónde los ha puesto.
Y si acaso faltaba alguno, los gritos y los improperios rebasaban las últimas casas del pueblo y si el tiempo era quedo y, con mayor razón, si soplaba viento favorable, las voces ascendían hasta la cueva y el Nini se compungía y decía para sí: «Ya está la Simeo na regañando al viejo».
De todos modos nadie podía decir nada de la Simeona, que a más de sostener sobre sus huesos un padre centenario, una labranza y una casa, aún sacaba energía para la piadosa tarea de enterrar a los muertos del lugar. Utilizaba para ello un carrito destartalado, arrastrado por un asnillo de muchos años al que la Sime apaleaba sin duelo cada vez que conducía a un difunto al camposanto. En la trasera del carro amarraba al Duque, el perro, con un cordel tan corto que casi lo ahorcaba. El animal gañía, ladeando un poco la cabeza para evitar la tensión, pero si alguien le hacía alguna advertencia a la Simeona, ella replicaba:
– Mejor. Así hasta al más desgraciado no le falta un perro que le llore.
La Simeona juraba y maldecía como un hombre y en los últimos tiempos, al referirse a la voracidad de su padre, hacía escarnio del cáncer y decía: «El viejo tiene ahora que comer para dos».
El Centenario, aun trampeando, iba todavía de acá para allá, mas en las horas de sol era fijo encontrarle sentado en el poyo de la trasera de su casa, los ojos entornados, oxeando incansablemente unos pollos imaginarios. El Nini bajaba con frecuencia a buscar su compañía y a consultarle sus dudas o a oírle las viejas historias en las que inevitablemente volcaba sus nostalgias de «su sol de cuando rapaz», «el polvo de la era de cuando mozo», o «los inviernos de Alfonso XII».
Últimamente al Nini llegó a fascinarle aquel trapo negro que ocultaba parte de la nariz y la mejilla izquierda del tío Rufo, y, cada vez que se sentaba a su lado, experimentaba la tentación casi invencible de levantarlo. Era la suya la misma impaciencia que atosigaba a los rapaces del pueblo cuando, al iniciarse el otoño, aparecían los húngaros con los títeres en la plaza y llegada la hora gritaban a coro: «¡Que son las cuatro, que se alce el trapo!». No obstante, el Nini dominaba la incitación; veneraba al viejo y de una manera inconsciente agradecía sus enseñanzas.
El Centenario le dijo, por el Santo Ángel, cuando las avefrías sobrevolaban el Pezón de Torrecillórigo, que la nieve estaba próxima, tal vez a menos de una semana, y para San Victoriano, o sea, cinco días más tarde, los copos empezaron a descolgarse con silenciosa parsimonia y, en unas horas, la cuenca quedó convertida en una inmensa mortaja. La blancura lastimaba los ojos y los adobes del pueblo y las bardas que cobijaban las deleznables tapias de los corrales se hacían más ostensibles bajo la nieve. Pero la vida parecía haber huido del mundo y un silencio sobrecogedor, cernido y macizo como el de un camposanto, se desplomó sobre la cuenca.
Las alimañas se aletargaron en sus huras y los pájaros desconcertados se acurrucaban en la nieve hasta que el calor de sus cuerpos la fundía y tomaban, de nuevo, contacto con la tibieza de la tierra. Allí, en sus agujeros, permanecían inmóviles, asomando sus cabezas de redondos ojos atónitos, oteando hambrientos en derredor. A veces, el Nini se distraía merodeando por las proximidades del pueblo y las urracas y los tordos y las alondras tardaban en arrancarse y, en última instancia lo hacían, pero tras un breve vuelo vertical, como un rebote, tomaban apresuradamente a sus yacijas.
Por San Simplicio, el niño y la perra sintieron la engañosa llamada de la nieve y salieron al campo. Sus pisadas crujían tenuemente, mas aquellos crujidos detonaban en el solemne silencio de la cuenca con una sorda opacidad. Ante sus ojos se abría un vasto, solitario y mudo planeta mineral y el niño lo recorría transido por la emoción del descubrimiento. Dobló el Cerro Merino y al iniciar el ascenso de la ladera, el Nini atisbó el rastro de una liebre. Sus leves pisadas se definían nítidamente en la nieve intacta y el niño las siguió, la perra en sus talones, el hocico levantado, sin intentar siquiera rastrear. De pronto las huellas desaparecieron y el niño se detuvo y observó en tomo y al divisar el matojo de encina doce metros más allá, sonrió tenuemente. Sabía, por su abuelo Román, que las liebres en la nieve ni se evaporan ni vuelan como dicen algunos cazadores supersticiosos; simplemente, para evitar que las huellas las delaten, dan un gran salto antes de agazaparse en su escondrijo. Por eso intuía que la liebre estaba allí, bajo el carrasco, y al avanzar hacia él con la sonrisa en los labios, gozándose en la sorpresa, brincó la liebre torpemente y el niño corrió tras ella, torpemente también, riendo y cayendo, mientras la perra ladraba a su lado. Al cabo, el niño y la perra se detuvieron, en tanto la liebre se perdía tras una suave ondulación, los amarillos ojos dilatados por el pánico. Jadeante aún, el Nini experimentó una súbita reacción y se puso a orinar y la tierra oscura asomó en un pequeño corro bajo la nieve fundida. Poco más lejos se agachó y erigió en pocos minutos un monigote de nieve, le colocó su tapabocas y azuzó a la perra:
– Fa, mira, el Furtivo, ¡anda con él!
Pero a la perra la asustaba el muñeco y reculaba ladrando, sin cesar de mirarlo esquinadamente y, entonces, el niño formó unas bolas y lo destruyó de cuatro pelotazos. Soltó una carcajada estridente y el cristalino eco que despertó su risa en la nieve le animó a repetir y, luego, a gritar una y otra vez, cada vez más fuerte. Experimentaba, al hacerlo, una grata sensación de plenitud. Ascendió la loma sin dejar de gritar y entonces divisó al Furtivo, en carne y hueso, allá abajo, en la cuenca, recorriendo pesadamente los barbechos de la señora Clo. El Nini enmudeció y sintió recorrerle el cuerpo una oleada de ira. La ley prohibía cazar los días de nieve porque los animales rastreros denunciaban su presencia por las huellas y la perdiz, sin comer, no resistía más allá de un corto vuelo. Sin embargo, el Furtivo andaba allí y por si la nieve no fuera bastante, portaba la escopeta en guardia baja por si algo se arrancaba. El niño le vio venir hacia él e intentó rehuirle pero el Furtivo le atajó. Matías Celemín era práctico en andar por la nieve y viéndole de lejos deslizarse ágilmente contra la centelleante claridad de los tesos, parecía el único poblador del mundo. Al llegar a su altura, le dijo el Furtivo mostrándole sus aterradores dientes, carniceros: