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Luego permaneció en silencio un rato junto al cauce, observándole. La Fa también le miraba hacer y, de vez en cuando, rutaba con encono mal reprimido. El Nini reparó en la bolsa flácida, en la cintura del hombre:

– ¿No cogiste ninguna?

El otro sonrió; su sonrisa era muy blanca en contraste con su rostro atezado:

– Ni las vi tampoco -dijo.

El niño hincó los codos en las rodillas y sujetó la cara entre las manos:

– ¿Por qué lo haces? -inquirió al fin.

– ¿Por qué hago qué?

– Cazar ratas.

– Para entretenerme, mira. A mí me gustan las ratas.

– ¿Las vendes?

El otro rompió a reír francamente:

– Está bueno eso. Con sacar para merendar ya me conformo -dijo.

Entonces el niño le sugirió que cazara en el término de Torrecillórigo. El muchacho parecía muy divertido: -¿Es vedado esto?

El niño continuó mudo. El hombre, entonces, se sentó en el ribazo, lió un cigarrillo, lo prendió y se tumbó bajo el sol. Guiñaba los ojos, no se sabía si por el humo del cigarrillo o por la fuerza del sol y, de pronto, se enderezó y dijo:

– Parece que no quiere llover.

El Pruden, desde San Juan Clímaco, decía cada tarde en la taberna del Malvino: «Si no llueve para San Quinciano a morir por Dios». El Rosalino y el Virgilio, y el José Luis y el Justito y el Guadalupe y todos los hombres del pueblo no decían nada, pero cada madrugada, al despertar, alzaban los ojos al cielo y al contemplar el azul infinito barbotaban juramentos y maldecían entre dientes. No obstante, se aviaban y salían con el primer sol a aricar los sembrados o a binar los barbechos y, al terminar, se sentaban silenciosamente en la taberna a esperar el agua y, si es caso, trataban de olvidar el riesgo y decían: «Anda, Virgilio, tócate un poco; siquiera tendremos música». Y otro tanto acontecía en septiembre cuando aguardaban pacientemente que lloviera para alzar. Los hombres del pueblo trataban de acorazarse contra la adversidad y jalonaban el curso del año con fiestas y romerías. Pero el agua, o el nublado, o el pulgón, o la helada negra siempre venían a trastornarlo todo. Por las Marzas, que este año cayeron por San Porfirio, el pueblo parecía un funeral. Sin embargo, los mozos se dividieron, como de costumbre, en dos coros y ambos se peleaban por el Virgilio Morante, pero a poco de prender las hogueras se presentó la señora Clo y dijo que había relente y que el Virgilio andaba constipado y que mejor estaría en casa. Los coros, sin el Virgilio, apenas acertaban a entonar y las mozas se reían desde los balcones de sus esfuerzos disonantes. Luego, en las bodegas, no había ratas para todos y una vez más se cumplió la vieja profecía del Centenario: «Vino con holgura, tajada con mesura».

Y el José Luis le dijo brutalmente al tío Ratero: «Ya no sirves; tendrás que pedir plaza en el Asilo». Y dijo el Ratero: «No hay ratas ya; ése me las roba». Apenas regresó el Nini de acechar a la nutria, le dijo el Ratero maquinalmente.

– ¿Viste a ése?

El Nini no respondió. El tío Ratero levantó los ojos del puchero:

– ¿Le viste? -insistió.

Aún tardó el niño un rato en responder:

– No sabe -dijo al fin-. Y el perro tampoco.

El Ratero le prendió del pelo y le obligó a levantar la cabeza:

– ¿Dónde andaba, di?

El niño crispó la boca en un gesto de dolor:

– En las Revueltas -dijo-. Pero no sabe. En toda la tarde agarró una rata, ya ve.

El tío Ratero le soltó, pero sus dedos seguían crispados y finalmente los entrelazó con los de la otra mano, como si atenazara la garganta de alguien. -Si lo cojo, lo mato -dijo. Luego quedó resollando por el esfuerzo.

Por San Andrés Hivernón, perdió un ojo la perra. Ocurrió el mismo día que el Rabino Grande, el Pastor, mató a palos a una culebra de metro y medio que mamaba a la cabra del Pruden después de hipnotizarla. A la Fa la perdió el ansia del tío Ratero, su afán porque husmease entre las junqueras, los carrizos y los zaragüelles. El tío Ratero no se cansaba: «Busca, chita», decía. Y el animal rastreaba dócilmente entre las berreras y la corregüela.

Al salir de la maraña con el ojo herido gañía tenuemente. El tío Ratero dijo: «No sirve ya; está vieja». Y el niño la tomó en sus brazos y pasó la noche aplicándole compresas de áloe y pimienta. A la mañana siguiente, le bañó el ojo conjugo de ciruela, pero todo resultó inútil; la perra quedó tuerta con una expresión extraña en la cara entre pícara y taciturna.

Por San Juan de Ante Portam Latinam parió la perra; echó seis cachorrillos moteados y uno de pelaje canela. El Nini bajó donde el Centenario a darle la buena nueva.

– Ya somos parientes ¿no? -le dijo el viejo. -¿Parientes, señor Rufo?

– A ver. ¿No son los cachorros del Duque y de tu perra?

– Sí.

– Pues entonces.

El niño no se habituaba ahora a la soledad. Echaba en falta a la perra, a su lado. Cada vez que salía de la cueva el animalito le seguía con la vista dudando entre abandonarle a él o abandonar a sus crías. Una tarde, al regresar de sus correrías, la encontró aullando lastimeramente. Bajo ella, oculto entre las ubres, jugueteaba solitario el cachorro canela. El Ratero le dijo con una sonrisa maliciosa:

– Éste ve bien.

El Nini le miró sin responderle. Agregó el tío Ratero:

– Tiene los ojos bien listos.

El niño vacilaba:

– ¿Y los otros? -dijo al fin.

– ¿Los otros?

– ¿Dónde los puso?

En la cara del tío Ratero se dibujó una mueca entre estúpida y socarrona:

– ¿Dónde? Por ahí.

La perra gañía a su lado y el Nini tomó el cachorro en sus brazos y salió de la cueva. La Fa le precedía rastreando en la cárcava, atravesó el camino, y por la linde del trigal se llegó al prado, levantó el hocico al viento y al cabo, sin vacilar, se dirigió al río en linea recta. Una vez allí se alebró, la cabeza gacha, como entregada. Entonces divisó el Nini entre las espadañas el primer cachorro. Uno a uno recuperó los seis cadáveres y allí mismo, en el prado, cavó una hoya profunda y los enterró. Al concluir puso una cruz de palo sobre el montón de tierra y la Fa se ovilló a su lado, mirándole apagadamente con su único ojo agradecido.